sábado, 10 de diciembre de 2011

LLEGA DICIEMBRE

Llega Diciembre, con su bullicio y sus esperanzas

marcando el tiempo de las sonrisas....

llega la aurora de nuestros sueños,

los infantiles y los de ahora....

llegan cantando los dulces tiempos,

donde se vuelve mas tierno el sueño

y en las quimeras de nuestra vida,

siempre hay recuerdos que nos sonrien

desde la historia de aquel ayer.



Vuelve la mente a pasados años,

a esa infancia que se nos fue

dejando en la casa vieja,

cada recuerdo de pilatunas

que fueron causa de algún regaño,

de aquella "furia" de la mamá....

y sonreímos, con picardía,

y en nuestro rostro bien se dibuja

un sol ardiente de fiel vergüenza,

que nos condena ante el altar.



Fuimos infantes de gratos sueños,

cantamos, nos revolcamos

en esa calle de las miradas

hacia el futuro del frenesí....

pero esos días fueron pasando,

volvimos grande nuestra pasión

y la entregamos a otras almas,

fuimos al cielo y regresamos

y a estas horas, de mustio encanto

llega Diciembre, llega cantando

y nos volvemos a la niñez.

RETAZOS DE MI VIDA INFANTIL

La zona de atención al público de la Cooperativa de Consumo de la Hacienda Berlín, en Rionegro, me dió la oportunidad de hacer, tal vez mis primeros solitos en lo que sería mi profesión. Después de gastar muchas cajas de tiza pintando carreteras y camiones en el piso de la escuela, actividad que me alcahueteaban comprando tiza extra para los alumnos, mientras yo gastaba la que entregaba la Secretaría de Educación, se me ocurrió, con los cartones de las cajas de mercancía hacer unos avisos relacionados con el comportamiento de los clientes en el local del mercado.

“De su cultura depende la atención”, “Su cultura vale más que su dinero”, “Si viene a fiar, carrera mar”, etc., eran frases que había visto en las pocas veces que había subido a un bus urbano. Las trasladé desde mi mente y con lapicero a esos pedazos de cartón y los colgué en la malla que servía de división entre la oficina y el área de clientes. Una tarde de sábado que pasó don Ernesto Sanmiguel por la tienda, le manifestó a mi mamá “su hijo será publicista”. No estaba equivocado, pues esa ha sido mi profesión durante casi treinta años y me ha permitido vivir y criar a mis tres hijos. No tengo dinero pero si muchas satisfacciones espirituales, que si bien no dan “caché”, si permiten al hombre vivir con la satisfacción del deber cumplido y haciendo lo qué le gusta. En tanto tiempo se han hecho tantas cosas y pintado tantas letras que el corazón se siente bien.

En esos diciembres se hacía no solo el pesebre de la casa sino uno para la cooperativa. Con unas imágenes grandes de plástico del TALLER ITALIANO y un montón de ovejas, además del tradicional chamizo forrado en algodón que servía como árbol de navidad, se montaba en la ventana que daba contra el sector de las carnes, con vista hacia la oficina. Allí se rezaba la Novena de Aguinaldos, la que creo he oído, rezado y disfrutado durante toda mi vida. Participaban en el rezo y en los cánticos de los villancicos, los obreros directos de la hacienda, sus familias y los vecinos más cercanos. Después de las oraciones tradicionales escuchábamos cuentos, historias y chistes de aquellos campesinos que siempre, con una inocencia especial, saben vivir esos momentos llenos de alegría. Eran ratos también para aprovechar y ganar las apuestas de los aguinaldos, que generalmente se pagaban ahí mismo, pues lo ganado por todos eran viandas y refrescos que allí se vendían.

Con la venta de vinos y galletas y de mucha pólvora, esos fines de año eran en medio de mi niñez campesina, mucho mejores que los de ahora. Con Mamín -el apodo que le habían puesto mis primas a mi viejo- nos entusiasmaba, comprar él y disfrutar yo, la quema de cartones enteros de martinicas entre los tarros metálicos de las galletas, los cuales tapados y llenos de pólvora, saltaban de tumbo en tumbo para delicia de nuestros ojos.



Llegaba ya el año 66 en el que hice mi segundo elemental, oficialmente matriculado y sentado en un pupitre particular que me había comprado mi papá. Solo lo use unos días, pues me gustaba más estar sentado al lado de Lilia, a quien ya describí, o de Lucila Nova, una morenita consentida de mi mamá y de quien hay una foto en el álbum familiar. Siempre me ha gustado ser amable y gentil con las mujeres y ahí tenía una oportunidad, ayudándoles casi siempre en cosas de dibujo, además de disfrutar de sus sonrisas, de sus miradas y de sus palabras cariñosas y tiernas.



Para la primera lección, una de Geografía, que tenia que ver con la orientación, le pedí, le rogué, le supliqué a mi mama profesora, me la tomara en privado. Y que así hiciera con todas las lecciones. Me daba pánico hablar en público y más si era de memoria. No fue posible, y en medio de un terrible y enorme oso, me gané el primer cinco, porque no solo recité muy bien la lección sino que me aficioné desde ese momento al estudio de una materia que me ha permitido imaginarme y conocer muchas partes del mundo sin viajar.



Así comencé mi etapa estudiantil que terminaría a finales de los setenta, en un segundo semestre de Administración de Empresas, hecho sin ganas y con la tristeza de haber dejado de lado la Ingeniería de Vías y Transportes, carrera que siempre fue una ilusión para mi y que me prohibí yo mismo al adquirir responsabilidades de hogar, muy tempraneras.

domingo, 6 de noviembre de 2011

CRONICAS DE CAMINOS Y CARRTERAS.

Por aquellos dias, casi terminando el año escolar de 1972 y con un segundo bachillerato en buenas condiciones, se presentó un asueto en las actividades del colegio y ni corto ni perezoso programé una ida a Misiguay para compartir con mi viejo que aún tenía a Honduras, esa finca "cafeteroganadera" que le quitaba muchas horas de su tiempo laboral.



El transporte a la vereda era muy irregular entonces.

Lusitania prestaba el servicio diario desde Bucaramanga, pero lo hacía con unas chivas muy pequeñas. La Iguana y La Guanábana, recordadas por muchos, que tenían como "pilotos" a Ricardo Amorocho y a Olinto Mantilla; montadas sobre chasis de camioneta tipo 100, Chevrolet 53 las dos , tenían un horario muy tempranero para mi disponibilidad de tiempo y espacio.



La otra ruta era prestada por El Lechero, un camióncito de estacas, International tipo 300 modelo 71, manejado por Nicasio Peña, amigo de mi papá y especializado en desbarajustar carros como por tarea. De hecho, este carro blanco, con solo un año de uso, ya mostraba las "habilidades" de su chofer.

En la cabina eran más los detalles ausentes que los originales del concesionario. Las manecillas de las puertas, las ventanillas abatibles o cortavientos, muchos de los "relojes" de control, las viseras del techo, los tapetes y la elegancia del sillín, hacía rato brillaban por su ausencia.

Lo único bueno, funcionando perfectamente entre tanta debacle, era un "pasacintas" con lucesitas, bien equipado con casettes de "rancheras ventiadas" que sonaban a todo dar en los recorridos mañaneros, recogiendo en cada aparte de caminos a las fincas, la leche recién ordeñada, para llevarla a la ciudad; o de regreso en las tardes hacia la vereda.



Esa, la tarde de ese jueves contacté a Nicasio para que pasara por la casa y me enrumbé hacia esa tierra que me había visto crecer durante seis años, donde tuve una emisora, aprendí a jugar futbol, hice mi primaria y disfruté de "las primeras mieles del amor".

Calculé que llegaríamos a las cuatro de la tarde más o menos al caserío y destinaría otra media hora para recorrer a pie los dos kilometros de carrtera hasta la quebrada Cedrillera, por la via hacia Los Alpes y Tequendama, fincas que fueron de Gilberto Rueda García, otro de los Tres Mosqueteros de la región; y subir luego por entre el cafetal de La Cabaña, desde la quebrada asustadora en tardes y en invierno.

Su abundante vegetación que formaba túneles naturales la hacía oscura y era muy fácil recordar historias de "berrionas" y otras vainas, referidas por el viejo en esas noches de tertulias campesinas.



Pero no contaba con que El Lechero tenía que ir hasta un punto de la carretera a Cuesta Rica para recoger una vaca y su cría, que algún vecino veredal había comprado por allá.

Así que el periplo se alargó. El casette de Antonio Aguilar, lleno de canciones alusivas a caballos de todos los colores, dio dos vueltas completas.

Estacionados a la orilla de la carretera, esperamos por bastante tiempo los nuevos pasajeros. Algún inconveniente pastoril retrasó un par de horas la llegada, así que los últimos minutos de la tarde empezaron a tornar en sombra el paisaje que había dibujado el sol desde la mañana.

Mientras esperábamos mirando el paisaje agreste y ventisquero, el conductor, una señora que iba para la finca de los Gelves y yo; alcanzaron a pasar por el escenario "pasacíntico" Cuco Sánchez cantando al ritmo de la guitarra de Antonio Birbiesca, algunas carrileras de un montón de hermanas, -las Padilla, las Calle- , con las Alondras, las Gaviotas y otros duetos femeninos.

José Alfredo Jiménez nos contó y nos cantó con su voz aguardientosa la historia de "una piedra en el camino" que le enseñó que su destino era "rodar y rodar". Antonio Aguilar de nuevo, pero no cantándole a los "jácaros" sino a las Noches Tenebrosas que me hacía pensar en la próxima subida por la Cedrillera, seguramente bien entrada la noche.... "cuando las once y media en un reloj tal vez serían"...... y la vaca, nada que llegaba.

Al fin llegó y logramos embarcarla, para arrancar de regreso a Pto. Arturo y emprender los nueve kilomentros de cuestas y trocha hasta el caserío de Misiguay. Entonces, ya se habían ido los arreboles que se forman cada tarde en el cielo sobtre el Rio Magdalena y que uno ve ahí, "cerquitica". Un montón de estrellas -incluído el bueyero guía- ya estaba titilando, saltando juiciosas bajo el firmamento.



Las subídas de Matecacao, San Agustín y El Cristal las recorrimos escuchando a Julio Jaramillo, que decía entre lamentos "no me toquen ese vals porque me mata", a Olimpo Cárdenas lleno de Temeridad y a Lupe y Polo que ya habían conseguido Dos pasajes para irse a otras tierras con su prieta querida.



En la Cristalina, la tienda descansadora de la cuesta, nos tomamos una cerveza para mitigar el calor que no era comun en esas tierras y a esas horas. Dejé disimuladamente los residuos líquidos de mis riñones contra un matarratón que sostenía las cuerdas espinosas de una cerca de potrero, recordé que "por el camino del sitio mío, un carrtero alegre cantó" a la Luz Marina que vivía más abajo de la tienda. Volvimos al camión y recorrimos la travesía de El Coco, La Guamaleña y La Cabros en media hora.

Llegamos hasta la gruta de la Virgen del Pocillo, la misma que habían encontrado en un pozo de la quebrada cercana y en un barranco desembarcamos los pasajeros mamíferos, frente a la casa de Federico González, un personaje típico de allí.

Fue ahí cuando apareció don Alonso Rodríguez, linterna en mano y ofreciéndome -noble y buen amigo como siempre- la hospitalidad de su casa, para que no arriesgara un susto con las "mechudas que aparecen en la curva de la escuela vieja, la escuela de doña Inés", me dijo.



Volví entonces a entrar en esa casa de zaguán y patio interior donde los caracuchos, los zagalejos y alguna dalia le daban color a la estancia. Ya había estado allí otra gente de ingrata recordación para la vereda, gracias a una trampa que querían hacerle a ese ser bonachón y servicial que siempre tenía un consejo para todos, en palabras que mezclaban el respeto y una sonrisa que parecía estar "mamándole gallo" al aconsejado.

Ya recuperada su tierra y su casa, seguía allí para continuar siendo faro y guía de la región en un acuerdo tácito que había hecho con mi papá y con Gilberto Rueda, pero que este abandonó porque le tocó irse a colaborar en las obras del más allá, una madrugada de lunes en que rodó con su campero Willis y un amigo, desde la carretera hasta el lecho de la Quebrada la Pajuila, abajo de la tienda de Los Colorados.



Leonor, esposa de don Alonso, hija de Rosario Nieto, la partera de la vereda; me preparó en minutos un caldo de papa con arepa de pelao con lo que calmé la angustia estomacal y la de tener que subir solo por esos caminos llenos de mitos, espantos y sustos imaginados en un santiamén.

Conversando de mucho y de todo, don Alonso ya me estaba contando la historia de "la primera palada de tierra que moví para comenzar la construcción de la carretera en Pto. Arturo"..... cuando llegó mi papá. El instinto de padre, de sangre, lo hizo pensar que yo andaba por allí, aventurando en una noche de estrellas y corrió a brindarme protección. Compartimos un tinto más con su amigo y mi amigo, nos despedimos y caminando "conversadito" nos fuimos para Honduras.

Ya se me había quitado el miedo.

Es que iba hombro a hombro con el ser que más admiré siempre, entre otras cosas, por valiente. Y así, nadie tiene porque sentir miedo.

viernes, 14 de octubre de 2011

LAS TROVAS DEL ALGO....

"El algo de la familia

por fin nos vino a tocar,

en esta tarde tranquila,

nos vamos a organizar

bienvenidos al repique

un saludo bien sincero

de parte de Chucho y Vicky

sigánse, pues, bien ligero..!



Desde temprano aqui están,

Jorge, Rosalba y don Hugo

dispuestos a festejar

pero no con fresco y jugo,

uno comiéndose todo,

ellos con algo en la mente

seguro no hay que rogarles

pa´que beban aguardiente.



El "flaco" Nodier entonces

va a pedir un adelanto,

una prueba solamente

comer no le gusta tanto,

Lina con la Carolina

apenas se hacen ojos,

porque el papá no escatima

saboreando los antojos.



William vino con Blanquita

llegaron haciendo bulla

se vinieron sin la hija

que viene con quien la arrulla,

hay un integrante nuevo

y es un noviazgo reciente

Jocelyne está feliz

a todas horas sonriente.



Wilmar vino con la Mona

Miguel Angel y Manuela

y con la hija adoptiva

Nicole, "juiciosa" en la escuela..

de genio hoy está muy bien

hasta le brillan los ojos,

no me le hablen a la Mona

sino de un equipo rojo.



Los Montoya Jaramillo

llegaron con sus tres hijos

Nelson y Olga Lucía

ellos estaban bien fijos

cual es más conversador

que se les oiga la voz,

pa´que rompan "ipsofacto"

el silencio tan atroz.



El algo está bien sencillo

pero tiene condimentos,

un tarrao de cariño

y mucho de sentimiento

ojála que bien les guste

lo hicimos con mucho empeño,

es producto de labranzas

de nuestro suelo antioqueño.



Ahora que venga otro

verso, con mucha emoción

que "la morada es pequeña,

pero grande el corazón"

Un saludo que se vuele

al aire y con mucho afán

pa´que llegue con afecto

a los que ahora no están.



Le mandamos un abrazo

"rompecostillas" a Orlando

que bueno que aqui estuviera

con Elizabeth gozando

hoy unimos la familia

a través del Facebook (léase como suena en español)

y cantándoles los versos

que espero suenen muy ok. (léase uk)



Saludamos desde aquí

a Jenny y a sus amores,

a Yaneth en "los extranjas"

a Brian y Amalia Flores,

a Gildardo con Emilce

y a Kelly en los Emiratos

a Yudy Alejandra, y van

muchos saludos del gato.



Empecemos esta vaina

porque nos llega el domingo

"antioqueñita" la Vicky

y Chucho que es un "re-pingo"

les damos la bienvenida

disfrutemos este día

y empecemos con los juegos

pa´que reine la alegría.

Cantarlas con esta pista: http://www.youtube.com/watch?v=nfb2WaaJ5FQ

DE ALGOS y otras vainas...!

Por usanza de tierras antioqueñas, es una tradición el ALGO. Una comida intermedia, ligera, a manera de disculpa para reunirse a conversar y que se sirve al caer la tarde. Es pariente cercano de las ONCES santandereanas.



La familia materna de mi esposa, es decir los hijos y descendientes de doña Rosa Emilia Fonnegra, hace unos años tenían organizado el reunirse cada mes para este propósito. Eso era "cuando estábamos allá y la familia estaba completa" dijo en estos días Orlando, uno de los hijos que está por fuera de Colombia.



Ahora en el 2011 se ha revivido esta costumbre. Cada més, en el último sábado o en el que se pudo, nos fuimos integrando con asistencia a las distintas casas de cada familia. Así lo hicimos desde Febrero, hasta ayer, que nos tocó el remate en nuestro apartamento, aunque por una carambola del destino, al estar desocupado desde el viernes el primer piso y con anuencia de mis suegros, lo celebramos en una locación más amplia.



Pero quisimos hacer una terminación diferente. Y creo que lo logramos. Aunque un poco más tarde de la hora citada, por algunos inconvenientes de trabajo en los invitados, arrancamos -o iniciamos, como la moda de los periodistas- con unas trovas "dobletiadas" que aunque no improvisadas, si salidas de mi imaginación. En unas se narran "características" de cada familia, otras para saludar a los ausentes y otrás más para reafirmar la invitación.

Este estilo musical, muy de esta tierra y con cierto humor y "picante" es de buen recibo por parte de la gente. Así que se gozó bastante con ellas.



La idea de "cantarlas" al ritmo de una pista que hay en Youtube la tuvimos que descartar porque la continuidad se perdía en medio de la algarabía, los aplausos y las risas al terminar cada una de ellas. Así que "a palo seco" continuamos con la trovada. La primera y la última las hicimos a dos voces con mi esposa y en las otras fuimos alternando, pretendiendo con esto evitar que nos bautizaran como el dueto LOS INDEPENDIENTES, por aquello de cantar cada uno por su lado.



Luego pasamos a los juegos de integración, donde cada familia, incluidos los niños, participaban recordando objetos de una lámina, haciendo mímica para adivinar canciones, recordando listados de objetos específicos (nombres de flores, pueblos de Antioquia, palábras esdrújulas).... y buscando canciones en la mente según una palabra dada.



CONCENTRESE PARA QUE NO SE LE OLVIDE, DÍGALO CANTANDO, ADIVINE LA ACCIÓN, PALABRAS BOMBA.... fueron juegos que se convirtieron en una buena manera de integrar hijos y padres en torno a un objetivo, se recordaron cositas de nuestra historia, geografía, español, que a veces desde los tiempos de la escuela se echan al olvido. Y lo mejor, nos permitió distensionarnos al máximo de los compromisos laborales de la semana.Sumados los puntajes de cada núcleo familiar les entregamos los premios a Adriana y a Wilmar. Un paquetico con productos cosméticos para la familia y otro, un modelo de MINIminiatruras de los que día a día hacemos con nuestras manos.



El centro principal del algo, el plato en si, consistió en un pastelón de plátano maduro al horno, acompañado de unas yuquitas fritas, bien crocantes. El mejor comentario para la obra culinaria que nos puso a madrugar un par de días y donde hasta discusiones tuvimos haciéndolo, fue el dejar los platos totamente limpios, los estómagos satisfechos y una tranquilidad de esas que uso siempre. La del "deber cumplido".



Al calorcito del guarito antioqueño, que no puede faltar, de la alegría contagiosa de una época ya muy olorosa a buñuelos y a villancicos, disfrutamos mucho. Creo que lo mismo pueden decir todos los asitentes a esta reunión e incluso, quienes están lejos, proque también los integramos en los mensajes del Facebook y en las trovas.Lo hemos hecho con todo el gusto y s itocara repetir, no lo duden.... como digo en la trova, tomando una frase de Pedro Camacho, el "escribidor" de radionovelas en LA TIA JULIA Y EL ESCRIBIDOR, de Mario Vargas Llosa; "LA MORADA ES PEQUEÑA, PERO EL CORAZÓN ES GRANDE". Bienvenidos, cuando quieran..!



Y creo que no está lejos.... ya viene la fiesta de disfraces...!

sábado, 3 de septiembre de 2011

PORQUE NO CREO MAS.... en politiqueros.

Cuando empecé a ver a mi papá en sus gustos políticos, me animé a seguirlo. Eran los años del Frente Nacional y no había tanta rapiña por los escaños del congreso. En tiempos de transición, todo estaba arreglado.
Mi viejo era liberal y así me enseñó a serlo. Pero de los de antes. Los de ahora, hacen dar vergüenza ajena. Seguía mi padre las banderas rojas, votaba con pasión, defendía ideales, argumentaba con razón.
Sufrió sustos por ser liberal en esos días que los periódicos llamaban "de la violencia". En El Diviso, por la carretera de Rionegro a Santa Cruz de la Colina, sintió el cañón de un fusil chulavita, rozándole la piel del estómago. Que lo salvó? La suerte. Y mi mamá decía que sus oraciones.

En Agosto de 1977 recibí mi cédula de ciudadano colombiano. Pensé con alegría en el momento en que depositaría mi primer voto. Lamentablemente fue por el que -talvez no le entendimos- gobernó con los más funestos y los más rapaces. Ya había estado gritando vivas a López Michelsen en el 74, por aquella calle 36 de Bucaramanga, que desde el Parque García Rovira hasta el Santander, se volvía zona de votación en esos domingos "democráticos". Pero allá era menor de edad y solo pude hacer bulla.

Después, cuando se lanzó la candidatura del Dr. Luis Carlos Galán, creí en sus ideas, en sus postulados y en su valentía y adherí al Nuevo Liberalismo.
Sin pensar en el "que voy a pedir, que me van a dar" trabajé toda la campaña. Sacaba grandes ratos de las noches para ir a reuniones diarias, pegar afiches, pintar murales e incluso ser parte del cuerpo de seguridad del candidato en una visita a la ciudad. Hacíamos una cadena de casi treinta personas, entrelazando los brazos, rodeando a Galán, mientras el caminaba saludando a su gente. Pudimos ser el cartoncito con círculos y números de algun enemigo. Pero era mi convicción.

En las elecciones parlamentarias vi una de las grandes traiciones. Un politiquero tradicional del departamento, narizón por más señas y quien luego sería Contralor de la república, logró su puesto de senador con los votos de los galanistas y ese mismo lunes, amaneció siendo lopista. Y sin vergüenza. Bueno, sinvergüenza ya era.
Luego, en las presidenciales, se perdió el poder y vino don "Pascual" -Cual Paz..?- Betancur a "pendejiar" en la silla presidencial.
Por mi trabajo en el Nuevo Liberalismo me ofrecieron dos becas para estudiantes de secundaria, que tranpasé a un par de parientes, de quienes jamás recibí un gracias. No importa... esa no ha sido mi razón de ser. Se da y si se recibe, bien. Si no, igual. De desagradecidos está empedrado el mundo.
Cuando mi papá agonizaba, en el 84, entré a la casa del Parque Bolivar a contarles de su enfermedad. Recibí una andanada de insultos por parte de un "señor" Camacho, que luego sería Gobernador y más tarde presidiario -ahí senti un fresquito-, culpándome del cambio de unas papeletas -votos de entonces- a favor de la Confederación, solo por ser rionegrano. Insultó y además, confundió. Ese nunca ha sido mi estilo.

Me alejé de esas actividades. Siempre he votado, porque es un derecho y un deber, pero lo hago en BLANCO.

Solo cuando apareció la candidatura del Dr. Uribe, volví a votar por un nombre. Y por un hombre. Y no me pesa. Siempre me sentiré orgulloso de ser parte de más de la mitad de los colombianos que hemos confiado en él. Los áulicos del socialismo se tragarán a su debido tiempo esas palabras que vomitan aprendidas de memoria.
Con JUDAS Manuel Santos, me equivoqué. Como nos equivocamos todos los que votamos por unas ideas, metidas en un disfraz de valiente, cuando en el fondo no es más que un mequetrefe que se le acomoda a la brisa de la conveniencia. Lo reconozco, me equivoqué.
Y ayer, como lo escribí en mi muro de FB:
"Asistí a una reunión de politiqueros en Bello. Aún no se porque lo hice. Tal vez por amistad con un familiar de mi esposa. Pero que borbollón de mentiras, de cháchara barata, del mismo discurso de siempre. Nunca me había sentido tan fuera de lugar. Definitivamente no sirvo para escuchar esos promeseros de m...da..! Son un cáncer para esta Colombia hermosa. Y si, estoy p..to..!"

Hoy, con más calma, creo que puedo jurarme no volver a caer en esas ridículas reuniones, donde la mayoría de gente asiste por un trago, una cerveza o un pedazo de chorizo. Dejo constancia. Es imperdonable gastar el tiempo oyendo esa cantidad de sandeces, mentiras y estupìdeces. Lo que más indigna es ver que los candidatos con una sonrisita mañosa y sarcástica, van mirando a la concurrencia, mientras se dicen para si: "Estos ya cayeron..." Cuando llegan, van hasta el rincón más oculto, a saludar de mano y abrazo a los asistentes, creyendo que todos nos vamos a quedar sin lavarnos las manos por un mes.
Ayer, tal vez otros cayeron, porque conmigo es otro cantar.
Si un candidato dice: "Bello ya no será un municipio, será una ciudad..." pues apague y vámonos. Son clasificaciones distintas. Una cosa es la administrativa, que va desde los corregimientos, municipios, departamentos, distritos ....(Sociales de segundo primaria) y otra lo es por características físicas: caserío, pueblo, ciudad.... Y si los que dirigen, no saben distinguir, que podemos esperar. Según ellos, Medellín no es un municipio..? O Bucaramanga..? O Cali..?
No se puede confundir en medio de la idiotez.
Alguien, ante mi asombro y reclamo por tanta inconsistencia en las ideas de los futuros dirigentes, me dijo: "Y entonces, Ud que hace aqui, contradiciendo todo...?"
En un instante recapacité y salí raudo de ese salón al cual nunca debí entrar.

jueves, 25 de agosto de 2011

JAIME GONZALEZ, pereirano y buen amigo.

Era esa casa, lo que el había soñado para pasar los días en que no tendría que trabajar, donde podría mirar pasar el tiempo sin afanes, disfrutando del buen sabor de un aguardiente, mientras sentado en las mecedoras del corredor contemplaba el rio, dejaba ir por su mente recuerdos y soñaba con más ilusiones.

Jaime González Angel había nacido en Pereira, portaba la raza del viejo Antioquia en su sangre, así como era dueño también de una bondad que rayaba "en la pendejería" como el mismo decía. Después de trabajar en Bavaria y como ejecutivo en varias empresas del país, llegó a Bucaramanga en plan de aventura y huyendo del dolor de un primer matrimonio que se había desbaratado hacía poco. Durmió una noche en alguna banca del Parque Santander de la 36 con 19 mientras la Sagrada Familia le cuidaba el sueño. Al día siguiente, sin dinero en su bolsillo y aparentemente sin futuro, bajó hasta la calle 35 con 14 y en el Almacén Valher encontró no solamente un amigo, sino también un trabajo que le permitió arrancar de nuevo.

Empezó a cogerle el tiro a la nueva ciudad en su colección de territorios que iba haciendo propios, mientras se acomodaba en un apartamento de la cra 15 adelante de la 41 en una época en que la avenida solo llegaba a la 45 y cuando se podía vivir en el centro. Estaba apenas terminando la década del sesenta.

Fiel seguidor de la mujer, se fue dejando enredar por una que se pegó de su buen estilo para vivir bien. Entre su trabajo en Exclusivas, una distribuidora textil; los aguardienticos del fin de semana y el orgullo de mostrar su conquista que ya le había dado una hija más, fue haciendo nuevos amigos.

Por aquellos días tuve la fortuna de encontrar su amistad, ligada por una carámbola de tipo familiar. Su mujer era hermana de quien por aquellos días había empezado a enredar mis cariños afectivos.

El compartir en medio del parentesco fue haciendo crecer una amistad que se afianzaba en gustos similares por la lectura, por la bohemia pura y por esa música que resalta los valores colombianistas. Primo hermano del Poeta de la Raza, Luis Carlos González; tenía tintes de verseador y entretenía los ratos de conversación con buenas frases y un fino humor.

Viviendo ya frente al Colegio de la Presentación, por la calle 56, donde una curva convierte la avenida en la "carretera" que va hacia Pan de Azúcar, alguna vez me pidió que le ayudara a buscar un lote rural cercano, pues quería hacer una finca para pasar su edad de descanso.
Con mi papá nos dedicamos al encargo y muy pronto logramos contactar al dueño de San Julián, a quien se le sugirió la compra de un pedazo de terreno que hacía vecindad con el río, a la izquierda, justo cuando se pasa el puente de Case´tabla, por la via de Rionegro hacia Santa Cruz de la Colina.

A su gusto, con ingeniero a bordo, levantó la casa acogedora y bonita que muchos conocimos, con una piscina que "serviría para contemplar y admirar a su mujer mientras tomaba el sol". Esa era su ilusión, pero jamás se le cumplió, porque el genio y el pésimo orgullo de su compañera le impedían complacerlo. Sembró arboles, cuidó su tierra y consitió un par de loras que le conversaban y varios perros que acompañaban sus pasos por la vereda.
Igual "el compadre" como lo conocíamos todos por su forma de saludar a quienes se acercaban a su lado, se fue ganando el cariño del vecindario y muy pronto se sintió un amigo de la gente que compartía el paisaje. Se volvió un benefactor de quienes le necesitaban, trabajó hombro a hombro en la creación de Cadesoc AGRORIO y en los fines de semana compartía con quienes íbamos de paseo a disfrutar de una finca que siempre ponía a las órdenes de todos.

Mientras tanto, su emperifollada y orgullosa mujer, iba haciendo toldo aparte. Alguna vez que llegamos un sábado con mis hijos a compartir el fin de semana, nos encontramos con la sorpresa del matrimonio eclesiástico y vestida de blanco de quien hasta esa semana lo había acompañado. Caminó, llorando, por los alrededores de la Iglesia del Divino Niño, mientras la susodicha le daba el si a un abogaducho tramposo y vividor.

Fue un tiempo duro, de mucho sufrimiento para alguien que aiempre pensaba en el bienestar de la ingrata, que conchuda a morir, después de la luna de miel empezó a ir los fines de semana con marido y todo, aprovechando esa "pendejería" que sabía explotar.
En uno de los puentes de agosto fui con un par de amigos, coincidimos con los intrusos y con la valentía que dan la amistad verdadera y unos tragos en la cabeza, les formamos el "tierrero" y esa misma noche tuvieron que salir con el rabo entre las piernas y regresarse con todos los amigotes que iban a ponerse de ruana a Jaime, al punto de hacerlo servir cervezas, aguardiente y comida, algo que el nunca hacía físicamente con los amigos.
Pasado el buen suceso para su espíritu, madrugamos sin dormir, a Case´tabla por unas cervezas y allí recibimos las felicitaciones de todos los vecinos que esa hora esperaban el corte de carne del domingo. Nos llovieron cervezas y palabras de satisfacción por haber "corrido a esos sinvergüenzas que se aprovechan de la bondad de don Jaime".

Su vida siguíó en la soledad de una casa que habia soñado diferente, pero la permanente visita de amigos, vecinos y algunos parientes que venian de su natal Pereira, fueron ayudando a superar ese vacío.
Como yo estaba a cargo de Valparaiso, por la reciente muerte de mi papá, aprovechaba para en mis idas allí, pasar a quedarme en las noches en EL Cielo, -como llamaba a su parcela- y entre charlas, conversas y aguardientes, ir haciéndole crear un callo en ese corazón que, me decía una tarde, "creí que se desbarataba, compadre..!"
Fueron muchas las personas de Rionegro, de Bucaramanga, de Santa Cruz de la Colina, que supieron de su amistad, de su bondad y contribuyeron para que sus horas se fueran limpiando del desengaño.
Ayudé -desafortunadamente- a que por sus predios y por su vida, volviera uno de los amigos que lo había abandonado cuando más lo necesitaba. Había sido un vendedor en Exclusivas y por divergencias entre Mery y la diminuta mujer del amigo, se había alejado. Lo busqué en Bucaramanga y le pedí que cayeran de sorpresa por la finca. Fue un momento muy emocionante el reencuentro. De allí en adelante no fallaron en sus visitas, pero después del viaje obligado de Jaime para Pereira, se adueñaron de la finca y por poco se quedan con ella.

Una tarde, estando con la familia Corredor, amigos mios de vieja data, mientras se servía la carne asada que no faltaba, lo vimos hacer unos gestos raros, mientras se sostenía dificilmente de una pared. Estaba a punto de sufrir un derrame cerebral, que afortunadamente y porque corrimos con el, al Hospital de Rionegro, no alcanzó a dañar su movilidad. Pero si se le prohibió el trago, un poco de sus comidas favoritas y ya no fue igual su vida. El "amigo de marras" llamó a Pereira para que su familia viniera por él, algo que se hizo sin que yo supiera y hasta ahi llegó su vida en esa región que quiso con el alma. Eran los finales del año 87.....

Hace unos tres años fuimos con Vicky a visitarlos a Frailes, la finca familiar de los Gonzalez, arriba de Pereira. Ya estaba en los 89 años, había perdido mucho su visión, su oido y los achaques de los años dificultaban su trasegar.
Hace dos años se marchó a la eternidad, pero creo que en quienes lo conocimos quedó un buen recuerdo y la gratitud a su bondad y a su buen conversar.
Creo que en una próxima nota relataré algunas de sus anécdotas, que son bastantes, divertidas y con enseñanzas de vida. No en vano el repetía "Compadre, llevo toda la vida aprendiendo y aún no he pasado el curso".

martes, 12 de julio de 2011

sábado, 18 de junio de 2011

Un viaje de trabajo y de sueños.

Esas noches de jueves, cuando había confirmado que mi papá me llevaría con él a Bucaramanga, en ese plan tradicional de hacer el mercado para la Cooperativa de Consumo de la Hacienda Berlín, que gerenciaba, eran de sueños y alegría.
Sabía que tenía que madrugar a las cinco y media de la mañana, para alistarme y salir con él en eso que era una aventura, acompañado, más que por mi padre, por ese amigo que tuve desde que nací.

Hacía cuentas, entre las cuentas, de que carrito me iba a comprar en un descanso de las vueltas laborales.
Seguramente habría otro de la colección de Plásticos Gacela, que por ser como de una pequeña colección y decentes en el precio, eran de mis preferidos.

Me dormía tratando de que la noche pasara lo más rápido posible y cuando me daba cuenta, ya estaba sonando en la Radio Atalaya el programa Alegría de mi Rancho, con sus coplas mañaneras, sus rancheras para el gusto de los campesinos y los mensajes -a manera de razones- que en ese tiempo era casi la única comunicación de la ciudad con el campo. "Se informa a don Cosme Villamizar, en la vereda Quebraditas del Corregimiento Santa Cruz de la Colina, que sus sobrinos viajan esta tarde en el camión lechero y que le llevan los encargos que había pedido". Por ejemplo. Era como un visionario adelanto de las vías celulares y virtuales de ahora.

Después de un baño bien frio, cuando el clima era diferente, me vestía y en menos de quince minutos ya estaba listo para emprender el viaje.
Saliamos volados por ese caminito que recuerdo con curvas y piedras, pasábamos por la cooperativa para recoger empaques y alguna cosa que faltara y por el ramal que llegaba hasta la hacienda, nos comíamos los seiscientos metros que habían hasta el cruce con la carretera de La Colina, por donde bajaría en unos minutos la buseta Ford de trompa amarilla con guardafangos rojos, para en ella enrumbarnos definitivamente hacia la capital.

Por el trayecto, mientras mi viejo conversaba con el conductor o con algún amigo, le proponía, ya en la carretera central, que jugáramos a quien adivinaba la marca del proximo carro que encontráramos. Casi siempre le ganaba, porque él, pendiente de sus temas de adulto se le olvidaba que íbamos "apostando" en ese juego donde el premio era un abrazo y su sonrisa de papá.

Pasábamos por Rionegro muy rápido y en menos tiempo del pensado, ya veía los rastrojos que abajo del barrio San Rafael me recibían como paisaje de ciudad. El barrio Kennedy apenas estaba poblándose y había otros ranchos, más que casas, en lo que llamaban entonces La Juventud. En Los Colorados solo había una, que servía de tienda. Bucaramanga estaba todavía muy lejos de llegar a esos entornos.

En la calle sexta con quince, frente a la Bomba Santa Marta y la Escuela de Cementos Diamante, nos despediamos de pasajeros y transporte y bajábamos las dos cuadras hasta la casa de los abuelos paternos.
Ahí, después de saludos y la entrega del presente, de un par de "actualizaciones" sobre la familia, mi papá "hacía traer un "carro de plaza" como se llamaban antes los taxis y nos íbamos hasta el Granero Oriental, arriba de la quince por la calle treinta y tres.

Dejábamos los trastes, incluido un maletín con dinero en efectivo, -como ha cambiado la vida- y empezaba el vaivén de mi papá, conmigo a su lado, buscando productos con buenos precios, para surtir los estantes y graneros de la entidad proveedora de los socios.

Ibamos a un negocio de panela de una señora Delia, o a la panelera de la Quebrada Seca, a las bodegas de papa que quedaban en los bajos de la plaza, justo debajo del puente, a las ventas de maíz, de fríjoles, de alverja, de cotizas, de quincallería -productos para la cocina-, de drogas -o remedios, para evitar malos entendidos- y de un montón de cosas que hacían parte de la lista. Siempre se buscaba el mejor precio. Nunca se compró en la primera parte donde se entraba, sin antes comparar en otros dos o tres negocios.

Apenas eran las nueve de la mañana y ya la mitad del mercado estaba hecho. Entonces pasábamos por un puesto de verduras dentro de la plaza, que tenía como vecino a un vendedor de Nevados, esos panes cubiertos de mantequilla y azúcar que eran y son, un manjar para mi paladar y mientras el compraba la cebolla cabezona morada y las zanahorias, yo despachaba por entre mi garganta dos de esos panecillos blanditos y sabrosos como un cielo.

Y ahí, me decía: Vamos para EL TIA.
La sangre se alborotaba en mis venas. Era la oportunidad de volver a ese almacén que guarda mil recuerdos de mi niñez. Llegábamos casi siempre por el Pasaje Cadena y al entrar, ese aroma intacto en mi mente, del café molido que allí vendían, me servia de pasante para los restos de Nevado que aún llevaba entre mi boca.

Pasar por la venta del café era de obligación. Nos gustaba mucho su sabor y su textura. Siempre que se iba a la ciudad, una libra o un kilo de ese manjar oscuro y oloroso regresaba con nosotros entre los encargos, así la hacienda fuera una gran productora de café. Pero no había tiempo para la tostada y la molienda.
Después a la sección de juguetes y allí si, a darle gusto a los ojos y a los sueños. La sección era muy bien surtida -no como ahora- y había para escoger, eso si teniendo en cuenta que no se podía sobrepasar el presupuesto. Jamás tuve un carro de cuerda, menos de pilas. Lo máximo en tecnología de juguetes fueron un Volswagen y algun camioncito de impulso. El escarabajo está en alguna de mis fotos de perfil del FB.
Ya con el carro en mis manos, en una bolsa blanca, de papel que tenía por un lado el logo grande del almacén y por el otro el listado de todas las ciudades donde funcionaba una sucursal, se me acababa la preocupación y dejaba que se fuera el tiempo sin afán.
El almuerzo lo buscábamos en un restaurante que había por la diesiseís, creo que se llamaba La Delicosa. Abundante y muy rico, mi papá me daba el gusto de comer unha carne que envuelven en huevo, que por aquellos tiempos era mi plato preferido. Después, pasábamos por el Almacén Barranquilla, en la carrera quince, donde se compraban uno o dos díscos de 78rpm, uno de música colombiana para mis papás y otro a mi gusto, que -quien lo creyera- eran casi siempre de lo que ahora llaman carrilera.

Para regresar a la casa de los abuelos en la sexta, tomábamos otro "carro de plaza", mientras que el mercado ya lo estaba llevando en su "carroe¨mula" un señor Francisco, que tenía toda la confianza de mi viejo y que en tres o cuatro viajes amontonaba el surtido para que después lo recogiera la volqueta de Berlín, o en su defecto Victoriano en su buseta, en un viaje extra que se hacía ya al caer la tarde.

El regreso era lleno de alegría, imaginándome como, cuando y donde iba a disfrutar mi nuevo juguete. Después de comernos un par de Doradas sudadas, que casi siempre iban con nosotros, pintaba con tiza una nueva carretera en el corredor de la escuela y empezaban mis juegos. Mientraas tanto mis viejos se dedicaban a liquidar precios para las cosas compradas, buscando si era posible bajarlos para beneficio de la gente. Esto siempre fue una constante. Y de soslayo, cuidaban mis recorridos "manejando" mi nuevo camioncito. El sueño me vencía. Al otro día, cuando me levantaba, ya mi padre había partido en busca de las reses que se venderían vueltas carne, ese domingo.

Entonces, como ahora, pensé en lo grande que pudo llegar a ser esa cooperativa. Ya estaba empezando a tener clientela de ciudad. Algo que parecía descabellado. Iba creciendo. Otras, que nacieron en esos mismos tiempos, subsisten. Y son grandes.
Muchas rutas hubieran cambiado. Para muchos, la vida pudo ser diferente- Pero ahora, solo hay recuerdos para escribirlos, para dejarlos saber en medio de una llovizna pertinaz que acompaña este momento de domingo.

miércoles, 8 de junio de 2011

Todo lo que había en una escuela -Parte 1.-

Cuando sonaba la campana, dejábamos a un lado los juegos, las risas y las pilatunas de niños inocentes y sudorosos corríamos a la fila, donde, disimuladas entre las recomendaciones de la maestra, rematábamos con sonrisas y miradas de picardía, lo que nos había quedado pendiente del recreo.

Al entrar al salón, había que esculcar el pupitre, para sacar los implementos de la próxima clase. Y ahi... era Troya.

Qué no había en aquel espacio tan pequeño, pero que con nuestro ingenio, se convertía en una bodega para todo lo imaginable y para la fantasía.

De todo.
Los cuadernos Cardenal, con pasta color café y las tablas de multiplicar -nuestro primer tormento en forma de números, antes de Baldor- y las equivalencias de las medidas, en la pasta trasera. Los había de veinte, cincuenta y cien hojas, cosidos con grapas que se oxidaban con el uso y no traían fotografías de modelos empelotas que según los sicólogos de las ventas, sirven para despertar la inteligencia.

La regla de madera, de treinta centimetros, con un tiralineas metálico incrustado a lo largo de uno de sus filos y que a mitad del año escolar ya no estaba. Solo existía la ranura y un montón de nombres de compañeritas de salón,dibujos tipo Picasso y un montón de mugre, pegachento y ocre.

El borrador, de rayas azules y blancas, el de lápiz y tinta -blanco y gris- o el de nata o leche, blanco o de colores y con olor de arequipe. Cualquiera de ellos terminaba el periodo mordido por culpa del "strees" y bastantes huecos hechos con la punta del lapicero.

Para escribir usábamos el tradicional lápìz amarillo, al que se le raspaba uno de los lados del exágono formado a todo lo largo, cerca del latón que soportaba el borrador, donde se escribía el nombre del propietario. Era la seguridad democrática de entonces, para evitar la pérdida del instrumento de escritura. Este solo se reemplazaba por parte de nuestros padres cuando al sacarle punta empezaba a desaparecer la marca de seguridad o "sello antirobo" y los restos del borrador se hacían salir a juro, apretando la lata dorada con los dientes.

Los sacapuntas, generalmente de pasta, había que cuidarlos con esmero, para no tenerlos, con su cuchilla brillante pero sin filo. El secreto consistía en no soplarlos para retirar las "faldas de madera" que hacían con el envoltorio de la mina negra y asombrosamente débil de los lápices. Y era un magnífico "mecánico" el que lograba soltar el tornillo, afilar la cuchilla en una piedra y volverla a colocar, con buenos resultados. Generalmente, esa cuchilla, no volvía a servir.

El lápicero, rojo o azul, se compraba entre los más económicos del mercado, pues para familias tan numerosas, el presupuesto escolar era muy corto. Muchas veces cuatro, cinco y hasta seis hermanos estudiaban al tiempo en la misma escuela.
Igual, no duraba mucho y había que surtir unas dos veces al año, con los nuevos modelos que siempre, desde entonces, están saliendo al mercado.

Alguna vez, cuando haciamos cuarto de primaria, se pusieron de moda unos estilógrafos baratos, pero innovadores para nosotros. La recarga de tinta era toda una aventura y cuadernos y camisas se convertían en lienzos de cuadros abstractos a manera de manchones.

El tablero, generalmente en madera y de dos caras, el que giraba sobre dos soportes redondos que lo asían al marco, pintado de negro -el verde vendría después- y con unas rayas horizontales como renglones, nos permitía escribir muchas cosas, hacer dibujos y practicar las multiplicaciones, restas y divisiones en los descansos posteriores al almuerzo, que abrigado en el fogón de la escuela, reeplazaba la vanidosa lonchera de ahora.

Cada escuela, cada región, cada alumno tiene un montón de recuerdos y circustancias sobre las cosas que había en cada pupitre y en cada salón de clases.

Que vengan esas remembranzas. Escriban. Ayúdenme a recordar.

Mientras tanto acomodo mis cuadernos, la regla, el lápiz y los sueños de siempre en la bolsa plástica que desechaban en la tienda, la misma bolsa que había sido empaque de deliciosas colombinas, con la muchacha sentada sobre la luna y que servía de maletín de útiles escolares, más eficientes que los modernos, hechos en telas "impermeables" que dejan mojar todo.
Mientras tanto, me voy entre añoranzas a copiar cien veces "no debo olvidar mis deberes escolares."

jueves, 26 de mayo de 2011

ANTES DE NACER.


La vida no comienza cuando se nace.
Se empieza a vivir, a sentir, a conocer el mundo desde el momento aquel, placentero casi siempre, de la gestación. Unidos los cuerpos de los padres carnalmente y unidas las semillas que cada uno aporta, comienza la vida.

Pero la mía empezó desde el día en que mis padres se conocieron. Por un lejano diciembre, el de 1948. Un poco más de siete años antes del nacimiento real.
A través de sus palabras, a través de todo lo que compartimos puedo estar seguro que viví con ellos antes de nacer. Aún antes de mi gestación. Y aún antes de su matrimonio. Quizá desde el momento en que se vieron por vez primera.

La señorita Blanca Graciela, había llegado esa tarde a Villa Paz, una vereda de Rionegro, acompañando a una amiga de su familia, maestra de ese sector, en plan de remplazar a otra maestra por unos días.
El galante y apuesto pretendiente –no son palabras mías- las tomé prestadas de los labios maternos, que se hacían cielo para referirse a él, vivía en una finca cercana al caserío, pero los fines de semana atendía la carnicería de allí que con una res completa, surtía el consumo de la semana de la región.

Parece ser que la atracción fue mutua e inmediata, iniciando a los pocos días una relación bien romántica, algo que se usaba mucho en el tiempo y en los corazones de los dos, amantes furibundos de la ternura, de los detalles, de las canciones, de las flores, de las caricias en palabras y del amor. Por eso por mi sangre corre esa costumbre que me impulsa a recoger una flor a la vera del camino para entregarla con el alma a quien me ama; a decirle una palabra bonita a una mujer o a cantar una poesía en cada mañana. Son cosas heredadas, así como tengo mucho de mis padres.

La semana pasó muy rápido y ella tuvo que regresar a Bucaramanga. Pero su corazón y su alma las dejó en ese muchachito campesino y rionegrano, que la ilusionó con su forma de ser. En su bolsillo quedó también un papel con la dirección de la casa en la ciudad, donde vivía con su hermana y su mamá, pero sin el apego cercano que si tenía por una prima de Florinda, doña Rosa Correa, a quien siempre consideró su mamá, a quien adoraba y que murió el año en que nací, sin poder conocer esas bondades de las que tanto me hablaría mi madre con el correr del tiempo.

Su noviazgo duró unos cuatro meses, con unas cinco o seis visitas furtivas del novio a los alrededores de la casa, viéndose a escondidas en una tienda, conversando no más de quince minutos, pues el celo de sus parientes era extremo, tan grande como el amor mutuo que sentían.
Todo esto aunado a la nostalgia que produce la lejanía, le hicieron soltar a él la petición de “¿te quieres casar conmigo?”, con una respuesta afirmativa de ella y el pensar en hacerlo a escondidas y en Rionegro.

Así que una mañana de lunes, Blanquita madrugó a misa de seis, acompañada de una vecina amiga de Florinda, a quien mandaban de cuidandera. Mi mamá se ingenio para que le hiciera una averiguación por los alrededores de la Sagrada Familia mientras ella la esperaba en la iglesia.
Apenas la señora volvió la espalda, la niña se fue al 4-3 –la estación de los taxis que viajaban al pueblo- y con una bolsa en la que llevaba un par de vestidos y que había sacado de la casa el domingo en la tarde, dejándola escondida en uno de los confesionarios de la Catedral, emprendió ese viaje lleno de ilusión y de incertidumbre hacia el pueblo de su novio.

Allí la esperaba su negrito, quien la recibió con todo el amor y la llevó a una casa -por los lados de La Cruz- donde solía guardar los aperos de su caballo, dejándola sola en una habitación todo el día, mientras el hacía las gestiones necesarias en la parroquia para casarse al día siguiente.

Llanto y llanto fue la constante durante esas horas. Lágrimas de arrepentimiento por la locura de dejar a su familia y el deseo amoroso de unirse a su novio, acompañaron a mamá en ese “cautiverio” obligado por las circunstancias de no poder dejarse ver de nadie. En el pueblo vivían unas amigas y parientes lejanas de la mamá Rosa, lo que les creaba un miedo muy grande a ser descubiertos.
A la mañana siguiente, muy a las cuatro, y con el padrinazgo de Evangelina, la maestra que la había llevado a Villa Paz y de José Chacón, su marido, unieron sus vidas, de verdad para siempre, el martes 8 de Marzo de 1949.

Una vez oficiada la ceremonia religiosa, y de celebrarla con un desayuno, como era de usanza, partieron no a una luna de miel en la costa o a una isla paradisíaca, sino a su nuevo hogar, en la misma vereda y en la misma casa donde se habian conocido.

El cambio de vida para una niña consentida y de ciudad, de modales finos y acostumbrada a los mimos y caricias de su mamá adoptiva, enfrentada ahora a una región fría y lluviosa, a unas cuñadas (seis) que la miraban con cierta burla y celo, por haber llegado a la vida de su hermano mayor
Sus suegros, que distaban mucho de mimarla, además de echarle de vez en cuando sus puyas por su condición de mujer de ciudad, sin conocimientos de campo y sin habilidades para los oficios propios de este, se lamentaban de que su hijo no hubiese buscado una “cocinera de hacienda”, con la que según ellos habría casado mejor.

Mientras tanto, en Bucaramanga, buscaban a la hija, por cielo y tierra, tratando de imaginar cual habría sido el rumbo tomado. Como las comunicaciones entonces no eran fáciles -los teléfonos de Bucaramanga aún eran de dos cifras- fue bien difícil encontrarla.
Después de medio día se les ocurrió llamar a Rionegro y hacer preguntar al párroco si sabía algo de Blanca. El cura, al ver el nombre completo, dio constancia que la había casado esa mañana. Ya no había remedio. A tener calma y a esperar que volviera, algo que hicieron como a los tres meses, con cierto recelo, pero siendo bien recibidos.

Fue para mi futura mamá un periodo de tiempo muy difícil, pues aunque papá la consentía, no fue capaz de poner en orden a su familia, permitiendo que cada vez que estaba sola, sus hermanas y padres la trataran con cierto desdén, con comentarios y desplantes muy feos.
Fueron a vivir luego a una finca, paradójicamente llamada Valparaíso -como se llamaría la última finca de los dos, al pasar el tiempo-, en el borde de las montañas que rodean a Misiguay.
A casi dos horas de camino del caserío, -donde después estuvimos viviendo-, en una soledad terrible y con un paisaje siempre nublado, donde la única visión grata era contemplar la cascada de casi doscientos metros que forma el rió Salamaga, al despeñarse desde una laguna encantada en el Cerro de La Guaricha, para caer al pequeño valle que hay en la zona central del territorio misiguayense.

No es posible imaginar la pesadumbre y tristeza del cambio de vida que se ganó mi mamá al casarse y más grave aún, sin tener a sus seres queridos al lado y sin poderlos visitar, contando solo con la presencia y el apoyo de su esposo que en esto último no era suficiente.
Unos meses después, mi papá en ciernes, fue nombrado Inspector de Policía en Galápagos, un corregimiento de la zona occidental de Rionegro, sitio donde las violencias, política y borrachoveredal, campeaban todos los días trayendo angustias en las horas vividas por Blanquita.
Cada fin de semana, era común levantar uno a más cadáveres de residentes allí o de algún parroquiano que apareciese por esos lares, además de encerrar algunos borrachitos que se ponían de ruana el caserío. La hombría del nuevo inspector fue probada el domingo siguiente a su llegada por un par de hermanos que acostumbraban, por deporte, sacar corriendo a los nuevos funcionarios de la ley.

Enfrentados con tranquilidad, pero al mismo tiempo con su fortaleza, zanjó la dificultad y acabó con la costumbre de probarle las “güevas” al nuevo corregidor, al punto que después se convirtieron en amigos, no solo de palabra, sino de hechos, respaldando su labor y ayudando a que reinara un poco de paz en esa zona.

De su permanencia en Galápagos, famoso por que en su jurisdicción se encuentra el famoso “León Dormido de América”, -según estudiosos, un volcán apagado-, Mamín conservó siempre una hebilla para cinturón, fabricada en plata y que le regaló Gabriel, un amigo entrañable que tuvo en esas tierras y que murió poco tiempo después de la renuncia de mi viejo al cargo de inspector.

Debido a la violencia política del año cincuenta, aún fresca la muerte de Gaitán, la situación se puso más tensa y prefirieron regresar. Fueron unos ocho meses de valentía para enfrentar situaciones a las que mi mamá no estaba acostumbrada.

Por entre las circunstancias de espacio y de tiempo, que rodeaban sus vidas, con residencias en la Colina, en Galanes, una vereda vecina a Berlín y al Valparaíso de ahora, y en Villa Paz, fueron pasando los años, hasta lograr Flaminio emplearse en el Tejar Moderno.
Era una empresa ladrillera de la zona sur de Bucaramanga, cuando el sur llegaba hasta la Pedregosa, y que surtía en buena parte a los constructores de mediados de los cincuenta. Así que nos fuimos a vivir, -yo ya venía en camino-, a una casita humilde en los alrededores de la fábrica, en los terrenos que hoy corresponden al barrio El Portón del Tejar, cerca del almacén del Exito Oriental.

Allí empecé a crecer en el vientre de mi mamá, causando una alegría inmensa en mis dos seres más preciados, pero generando también una incertidumbre en los ellos, por las dificultades de la gestación y del embarazo en si.

Mientras papá pasaba los días trabajando en un camión repartidor de ladrillo, mi madre esperaba mi crecimiento dentro de su barriguita y empezaban a hacerse ilusiones con su retoño.
Ganó mi papá, en el deseo que fuera un niño y dejó a mi mamá la libertad de escoger el nombre. Jesús por el milagro recibido y Antonio – me lo confesaría mucho tiempo después – en honor al primer amor de la escuela, un tocayo de San Andrés, hoy gran escritor y miembro de la Academia de Historia.

En un parto relativamente tranquilo, atendido por la señorita Rosa, una enfermera grande y gorda, que después conocí como dueña de la casa en la calle 28, llegué a contemplar la luz del sol por primera vez, antes de que este rayara por el Picacho, a las cuatro y treinta de la mañana de un sábado de Mayo.
Era el día 12 del mes de las madres, del año 56. Como regalo anticipado para el día especial y envuelto, no en la placenta, sino en una cinta roja que decía: PARA MI MADRE CON TODO CARIÑO, empecé mi contacto directo con este mundo.

La alegría grande de verme en la cuna, regocijó a mi papá y empezó ahí una relación papá-mamá-hijo que se convirtió después en una amistad de las buenas, especialmente con mí viejo, con quien compartí muchos pasos por los senderos de nuestro Santander. Por caminos campestres, en mañanas, tardes, noches y amaneceres, sobrios o ebrios, felices o tristes, pero juntos siempre, al compás de sus “Cuatro Milpas”, una canción que siempre silbaba o tarareaba mientras nos comíamos las distancias.

De Bucaramanga, y al poco tiempo de nacido, fuimos a vivir por unos días a Galanes, en una finca de mi abuelo, mientras mi mamá presentaba una solicitud a la Secretaría de Educación para ingresar otra vez al magisterio, del cual se había retirado por el embarazo, en una época en que no existía el seguro social y menos las licencias de maternidad.
Fue así como después de idas y venidas a la Gobernación, le comunicaron el nombramiento como maestra en propiedad de la escuela Rural de “La Chapa”, una vereda del municipio de Encino, en los límites sureños con Boyacá y distante seis horas a caballo desde Virolín, un caserío que esta adelante de Charalá, hasta donde se podía ir en carro. Para la época, eso era la otra punta del mundo.

Se hicieron maletas, se amarraron trastes y con la ilusión de volver a trabajar nos enrumbamos hacia un territorio desconocido, llevándome en brazos y recorriendo en un día entero la distancia entre Bucaramanga y las postrimerías de Santander, llegando casi al anochecer a un caserío pequeño, a instalarnos en una casa compartida con otra familia y a sufrir las inclemencias de un clima casi siempre lluvioso y muy frio.

Prontamente mis papás se hicieron al ambiente de la región. Con más facilidad mi papá, por ese espíritu aventurero y echao pa´lante que tenía. Empezó a congeniar con los vecinos y a colaborarles con remedios que solo el sabía, destinados a curar reses y cerdos del "Mazamorrón", nombre popular de la Fiebre Aftosa y que el sanaba con un rezo, algo increíble, aunque infalible.

Con fórmulas especiales para los dolores de estómago en las personas, con rezos para espantar el zorro come gallinas y muchas otras “especialidades” que lo hicieron apreciado en la zona, al punto de llamarlo “doctor” y de no permitirle siquiera el pensar en un traslado para mi mamá, algo que ya habían previsto.

Tuvieron que hacerlo calladamente, viniéndonos mi mamá y yo primero, regresando mi viejo por los “cutes”, explicando que era una decisión unilateral del Secretario de Educación.

El cambio de territorio se hizo porque las condiciones de vida no eran las mejores. Era una región muy pobre, incomunicada, de un clima malsano y la convivencia con la otra familia causaba inconvenientes malucos, como los de hacer el almuerzo en el mismo fogón y ver que al servirlo, la carne que se había echado a la olla de nuestra sopa había pasado “misteriosa y automáticamente” a la olla de nuestros cohabitantes.

Así que para evitar males mayores, se prefirió el regreso, esta vez a las laderas de la Mesa de los Santos, donde encontré el somnífero patrio de las tardes, -me dormía con el Hinmno Nacional de las seis de la tarde, en Radio Sutatenza- mientras mi mamá manejaba un grupo de alumnos que se convirtieron en ahijados casi todos, en una misión católica que hubo en esos días.

Mi papá mientras tanto, pescaba en el Chicamocha, acompañado de sus catorce compadres y con quienes muchas veces tuvo que ayudar a rescatar conductores heridos o muertos, de los camiones que en esa época, con frenos de guarapo, no eran capaces de tenerse en las faldas de Aratoca y se despeñaban hasta el río.

En estas tierras, llenas de ventiscas secas y tediosas en las tardes, las mismas que hoy ven pasar sobre ellas los cajoncitos del cable que une a Panachi con La Mesa, comienzan los recuerdos físicos de mi vida, los que recogió mi memoria paso a paso y hoy se amontonan en mi mente y que quise plasmar en unas cuantas hojas de papel para que no se olviden al partir.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Mi vida.... voy en cincuenta y cinco.

Ya dió otra vuelta de las largas en torno al sol, la tierra.
El calendario ha mostrado de nuevo el doce de mayo. Otra vez a cumplir años, gracias a Dios.
Cincuenta y cinco veces lo he hecho. Y es bueno hacer un repaso de este y de todos los años vividos.
Al revisar el archivo, ojeo un visto bueno, un chulito, en la sección de vida feliz.
Si, no importan algunos altibajos, en general, se puede chulear ese renglón.
Se vivió una niñez campesina -y lo digo con orgullo- sin mayores sobresaltos que aquellos que parecían el acabose del mundo. No poder jugar una tarde por alguna fiebre inoportuna, no poder tomar el refresco deseado, no contar con un juguete que se había pedido. Pero eran los "problemas" simples, triviales, pasajeros.

Con unos padres que estaban pendientes de mi, cariñosos y querendones pero no alcahuetas, comencé mis pasos.
Y crecí. Fui un alumno de escuela en el campo. Berlín y Misiguay, en mi Rionegro querido, bajo la enseñanza cariñosa y rígida de mi madre, que también fue mi maestra.
Momentos inolvidables, compañeros que se quedaron para siempre en el alma.

Luego, a estudiar a la ciudad, el bachillerato me llamaba. Un paso fugaz por el Salesiano y luego al Dámaso Zapata. Nos graduamos como Mecánicos Industriales, pero realmente lo que me gustaba era el Dibujo Técnico. Con el, empecé a cranear un negocio de publicidad. De allí, también buenos compañeros y unos cuantos profesores para tenerles gratitud eterna.

Cuando se acabó la bella época de la secundaria, pasé por mi único empleo dependiente de un salario. En la gaseosera de las letras enredadas, donde también aprendí y disfruté.
Luego, a estudiar en la Unab, una carrera administrativa que no era mi pasión. La mía, la que siempre soñé estudiar, la Ingeniería de Vias y Transportes, se quedó en la carpeta de los imposibles en una vuelta del destino que pasó por la Iglesia del Divino Niño, de donde salí casado, cuando comenzaban las vacaciones del último año de bachillerato.

Y con la publicidad, que me atraía y me gustaba, para darle un regalo a Leonardo Enrique, mi primer hijo, fabriqué un bus en miniatura. Eso se volvió mi hobby y parte de mi trabajo. Son muchos los carros que mis manos han hecho desde una fotografía y enamorando la madera.
Con ellos y con los avisos y diseños, fui llevando por olas tranquilas, un hogar donde crecieron también Gladys Fabiola y Silvia Liliana, mis niñas menores.
Mi viejo Flaminio se había ido en 1984. Mi madre, Blanca Graciela, nos acompañó hasta el 92.

Después, cuando los hijos crecieron, apareció la soledad.
Entonces viajé. Fui a vivir al llano colombiano. Yopal también me enseñó. Y mucho.
Allí supe lo que es pasar un día entero sin comer un bocado, de nada. Y no fue una sola vez. Allí también, alguien robó mi trabajo. Pero aprendí. La fortaleza del espíritu se forja con las dificultades. Nadie aprende en un nido de algodón.
Yopal también me mostró amigos verdaderos. Y eran de tierra extraña.

Alguien, que juraba que ese era el fin de mi destino, se tuvo que tragar las palabras, que no eran dulces ni suaves, como decía la cartelera.

Y sobreviví.

Regresé a mi tierra, a darle otra vez vida a PublicAB. Y mis pasiones, los avisos y los carros, continuaron brotando de mis manos.
Mis gustos, escribir, pintar, hacer teatro, ahora también son mis compañeros.
Algunos seres, unos poco gratos, pasaron por mi vida. Y se marcharon.
Hasta que la vida y la suerte, dieron una vuelta y volvieron hasta mi. Volví a encontrar el amor. En tierras antioqueñas, a donde viajé y donde estoy. Viviendo y dejándome querer. Aquí, donde mientras cumplo un año más, no me dejan trabajar para poder consentirme.

Tal vez, alguna o muchas veces, he equivocado el rumbo. Puede ser. Y los senderos con dificultades, con espinas, sintieron mi caminar. Pero fueron senderos de aprendizaje.
Nunca se podrá saber que hubiera sido de la vida si se dejó un camino y se tomó otro. Jamás. La realidad está en el presente. Esto es lo que he vivido y está bien. Al frente está otro resto de vida para trabajar, disfrutar, para vivir.

Como le aprendí a mi viejo alguna vez: "De eso no se muere nadie", hablando de las penas de amor. Esa frase es una buena medicina. Sin embargo, no la tomé cuando en otras ocasiones la necesité.
Ahora, mi gratitud para quienes me han visto crecer, aprender y vivir. Par mis amigos,los de antaño y los de ahora; para mis hijos que siempre han estado conmigo. Para Vicky, que desde hace seis años y un poco, está a mi lado de corazón, de cuerpo y alma.
Mis viejos, a los que saludo cada mañana mirando al cielo del oriente, ese que cubre a mi Rionegro, a mi Bucaramanga, saben que me siento orgulloso de lo que he vivido, quizás no lo que otros quisieron. Es la vida que escogí, solo yo soy el culpable de haber vivido como se me ha dado la gana. Y me siento feliz. Por eso hay un visto bueno en ese renglón de mi existencia.

jueves, 5 de mayo de 2011

EN TU CUMPLEAÑOS, TIERRA MIA.....

Rionegro querido, entre las laderas de fértil sustento
haces que te quiera con cariño eterno, de ese verdadero...
tus calles me guardan los cuadros de siempre,
desde aquella infancia
que tiene nostalgias y alegrías plenas...
me lleno de dicha, de orgullo, de patria,
cuando cuento al mundo que soy de tu tierra...
que entre las montañas de una cordillera
hay un nido hermoso que enamora el viento..!

Me siento feliz cuando desde lejos,
llego a tus vivencias y la mente vuelve
a vivir secretos de alguna mañana,
que pasé por ti, rumbo a la esperanza
de tenerte altivo, erguido y triunfante...
porque en mis ancestros figura tu nombre
guardado con celo, con amor de hijo,
el que me eseñó mi padre
poco con palabras y si con ejemplo.

Rionegro, mi infancia fue tuya...
también esos años de la adolescencia,
y los tiempos cuando se maduran
la vida y los sueños de la vida adulta.
Hoy, desde otras tierras
te tengo en mi mente y en mis añoranzas...
debo agradecerte que me has dado abrigo,
que en tus campos viven
mejores recuerdos....
que fuiste labranza
donde mis viejos
sembraron mi esencia.


Con el cariño de siempre, en tu cumpleaños.... pueblo mío.

martes, 3 de mayo de 2011

Trozos de mi vida.... Misiguay, fútbol y radio

En Misiguay, a la par con mis estudios, mi papá seguía muy empeñado en el bienestar de la vereda, empezándose a gestar su electrificación. Se buscó en la capital de Santander la ayuda necesaria y se comenzaron los trabajos. A pesar de que inicialmente solo habría luz en las casas del pueblito y en la escuela, toda la gente colaboró en esta ardua labor.
Los postes fueron donados por los dueños de las fincas, entre ellos mi papá, que regaló unos veinticinco, casi todos en topacio, una madera especial para esto, muy fuerte y eterna. Las labores se hacían los sábados, con jornales de cuenta de los vecinos y el almuerzo – carne asada, yuca y ají, pasados con guarapo fresco – era donado por los tres líderes de la comunidad: Alonso Rodríguez, Gilberto Rueda y Flaminio Báez. Procesado desde la madrugada en la escuela, era llevado en ollas por los obreros hasta el frente de trabajo. En algunas ocasiones se coincidía con algún transporte y el camino se hacía más corto.

Cada domingo mi papá, papel en mano, comprometía a cada residente con uno o dos jornales para el sábado siguiente, cuando muy a las seis de la mañana partían, inicialmente hacia El Bambú, para abrir la trocha, hacer los hoyos, parar postes y luego ejecutar el tendido de la red, todo esto con la asesoría de la Hidroeléctrica del Río Lebrija -asi se llamaba la empresa-, que enviaba un par de técnicos y una camioneta.

Todos los postes traídos desde la montaña de la parte alta, se transportaron a veces con la ayuda del río Salamaga, que en sus aguas alivianaba el peso, otras al hombro de veinte hombres y en muy pocas ocasiones en los camiones de la empresa de energía. Hay que decir que fue un trabajo extenuante, largo y peligroso, que después de más de un año de esfuerzos sabatinos se hizo realidad al poder ver encendidas unos focos que se veían raros y encantadores.

Después, ya con más ayudas por parte de la Caja Agraria y el Comité de Cafeteros ésta y muchas veredas tuvieron en cada casa la corriente eléctrica que cambio sus vidas.
Con una carretera más estable y con luz, la zona veía los progresos y se aprestaba a celebrar los hechos históricos de aquellos tiempos. Primero, la venida del papa Pablo VI que tuve que anunciar por dos horas seguidas desde la campana de la escuela y gracias a la emoción que le causaba a mi madre un acontecimiento de esta índole. La llegada del hombre a la luna que vimos –mirando la luna- y oímos por radio desde el escaño de cucharo y guayabo donde Yolanda me consentía el brazo. Mi papá siempre consideró esto, una mentira más de los gringos embaucadores y “encaramapingos”.

Los fines de semana y ante la ausencia de hermanos para jugar o para pelear, en las mañanas me imaginaba una emisora que solo yo escuchaba y con la música que tenia en discos de 78, 45 y 33 rpm, ambientaba desde las siete y media, esta parte del domingo, con cuñas incluidas, sacadas de Deporte Gráfico o de El Espectador y Vanguardia Liberal, periódicos que no faltaban cada lunes de mercado en las viandas que mi papá llevaba a casa desde Rionegro, al igual que un tarro de galletas Macarenas que hoy todavía me saben a cielo y a papá.
La emisora se llamaba “La Voz del Salamaga” y los estudios eran el salón de clases, con sus ventanas, y algún pupitre como consola. Con el tocadiscos de maletín JVC Nivico, que en un cumpleaños me regalaron mis papás en Berlín y que serviría después para oír la música romántica de mis comienzos de adolescente, creaba en mi mente lo que podía y que había aprendido de la radio, de vistas furtivas en la ciudad a La Voz Panamericana, a Radio Atalaya o a Radio Bucaramanga. Fue algo que pudo haber servido para más, pero que por circunstancias y condiciones de tiempo, lugar y época, solo servia para entretenerme un rato.
El programa, Mañanas de Domingo, terminaba a las nueve y media, cuando llegaban los compañeros de la escuela y empezábamos a balonear en la cancha, fabricada con nuestras propias manos y con muchas ganas de ser los mejores futbolistas.

Por un lado las conversaciones con Elsa Triana, quie había llegado como profesora de un par de grupos y el arribo de Álvaro, un primo de mi mamá, al que no se aguantaban por jodón y maleducado en Bucaramanga y que llevaron para que cursara el cuarto de primaria, cargando con él una pasión tan grande por el fútbol, me fueron entusiasmando con la idea.

Saqué del olvido un balón que teníamos desde Berlín y empezamos esa fiebre por el balompié, no solo jugándolo, sino escuchando y leyendo todo lo que podíamos sobre ese deporte que antes casi odiaba, cuando al buscar una emisora musical una tarde de domingo, las encontraba todas llenas de locutores de lengua enredada y gritando los goles con el parecido a un aullido de dolor.
Por ahora el entusiasmo no me hacia ver sino goles, balones y jugadas. Armamos los arcos con postes de cucharo y los soportes de la malla con rastras de madera, demarcamos la cancha con cal y a jugar, sobre todo ese sesenta y ocho y el año siguiente cuando terminaría la primaria.

Formamos dos equipos, Millonarios y Santa Fe,-aun no entiendo porque, con el fastidio que le tengo a los equipos bogotanos- y organizábamos campeonatos semanales. Generalmente éramos campeones los azules -los que más odio-, tal vez porque habíamos cuadrado mejor las fichas de juego. Las fechas no se jugaban, solo por esos aguaceros tan fuertes y tan seguidos que solían caer en las tardes.
En dos ocasiones suspendimos, o mejor, suspendió mi mamá el campeonato. La primera a raíz de una patada voladora que recibió Álvaro, de Heriberto Landazábal, que le puso a blanquear los ojos y a tenerse la garganta jurando que se la había partido en dos.
La otra, más larga y con más autoridad al suspenderlo, la causé yo mismo.
Habíamos planeado que al comenzar el partido de una final, al tocarme el balón en el saque, fingiera al recibir la marca, un fuerte golpe en el tobillo. Así fue que vino José Gelves por el balón y me di la maña para que me tocara. Y ahí mismo al piso, dando cinco o seis vueltas en rollo sobre el campo. El árbitro, que siempre era Nora Rincón, pitó la falta y cuando se iba a cobrar, llegó mi mamá y cogió el balón, fue hasta el armario de la ropa y con llave por tres meses. Ella pensaba que le habían partido la pierna a su hijo y tomó la drástica decisión. Confieso que mentí, no me tocaron el tobillo y además me sobreactué.

En esta temporada sin fútbol, nos armamos de machetes y hachas, recogimos unas buenas vigas de cucharo y llenamos la cancha de los llamados juegos infantiles, pensando en toda la muchachada que venía detrás de nosotros. Había columpios, machín machón, y pasamanos, con los que no solamente los pequeños, sino nosotros nos entreteníamos al principio en los recreos.
Pero la falta de juguetes, porque según la edad -doce años-, ya no me debían comprar más carros, me hicieron pensar en la posibilidad de hacer uno de madera.
Armé un camión de unos ochenta centímetros de largo por unos treinta de ancho, lo pinté de amarillo y negro y lo convertí en mi orgullo para jugar en los recreos. A los compañeros se les hacía ojos el camión, así que algunos me pedían se lo alquilara. El único que me hizo “competencia” fue Jorge Delgado, hijo de un amigo de mi viejo, quien construyó un camión que tenia por ruedas unos carretes de hilo que usaban para remendar ropa en su casa.

Por diez centavos el viaje, que consistía en ir por detrás de la escuela hasta la cancha, darle la vuelta y regresar; o de cincuenta por el recreo completo, me entusiasmé a fabricar otros dos que me permitieron volverme empresario del transporte a muy corta edad. Quizás fue el primer intento para construir carros, lo que he hecho después con más dedicación, técnica y logros, así se me hubiera quedado pendiente en esta vida, el tener una fábrica de carrocerías para bus.

Pasado un tiempo, ya no jugaba, sino que me dedicaba a cobrar los alquileres de mi flota de camiones. Todos eran de igual color y se veían muy bonitos surcando el suelo de los alrededores escolares. Cuando tenía presupuestado conseguir los materiales para un cuarto camión, nos levantaron la sanción del fútbol y acabamos con los juegos infantiles, restauramos la cancha y otra vez a jugar un partido por recreo.
Los descansos del medio día después de almorzar, los empleábamos en correr al borbollón, un pocito natural que había abajo de la escuela, en el Salamaga y que en una época arreglamos con piedras y ramas, de tal manera que parecía una piscina y donde impajaritablemente nos zambullíamos entre las doce y la una de la tarde. Llegábamos a clase escurriendo agua del cabello y poniéndonos la camisa.
Algunos sábados, se organizaba el paseo general con maestra incluida después de media mañana, y con miradas furtivas con nuestras enamoradas, porque ya eran varias las parejitas en acción. Así, Alfonso Araque con Maria Antonia Caicedo, Albán con Teresa –la hermana de Toña- Chucho con Luz Marina entre los que me acuerdo. Aún eran tiempos de noviazgos sutiles y muy recatados, sin pasar de lo que se consideraba normal. Pensar que hoy, lo “normal” es que se tengan relaciones sexuales en los inicios de cada romance.

sábado, 30 de abril de 2011

Un amigo que se va.

La primera noticia de su partida, la supe esta mañana por su nieta Laura, que desde Australia, pedía por su descanso en paz. Ya estaba enterado del deterioro de su salud, por un mensaje en FB, esta vez de Mónica Liceth, otra de sus nietas.
Entonces, como sucede cuando se va un amigo, comencé a hilar recuerdos.
En los comienzos de los años 60´s, cuando llegamos a Berlín, los transportadores que hacían tránsito por allí, viniendo desde La Colina, empezaron a ser muy cercanos, por aquellos viajes semanales hasta Rionegro.
Noté que mi papá era amigo de ellos. Para mí, un niño al que le gustaban los carros grandes desde ya y por siempre, era motivo de orgullo que su papá fuese su amigo.
Con el tiempo, mi viejo me fue contando que lo eran desde muy jóvenes, casi desde niños. Alirio Blanco, Victoriano y Antonio Machuca, eran partícipes de muchos de sus momentos.Y me relató anécdotas de sus viajes, de su compartir con ellos en el pueblito frío y amañador de los ancestros. Me contaba de don Aristídes y doña Natividad, de lo que significaba aquella familia para la región.
Ver a Don Antonio, con su sombrero, su amabilidad y su buen humor, detrás de la cabrilla de aquel inmenso Chevrolet 600 que por un tiempo fue "el lechero de La Colina" me hacía sentir como viendo una película de aventura, donde el protagonista se vuelve nuestro ídolo.
Cuando crecí, me di cuenta de que su trabajo, su honestidad y su tesón, acompañado de la dulzura de su inolvidable Aminta, sirvieron para sacar adelante una familia con una buena crianza, con valores morales y con responsabilidades laborales, que hoy se van extendiendo en sus nietos y que seguirán en muchas generaciones. Esos son los ídolos que se deben admirar. Y son ídolos de estirpe sencilla.

Lo vi conduciendo muchos carros, de diferentes modelos y marcas. Entre otros en un automóvil Chevrolet 61, azul, de la Empresa Rionegro, cuando nos invitó el pasaje para celebrar el primer viaje a Bucaramanga. En una buseta Dodge 71 de Lusitania, una mañana que iba para Misiguay, buscando nuevas rutas. Allí llegué, en un sábado de descanso del colegio, a contarles a mis papás que había viajado con Don Antonio Machuca.
Cuando se encontraban en Rionegro con mi madre, conversaban un rato de sus familias, él preguntando por su ahijada Luz Elena, mi prima. Mi mamá averiguaba por su hija Gladys, que ya estaba en el convento, siguiendo sus enseñanzas de servir a la humanidad, algo que le agradaba por ser hija de un amigo y por sus sentimientos religiosos.
Unos días antes de venirme a vivir a Medellín, me lo encontré en el parque de mi pueblo. Con un tinto en la mesa, en el viejo 5 y 6, conversamos un rato. Le conté que estaba escribiendo un libro con reminiscencias de mis viejos y sus amigos. "No olvide decir que fui fundador de Lusitania y que hicimos mucho por La Colina" me dijo sonriendo. Eso no se olvida jamás, Don Antonio. Ni su amistad con mi familia. Son virtudes de un ser bueno, que se llevan por siempre en el corazón.

Hoy, se vuelven a encotrar en el cielo con mis viejos. Hoy que mi papá está de cumpleaños. Seguramente se confundirán en un abrazo con Flaminio y le contará como han cambiado las cosas en este mundo. Aunque lo que no ha cambiado es el sentimiento de gratitud que se tiene con los amigos. Por eso, por ser amigos. Y Antonio Machuca lo fue y se merece que hoy, cuando ha partido hacia lo eterno, apartemos un trocito de la vida para honrar su memoria. Descansa en paz, amigo..!

sábado, 23 de abril de 2011

"LA PLUMILLA DE TU PUEBLO" Segunda parte de: Un cuento pintado en realidad.

En esa avenida que ha parecido siempre una montaña rusa, repleta de transeúntes, carretillas, mendigos, bultos, buses, aromas de basura; con un poco de miedo se bajó de aquel taxi gris que tal vez alguna vez había sido una patrulla y buscó la parada de bus más cercana, para esperar uno que la llevara por los lados de su casa. Ya la tarde avanzaba calurosa.
Almorzó recordando que precisamente al compartir un almuerzo, un día de trabajo previo al inicio de las festividades de la ciudad, se enteró de los sentimientos que la traían entre feliz y preocupada.
Fue una confesión rápida, directa, concisa. Sin rodeos. Casi se atraganta con aquel pedazo de solomo asado que acababa de recibir. Y la explicación a ese regalo fue la pincelada final en ese cuadro de declaración de amor. La que marcaba el comienzo de un romance que se hacía imposible. Pero existía. No podía negárselo, ni olvidarlo. Por eso la mañana y parte del medio día lo había destinado a crear un detalle que quizás con el tiempo se podría convertir en un recuerdo. Por ese amor que inundaba su sentimiento, sin dejarla pensar en el mañana.
Dio las gracias a su mamá por la vianda, pasó por el lavabo y en el espejo, volvió a sonreir. Y notó que sonreía con picardía, con esa alegría que sienten los enamorados.
Se dejó caer sobre la cama, pensando en una reunión de trabajo que a las cinco de la tarde le dejaría verlo nuevamente, entregarle todo lo que había en aquella hoja de opalina, contarle sus aventuras en el pueblo para que algún día, con ellas, escribiese un cuento y seguramente sonreir mucho ante los ojos pequeñamente incrédulos del ahora dueño de su sentir.
Despertó con el tiempo justo para alistarse y buscar un transporte hacia la sede del evento. Buscó ágil, pero sin angustias, un jean que sabía a él le gustaba verle y el buzo crema con el estampado tropical que le trajo su hermana de las islas.
Salió presurosa y recorrió las tres cuadras que separaban la casa de aquel parque que se parte en dos para dejar pasar el tráfico que va o viene a y de la frontera.

Cuando llegó al inmenso lote que se iría convirtiendo en un pueblo gitano, consiguió decidir que solo le entregaría "la plantilla de tu pueblo" al terminar la reunión.

Se saludaron como de costumbre, sonrientes los dos y se integraron a sus compañeros para discutir mil temas de la organización. Eran casi las ocho de una noche llena de estrellas, sospechosamente cálida en un septiembre lluvioso y frío. En la terraza vieja de lo que alguna vez fue una fábrica de refrescos muy famosos, que se usaba como tarima de espectáculos y contemplando en la avenida el paso agitado de quienes regresaban a sus casas después de trabajar, le preguntó sin dudas y sin darle tiempo para pensar, que era lo que más quería de su pueblo. Sonrieron, mientras en los labios y en la mente de él, patinaban palabras que peleando, querían ser cada una, la primera.
Entonces dijo que la gente, que el río, los recuerdos de infancia, que los paseos de la mano de su padre en días de mercado cuando chíco, que los carros, que la iglesia...
No lo dejó seguir con el listado de sus gustos. Mientras el acomodaba las palabras, ella fue sacando de la carpeta, si, de esa misma carpeta de colegio, aquella hoja donde habia impregnado, mezclándolos; la tinta, los trazos, su corazón y su alma, en una imágen que hablaba sola.
En su mano derecha estaba ese cuadro exclusivo, único e irrepetible. Con la izquierda rodeo la espalda ancha de su amigo, mientras su voz en un arrullo eterno le decía que lo amaba desde siempre y ese siempre no tenía ubicación ni en el tiempo ni en el espacio.
Callado, sonriente, extasiado, entretenido y solemnemente grato, mientras escuchaba esas palabras que parecían una balada de amor, sintió que sus ojos se encharcaban de alegría. Algo que nunca pudo controlar y y por lo que muchas veces recibió críticas a sus lágrimas. Ahora un par de ellas, reflejaban en sus mejillas bajo una luna cancionera, que de su corazón estaba brotando un manantial de gratitud.
Se quedaron un buen rato contemplando ese pedacito del pueblo trazado con cariño, mientras le contaba las peripecias del viaje esa mañana, la bondad del pueblo, el detalle del sol iluminando cielo y pueblo, todo porque quería regalarle algo que nadie nunca pudiera repetir.
Aún se oía el conversar de los trabajadores que preparaban casetas y tablados. Creyeron prudente despedirse y marchar cada uno hacia su casa. La ilusión pensada y soñada, estaba cumplida. La obra, la iglesia de ese pueblo ahora consentido por ella también, pintada con amor, con dedicación por sus manos generosas, ya era de su propiedad. No sabía que iba a seguir de ahí en adelante. No era fácil tejer tantos sueños en un telar que tenía "dueña".
Habría que superar momentos y esperar que sus ratos compartidos pudieran volverse eternos.
La vida siguió. Las horas y los días se convirtieron en historia, mientras iban llegando otros. Las fiestas de la ciudad empezaron, llenaron de alegría a la gente y también se fueron. Solo quedaba el eco del bullicio y los saldos de una semana diferente.
En una carpeta de cartón que tomó de la oficina ferial, guardó aquel dibujo ensoñador, para llevarlo hasta su casa cuando fuera el momento. Después, allí permaneció escondido por un tiempo, porque mientras en y para el resto del mundo era una obra de arte, en esas cuatro paredes lánguidas y sin mañana, se convertía en un pecado. Su dueño no se atrevió a mostrarlo, simplemente lo dejó entre las zarzas de una rutina silente y dañina que venía destrozando todo.
Lo alcanzó a imaginar enmarcado con molduras de cedro y arabescos dorados, como se usaba entonces y al frente de la sala de su apartamento. O tal vez sería mejor un marco lineal con prolongación de fique, como había visto uno en la galería. No sabía como lo iba a lucir en el tiempo por llegar. Eso sería un acuerdo mutuo con su otro corazón.
Y guardó también un prudente olvido pasajero para no llenarse de tantas ilusiones, que parecían borrosas en un horizonte oscuro y fantasmal.

Una noche, mientras entretenía las horas aliviando el trabajo magisterial de la mamá, le restregaron los pecados. Y entre los sacrificios que quiso hacer para salvar un navío que ya venía condenado desde siempre al naufragio, tomó en sus manos "la plumilla de tu pueblo" que le alcanzaban y se dejó imponer la orden de acabar con ella "para que se borren los recuerdos de la intrusa". Nunca supo la ignorante, que ahí, justo en ese instante, el recuerdo se volvería eterno; invisible pero permanente.
Temblando con las manos que la sostenían por última vez, recibió las lágrimas que caían de unos ojos tristes. Esta vez eran de rabia y de tristeza. Y empezó a sentir, porque ya había tomado vida, que su dueño rasgaba su cuerpo de papel y su imágen de tinta y de ternura. Si piedad, porque la piedad ahora estaba en el barco lastimero, esas mismas manos que alegres recibieron su existencia, ahora degarraban sin razón su corta vida.
Tristes pedazos de un papel querido y de un amor que había que matar cuando apenas nacía, resbalaron de unos dedos inermes, cruelmente quietos y culpables.
Eran mis dedos, mis manos que ingenuas querían con este crímen al arte, revivir algo que por un tiempo agonizaría hasta morir.
"Se puede tornar, por amor, en un imbécil", leí alguna vez en un viejo cuaderno donde mi abuelo guardaba de su puño y letra, frases que oía y que le parecían sabias. Y si que lo eran.
Y el imbécil, ahí, fuí yo.

miércoles, 20 de abril de 2011

ESTO PARECE UN CUENTO

En medio de un mundo moderno, agitado y casi que obsesionado por el dinero, suceden cosas que nos dejan literalmente con la boca abierta y la mente dando vueltas.
En dias pasados recibimos una invitación a un paseo en el que estaríamos compartiendo con todos los miembros de las familias directas de una pareja matrimonial amiga y muy querida. Hasta ahí no hay nada de especial, ni siquiera en el desenvolvimiento natural de la ida hasta una finca en un municipio cercano, alquilada especialmente para este fin.
Solo que en nuestras disquisiciones con mi esposa hacíamos conjeturas sobre dicha invitación y sus causas y consecuencias. Llegamos a pensar en un retiro espiritual, dada la cercanía de la Semana Mayor y la religiosidad de la familia. Pensamos también en el compartir de los amigos a sus familiares de una nueva etapa en su vida de pareja. O talvez, simplemente el integrar a la parentela en un día de recreo y sol, piscina y almuerzo, palabras y sonrisas.
Como no había una certeza del motivo, dejamos que pasara el tiempo y llegara ese domingo especial, mucho más si lo era en las costumbres católicas con la conmemoración de la entrada de Jesús a Jerusalen.
Algunos de los invitados viajamos la noche anterior para adelantar la llegada de toda la tromba de invitados que estarían arribando al promediar la mañana dominguera.
Al calor de unos aguardientes, saboreando unas ricas "costillitas" y conversando de esto y de lo otro, además de un sueño placentero, se fue una noche medio lluviosa, que presagiaba un domingo también frío.
Pero las primeras horas de la mañana nos mostraron que este, sería un día seco, con un sol un poco tímido pero con el cielo bastante despejado, algo bueno para que la mayoría de la muchachada disfrutara de la piscina.
Hubo casi una total colaboracón entre quienes nos fuimos adelante para ayudar a preparar el desayuno de quienes fueran llegando, desayunamos nosotros y esperamos que los minutos pasaran para encontrarnos con los demás invitados.
A estas horas del paseo, todavía no se dilucidaba el porque de este "pic-nic" que disfrutábamos ahora. Ni quienes ya en la finca podríamos haber captado algo para adivinarlo, menos en quienes apenas iban apareciendo con las horas mañaneras, por allí.
Poco a poco fueron llegando los integrantes de las dos familias; muchachos, niños y adultos se confundían en saludos, abrazos, sonrisas y un interrogante tácito que se adivinaba en cada uno. Mientras iban desayunando los recién llegados, otros refrescábamos la mañana con algún roncito, una gaseosa o pasando por el paladar las infinitas tandas de pasabocas que durante todo el día no faltaron por los corredores, pasillos y en la zona húmeda de aquella casa campestre.
Cuando ya empezaba a ser la hora del almuerzo nos llamaron a todos a la sala. A todos. Nadie se podía quedar lejos del grupo. Ahi empezó a ser más grande la espectativa. Ahora si sería despejada la duda, la inquietud que había rondado nuestros pensamientos.
Y la verdad es que se convirtió en una sorpresa grande. Porque eso no se usa. Porque el transcurrir del mundo nos ha ido enseñando que el dinero es para atesorarlo, para guardarlo como si fuese la vida misma. Porque lo que oimos de labios de la pareja anfitriona nos hizo entender que no solo es la plata la que nos da el valor como personas en medio de un mundo comercializado.
Por alguna circustancia de salud, que nos preocupó bastante el año anterior, nuestros amigos "convidantes" al banquete recibieron una indemnización que no estaba entre sus cuentas. Y que repartieron.
Y allí estábamos para recibir de sus manos y de su corazón, parte en especie disfrutable en cada momento del paseo y en dinero en sumas iguales para cada cabeza de familia de los hermanos y de las madres, de cada uno de aquel par de amigos que nos sorprendían con este gesto, curioso para algunos, de rara y talvez nula ocurrencia para otros, pero a todas luces y miradas, una muestra de generosidad y valentía, porque no todo el mundo se atreve a regalar la plata en esa forma. Seguramente hay quien lo haga -y este relato lo confirma- pero no es fácil encontrarlo.
Después de la gratitud para este par de amigos, para Dios, para la vida, nos invitaron al almuerzo. Una moga deliciosa envuelta en hojas de bijao, que nos transportó a los tiempos en que la humildad era compañera y maestra de nuestro vivir.
Saborear una vianda, disfrutar de una integración familiar y degustar la bondad del ser humano, todo en uno, al tiempo, es algo para agradecer al creador de la vida.
Al final, las conjeturas se cumplieron fundiéndose en una sola. La enseñanza aprendida es mucho más de lo que puede dar un retiro espiritual. Después de su gesto generoso, seguramente la vida de pareja de los amigos tendrá un nuevo ingrediente de bienestar. Y el día, muy lindo y calientico en medio de tanto invierno, si fue una colección de sol, recreo, piscina, almuerzo, palabras y sonrisas. Y otro pedacito de saber en la vida de cada uno de nosotros. Se puede compartir, se puede entregar algo de nosotros por la humanidad. Ah.... y también se puede agradecer.
La tarde, ya oscura por la lluvia, nos acompañó de regreso a nuestra casa. Y volvimos a pensar en la bondad del ser humano, que ante el discurrir del mundo, parece que se hubiera extinguido. Pero existe. Aún hay bondad. Y aún hay gratitud. En nuestros corazones, en el de mi esposa y en el mío, hay un caudal de ella.

martes, 12 de abril de 2011

UN CUENTO PINTADO EN REALIDAD.

Cuando, desde la carretera, empezó a ver los tejados del pueblito que ahora comenzaba a querer, sintió que el palpitar de su corazón se hacía más rápido. Ya había ido unas cuantas veces, pero para ella era un pueblo más de los tantos que hacen bello el territorio santandereano.
Solo que ésta vez, una vuelta del destino había cambiado la forma de ver este montoncito de casas que se recuestan cariñosas sobre la falda de la montaña, mientras se deja bañar por el cristalino río bautizado lo mismo que él. Y es que solo había una causa para verlo distinto: Se hallaba enamorada. Esa circustancia la enrumbó hacia allí.
Ya el añejo automóvil, que iba y venía todos los días, hasta y desde la capital, había tomado el desvío que lo llevaría hasta la plaza. Porque todavía era plaza. Esa vieja plaza que recogía en su regazo los toldos mercantiles de lunes, jueves y domingos, cuando los campesinos volvían allí para vender sus cosechas, comprar el mercado y tomarse unas cervezas.
Pero ese hoy era martes, así que no había tanto bullicio cuando por el vidrio delantero del taxi, el centro del pueblo se asomó a sus ojos.
Una vez pagó el pasaje, pensó -y actuó- que tomarse un café le permitiría definir cual parte del pueblo plasmaría en uno de esos trozos de opalina que, en una carpeta de colegio, acompañaba unas plumillas, algún pincel, una tabla de soporte, un frasco de tinta china y varias servilletas que servirían de papel secante -por si algún accidente- en esa labor por la que iba y que se le había ocurrido una semana antes.

Se encaminó hacia la parte baja de la plaza y en ese tradicional negocio del primer piso de la alcaldía, pidió un café bien cargado, que fue saboreando sorbo a sorbo, mientras en sus ojos y en su mente, bullían las perspectivas y las imágenes revueltas e insaboras de las calles, de la casa, de la iglesia.
Quería que su obra fuera diferente a todas. Pero que mejor imágen de un pueblo que su iglesia. Esa sería su obra. Lo distinto estaba en que no sería una fotografía. Y sí, lo que ella sabía hacer muy bien. Un "retrato" en plumilla, trazada en directo, desde sus ojos al papel.
El tinto ya se acababa y aún no había hallado el encuadre para una buena visión que le permitiera dejar en el "lienzo" los mejores flancos del templo. El más sugestivo y sugerente, estaba en una de las ventanas de la Alcaldía. Pero casí imposible era, que le dieran permiso para hacerlo desde allí. Recordó de súbito, que para ella los "casis" no existían y fue en busca de la entrada principal de esa casa centenaria, subió por uno de los caracoles que, que también centenarios, habían sentido, oido y servido a muchos vecinos en sus trámites ante el gobierno del pueblo.
Una vez estuvo ante el Secretario del Alcalde, quien no estaba ese día, contó y pidió, que quería hacer y el porqué de su ilusión. Solo necesitaba que le dejaran contemplar desde la primera ventana que se ve a la izquierda, cuando se mira desde la plaza. Ah... y que le presttaran una silla. El resto correría por su cuenta. Ese resto estaba en sus manos, en sus ojos, en su mente y en su corazón. Donde también estaba él.
Sus mejillas estaban más rosadas que siempre. Casi rojas. Era común en su rostro este cambio de tono, cuando una alegría, una risa o una inquietud la acompañaban.
Se sorprendió un poco cuando escuchó un si por respuesta, pero ahi mismo se dio cuenta que estaba en un pueblo amable. Dio las gracias mientras le acercaban la silla y con la promesa de no molestar, se acomodó en ese rellano que hay entre el piso y la baranda, casi más centenaria que la misma casa.
Sacó de su carpeta de colegio los trastes de pintor, fijó en la tabla una de las hojas, blanca como su alma, destapó el frasco de tinta y entre un suspiro suyo y el sol mañanero del pueblo que hacía ver mejor la iglesia, sus manos empezaron a traer desde el otro lado de la plaza, las aristas, los círculos, las sombras y las luces de una iglesia siempre amarilla, que le servía de modelo y de inspiración.
Mientras la plumilla iba y volvía, con movimientos rápidos y firmes, apuntó en la memoria la hora que marcaba el viejo reloj y dejó vagar en su interior un poco de interrogantes que la tenían inquieta.
Pensó en aquella semana que llamaban santa, la de ese año diferente, cuando en una repartida de cartas del destino, quedó en el mismo sendero de ese ser que ahora le atraía. Por qué? No sabía. Tal vez porque el destino es necio, casi siempre.
Porqué sus rutinas diarias, sus idas muy de mañana a la universidad, sus manos transformando la espuma en arte; la redacción, transcripción y lectura de actas en aquel grupo donde el destino -otra vez necio- la había llevado, eran algo que se iba evaluando en otro corazón. Por qué? Seguramente porque cuando hay una forma de comparar, aunque dicen que no se debe hacer, se puede escojer lo mejor.
Sería posible estar viviendo lo que su corazón sentía? Claro que era posible. Claro era, que el amor había tocado y entrado sin pedir permiso, en su corazón. Y lo más claro es que ella no quería sacarlo, quería consentirlo allí dentro, entre ese secreto que por poco, parecía volverse público.
Tenía un poco de hambre, analizó en uno de los descansos que pedían sus ojos. Sacó de su bolso unas galletas que había comprado en la tienda de abajo para redondear un billete, recordando que eran de las mismas que había probado en una tarde de trabajo, al lado de él, mientras hablaban en un descanso, de arte y de ilusiones.
Volvió a mirar el viejo reloj, hizo cuentas y entendió que ya se habían ido casi tres horas, dos que le había robado a la mañana y un montón de minutos que la tarde se llevaba entre el sopor de un pueblo que dormitaba un poco al medio día.
Cuántas veces esas calles, esa iglesia, esos árboles habían visto crecer a quien ahora en su corazón estaba? Cuáles.....? Cuándo....? No. Ya estaba bien de interrogantes, que tal vez nunca tendrían respuesta.
Solo faltaban unas líneas en el costado dercho del dibujo, del lado norte en la visión real del pueblo. Las fue trazando sin afán, derramando con la tinta todo el resto de cariño que había puesto en esa obra. Sus ojos, luego, fueron hasta la iglesia, vinieron a la hoja, una y otra vez. Eran iguales... bueno, semejantes. Porque allá había color. Y aquí, las lineas negras de una plumilla sutilmente manejada por una mano sabia, hacían imaginar una sombra entre un montón de luz. Tal vez como una madrugada con neblina, tal vez como una noche donde puediera brillar el sol. Sonrió. Con esa misma sonrisa, que -ella no lo sabía aún- era una de las causas de que estuvieran enamorados.
El sol ya estaba entrando por los ventanales frontales de la Alcaldía. Sin prisa, guardó con cuidado sus elementos de trabajo y la hoja que ahora tenía plasmados su corazón y su alma, la puso entre otras dos que se quedaron sin usar. Terminó de comer una galleta solitaria y cuando tomó la silla entre sus manos para entregarla, se dio cuenta que varias personas, además del Secretario, contemplaban -nunca supo por cuanto tiempo- su oficio de artista enamorada. Sonrió y otra vez, la piel de sus mejillas se fue llenando de color.
Dijo un "gracias" que encerraba todo, volvió a sonreir y apretó con fuerza entre sus brazos y su pecho, aquella carpeta de colegio que en el INEM le había servido para guardar previos, trabajos y calificaciones, pero que ahora portaba el mejor regalo que, imaginó, pudiera dársele al ser que amaba.
Bajó por el otro caracol que servía como escalera, sintió que las tablas chirriaban bajo sus pies y supuso que alguna vez, los pasos de un niño habían ayudado a desajustarlas. Y sonrió una vez más. En cual niño había pensado? Es que su sonrisa era una costumbre halagadora.
Salió a la plaza, tratando de buscar en la distancia un reloj que marcara las horas con más prisa, para entregarle más rápido "la plumilla de tu pueblo" como empezó a llamarla.
En el taxi de turno estacionado en la Calle Real, faltaban dos pasjeros para el cupo. Le dijo al conductor que ella pagaría el faltante y con afán,sentada en la orilla derecha trasera, se fue escuchando las rancheras que sonaban en los bares de otra calle tradicional en el pueblo que se iba convirtiendo en suyo.