lunes, 21 de enero de 2013

MAURICIO, la vida te quedó debiendo un gracias.

Llegamos una mañana a Valparaíso, con los materiales y el equipo de soldadura, dispuesto a pasar una semana haciendo las cerchas para el techo de la casa nueva. Necesitaba de alguien que me ayudara en ese trabajo. El nuevo dueño de la finca, con quien iba, me dijo que allí había un muchacho, hijo de quien estaba cuidando lo que quedaba de la casa vieja, que tal vez podría servirme para eso. Era casi un niño. La primera impresión fue de duda. Creí que no era la persona indicada. Y me estaba equivocando. Arrancamos ahí mismo con la labor y empecé a ver que Mauricio le ponía interés a todo lo que le iba enseñando sobre la marcha. Y que quería aprender a soldar. Eso me pareció interesante. Al final de la semana y habiendo probado en mis descansos, como se “quemaba” la soldadura contra los hierros, le dejé hacer algunos pegues. Y lo hizo bien. Mientras íbamos trabajando me contó que había terminado la primaria en la escuela de La Colorada y que quería seguir estudiando. Pero allí no había otro porvenir distinto a seguir macaneando potreros, ayudándole al papá que contrataba con los vecinos este oficio. En un regreso posterior le propuse que si quería trabajar conmigo en PublicAB, que por esos días se había quedado sin ayudante de patio. Eso si, sería condición básica e ineludible, hacer el bachillerato nocturno, como muchos colombianos. Consultó con don Pedro, su papá, quien le dio el aval y la bendición y de una vez viajó conmigo a Bucaramanga. Se instaló en mi casa y en los corazones de mis hijas en un septiembre lleno de ferias. Ellas lo vieron como un intruso por un par de horas, pero luego se ganó el puesto del hermano menor que les hacía mandados, les alcahueteaba caprichos y lo más importante: Les brindaba un cariño sin condiciones. Sin conocer mucho la ciudad, buscó el colegio y se matriculó en el Aurelio, para comenzar sus estudios secundarios. Cada noche se subía en la bicicleta que había sido algún diciembre el regalo del Niño Dios para mi hija Gladys y que olvidada ya, le compró para pagársela poco a poco. Pintada por el mismo para quitarle el rosado original, le servía para ir y venir a las diez de la noche, cargado de aprendizaje de matemáticas, de español y de todo eso que brindaban los colegios. En los ratos libres de las noches que no había clases, disfrutaba contándonos sus historias de niño, mientras acariciaba los gatos que no han faltado en la casa. Siempre dispuesto a servir, pronto se hizo amigo de vecinos y allegados, a quienes ayudaba en alguna cosa que necesitaran. En el trabajo siempre estaba atento a cada enseñanza y fue muy ágil aprendiendo esos secretos que tiene la publicidad. Muchas veces opinó, expresó ideas, discutió esta u otra forma de hacer las cosas más rápido o mejor. Y muchas veces también, le acepté sugerencias que servían. Cuando había que trasnochar porque el afán de los clientes lo exigía, no se arrugaba ante el sueño y trabajaba a la par, después de llegar del colegio. Aprendió fácilmente lo de la diagramación en el computador y el corte de letras en el plotter, que se hacía generalmente en San Francisco. Iba raudo en su cicla y pude confiar siempre en que haría lo correcto al ordenar y recibir lo pedido. Era común verlo por la carrera veintidós cuando llegaba lleno de risa y con los rollos de vinilo colgados a la espalda mientras pedaleaba, seguro de haber hecho las cosas bien. Son miles de anécdotas las que se podrían contar y que disfrutamos en esos tiempos, al final de la década del noventa. Sabía dormir en una hamaca, o en el suelo –yo le decía que tenía espíritu de gamín- sabía quedarse todo el domingo durmiendo sin ir al baño, ofreció varias veces los domingos hacer el almuerzo para todos y todos dejamos los platos limpios. Cuando yo en mi época de soledad empezaba un romance con alguna vecina, estaba presto a investigar sitios y modos de los encuentros furtivos, sirviendo de investigador de quien estaba usurpando espacios y manteniendo informadas a mis hijas de la situación. Obviamente eran ellas quienes contrataban sus servicios de “Sherlok Holmes”. Y no le importaba lo que pensara el patrón. Allí era más fiel a sus “hermanas” adoptivas. En esos tiempos difíciles de mi relación con ellas, servía de intermediario para que limáramos asperezas y se alegró sobremanera el día en que almorzando carne a la llanera en un restaurante de la “Y “del aeropuerto, le dimos fin a una etapa bien fea de distanciamiento familiar. Son muchas las cosas que tengo que agradecer a la memoria de quien entonces era un muchacho que quería hacer las cosas bien. Con Silvia, mi hija menor, hizo una amistad que rayó casi en lo “compinches” como decían los viejos. Cuando se le pedía algún favor, siempre contestaba con su: “Frescos, yo estoy pa´ las que sea”. El día de su grado de bachiller, me invitó a que recibiera su diploma. “Es que usted, -Do Esú- es quien se merece este cartón, por la paciencia y la persistencia para que yo estudiara”, me dijo. Y fui, orgulloso. Alguna vez, antes de terminar estudios, en medio de sus locuras juveniles, una noche no regresó del colegio. Al otro día, una muchacha vecina que estudiaba con él, me llevó una carta que había dejado. Me decía en ella que quería aventurar y que le disculpara por los problemas que esto me podría causar. Yo estaba como responsable de su permanencia en la ciudad y debía responder ante su papá. Regresó a los tres o cuatro días asustado y contento con la aventura. Había venido hasta Medellín, haciendo “autostop” y aguantando hambre, frío, lluvia, sol. Y con el arrepentimiento que eso deja. Pero reconoció que no era bueno proceder así. Después de terminar estudios empezó a pensar en volar más allá de un simple taller de publicidad. Me lo dijo y le acepté que no siempre se podría quedar allí. Ya había cumplido el la promesa de estudiar y trabajar y yo la mía de ayudar para que fuera bachiller. Era el sueño que había expresado cuatro años antes, mientras soldábamos varillas en Valparaíso. Así que le di una libertad que nunca había perdido. Lió sus bártulos y se lanzó a caminar por nuevos senderos. Vendió hojaldras por las calles, trabajó en otras cosas y después optó por ir al cuartel a prestar el servicio militar. Orgulloso de su libreta de primera y con una certificación de conducta excelente, regresó cualquier día a conversar con nosotros y a darnos las gracias. Siempre la gratitud fue una constante en su vida. Estando yo viviendo ya en Medellín, me llamó una mañana y me pidió que si le dábamos hospedaje por unos días mientras conseguía trabajo. Quedamos en que si, después de recibir la bondad de mi suegra que lo acogió en su casa. La próxima llamada fue para decirme que estaba en la puerta –yo estaba recogiendo a la mamá de mi esposa en la clínica-. Se quedó un poco más de un mes y ya con un trabajo como conductor de una distribuidora de máquinas para la confección, consiguió donde vivir independiente. Pero estaba pendiente de venir algunos domingos, siempre con sus manos llenas de un presente para todos y con el ánimo de visitarnos. Empezó a estudiar en la universidad y todo parecía ir bien. Pero llegó alguien que no debió conocer nunca y conquistado por la mentira vuelta faldas, renunció al trabajo, vendió sus cosas y regresó a Bucaramanga. Allí se encontró sorpresas desagradables para su corazón y queriendo acabar con el dolor sentimental, se fue nuevamente para el ejército, ahora como soldado profesional. Le gustaba esa vida de aventura y riesgo. Cuando sanó sus heridas del desengaño, la vida le mostró una niña que le permitió reorganizar sus ideas amorosas. Y lo que soñó siempre y que repetía a menudo en sus charlas, ser papá, se le dio. Les llegó a su vida, Damián, un niño que apenas está dando los primeros pasos. Se llenó de mil ilusiones, de sueños, de metas por cumplir. Cada vez que me llamaba se sentía orgulloso de sus planes de vida. Pero hoy, la parca, amancebada en las escorias que se hacen llamar redentoras de los colombianos, le asesinaron los sueños y las esperanzas. Le truncaron la vida a alguien que era una persona buena. Le mataron el papá y las caricias a un niño que nunca entenderá el porqué de su soledad paterna. Destajaron a traición –como siempre es su proceder- el amor de una mujercita que apenas se estaba acomodando en el papel de madre y compañera. Y a nosotros nos quitaron un amigo bueno, un amigo que sabía serlo. Que se encaramaba en un árbol en plena selva para buscar una señal y llamarnos a desear Feliz Navidad, como lo hizo el viernes pasado, cuando comenzaba la noche. No le dejaron llegar a sus metas. Estos miserables se tragaron otra vida, como la de tantos soldados llenos de patria y de valor, mientras se ufanan de tener el gobierno arrodillado ante sus “pecuecosos” pies. Ya no será posible verlo en su papel de mimo, arrancándole una sonrisa a una vecina que se creía brava. Ya no le podremos imaginar en su lucha por el mejor mañana para su familia. Era de los que buscaban la paz… y gracias a la basura que hoy nos gobierna, la ha encontrado en su propio sepulcro. Mauricio…. Mao…. mi amigo y compañero de trabajo: Me agradeciste muchas enseñanzas. Tal vez a mi me faltó agradecerte tantas cosas simples que hiciste por mi bienestar familiar y por mi empresa, cuando apenas eras un niño jugando a ser grande. En el muro de la entrada a la cocina de la casa de Bucaramanga deben estar las marcas de tu estatura que hacías cuando medías lo que estabas creciendo. Pero unos asesinos nos quitaron tus sueños. Creo que se me pasó agradecerte el cariño y el amor que le pusiste a tu corta vida…!

UN CUENTO PINTADO EN REALIDAD, La plumilla de mi pueblo

Cuando, desde la carretera, empezó a ver los tejados del pueblito que ahora comenzaba a querer, sintió que el palpitar de su corazón se hacía más rápido. Ya había ido unas cuantas veces, pero para ella era un pueblo más de los tantos que hacen bello el territorio santandereano. Solo que ésta vez, una vuelta del destino había cambiado la forma de ver el montoncito de casas que se recuestan cariñosas sobre la falda de la montaña, mientras se deja bañar por el cristalino río bautizado lo mismo que él. Y es que solo había una causa para verlo distinto: Se hallaba enamorada. Esa circustancia la enrumbó hacia allí. Ya el añejo automóvil, que iba y venía todos los días, hasta y desde la capital, había tomado el desvío que lo llevaría a la plaza. Porque todavía era plaza. Esa vieja plaza que recogía en su regazo los toldos mercantiles de lunes, jueves y domingos, cuando los campesinos volvían allí para vender sus cosechas, comprar el mercado y tomarse unas cervezas. Pero ese hoy era martes, así que no había tanto bullicio cuando por el vidrio delantero del taxi, el centro del pueblo se asomó a sus ojos. Una vez pagó el pasaje, pensó -y actuó- que tomarse un café le permitiría definir cual parte del pueblo plasmaría en uno de esos trozos de opalina que, en una carpeta de colegio, acompañaba unas plumillas, algún pincel, una tabla de soporte, un frasco de tinta china y varias servilletas que servirían de papel secante -por si algún accidente- en esa labor por la que iba y que se le había ocurrido una semana antes. Se encaminó hacia la parte baja de la plaza y en ese tradicional negocio del primer piso de la alcaldía, pidió un café bien cargado, que fue saboreando sorbo a sorbo, mientras en sus ojos y en su mente, bullían las perspectivas y las imágenes revueltas e insaboras de las calles, de las casas, de la iglesia. Quería que su obra fuera diferente a todas. Pero que mejor imagen de un pueblo que su iglesia. Esa sería su obra. Lo distinto estaba en que no sería una fotografía. Y sí, lo que ella sabía hacer muy bien. Un "retrato" en plumilla, trazada en directo, desde sus ojos al papel. El tinto ya se acababa y aún no había hallado el encuadre para una buena visión que le permitiera dejar en el "lienzo" los mejores flancos del templo. El más sugestivo y sugerente, estaba en una de las ventanas de la Alcaldía. Pero casí imposible era, que le dieran permiso para hacerlo desde allí. Recordó de súbito, que para ella los "casis" no existían y fue en busca de la entrada principal de esa casa centenaria, subió por uno de los caracoles que, también centenarios, habían sentido, oido y servido a muchos vecinos en sus trámites ante el gobierno del pueblo. Una vez estuvo ante el Secretario del Alcalde, que no estaba ese día, contó y pidió, que quería hacer y el porqué de su ilusión. Solo necesitaba que le dejaran contemplar desde la primera ventana que se ve a la izquierda, cuando se mira desde la plaza. Ah... y que le prestaran una silla. El resto correría por su cuenta. Ese resto estaba en sus manos, en sus ojos, en su mente y en su corazón. Donde también estaba él. Sus mejillas estaban más rosadas que siempre. Casi rojas. Era común en su rostro este cambio de tono, cuando una alegría, una risa o una inquietud la acompañaban. Se sorprendió un poco cuando escuchó un si por respuesta, pero ahi mismo se dio cuenta que estaba en un pueblo amable. Dio las gracias mientras le acercaban la silla y con la promesa de no molestar, se acomodó en ese rellano que hay entre el piso y la baranda, casi más centenaria que la misma casa. Sacó de su carpeta de colegio los trastes de pintor, fijó en la tabla una de las hojas, blanca como su alma, destapó el frasco de tinta y entre un suspiro suyo y el sol mañanero del pueblo que hacía ver mejor la iglesia, sus manos empezaron a traer desde el otro lado de la plaza, las aristas, los círculos, las sombras y las luces de una iglesia siempre amarilla, que le servía de modelo y de inspiración. Mientras la plumilla iba y volvía, con movimientos rápidos y firmes, apuntó en la memoria la hora que marcaba el viejo reloj y dejó vagar en su interior un poco de interrogantes que la tenían inquieta. Pensó en aquella semana que llamaban santa, la de ese año diferente, cuando en una repartida de cartas del destino, quedó en el mismo sendero de ese ser que ahora le atraía. Por qué? No sabía. Tal vez porque el destino es necio, casi siempre. Porqué sus rutinas diarias, sus idas muy de mañana a la universidad, sus manos transformando la espuma en arte; la redacción, transcripción y lectura de actas en aquel grupo donde el destino -otra vez necio- la había llevado, eran algo que se iba evaluando en otro corazón. Por qué? Seguramente porque cuando hay una forma de comparar, aunque dicen que no se debe hacer, se puede escojer lo mejor. Sería posible estar viviendo lo que su corazón sentía? Claro que era posible. Claro era, que el amor había tocado y entrado sin pedir permiso, en su corazón. Y lo más claro es que ella no quería sacarlo, quería consentirlo allí dentro, entre ese secreto que por poco, parecía volverse público. Tenía un poco de hambre, analizó en uno de los descansos que pedían sus ojos. Sacó de su bolso unas galletas que había comprado en la tienda de abajo para redondear un billete, recordando que eran de las mismas que había probado en una tarde de trabajo, al lado de él, mientras hablaban en un descanso de arte y de ilusiones. Volvió a mirar el viejo reloj, hizo cuentas y entendió que ya se habían ido casi tres horas, dos que le había robado a la mañana y un montón de minutos que la tarde se llevaba entre el sopor de un pueblo que dormitaba un poco al medio día. Cuántas veces esas calles, esa iglesia, esos árboles habían visto crecer a quien ahora en su corazón estaba? Cuáles.....? Cuándo....? No. Ya estaba bien de interrogantes, que tal vez nunca tendrían respuesta. Solo faltaban unas líneas en el costado derecho del dibujo, del lado norte en la visión real del pueblo. Las fue trazando sin afán, derramando con la tinta todo el resto de cariño que había puesto en esa obra. Sus ojos, luego, fueron hasta la iglesia, vinieron a la hoja, una y otra vez. Eran iguales las imágenes... bueno, semejantes. Porque allá había color. Y aquí, las lineas negras de una plumilla sutilmente manejada por una mano sabia, hacían imaginar una sombra entre un montón de luz. Tal vez como una madrugada con neblina, tal vez como una noche donde puediera brillar el sol. Sonrió. Con esa misma sonrisa, que -ella no lo sabía aún- era una de las causas de que estuvieran enamorados. El sol ya estaba entrando por los ventanales frontales de la Alcaldía. Sin prisa, guardó con cuidado sus elementos de trabajo y la hoja que ahora tenía plasmados su corazón y su alma, la puso entre otras dos que se quedaron sin usar. Terminó de comer una galleta solitaria y cuando tomó la silla entre sus manos para entregarla, se dio cuenta que varias personas, además del Secretario, contemplaban -nunca supo por cuanto tiempo- su oficio de artista enamorada. Sonrió y otra vez, la piel de sus mejillas se fue llenando de color. Dijo un "gracias" que encerraba todo, volvió a sonreir y apretó con fuerza entre sus brazos y su pecho, aquella carpeta de colegio que en el INEM le había servido para guardar previos, trabajos y calificaciones, pero que ahora portaba el mejor regalo que, imaginó, pudiera dársele al ser que amaba. Bajó por el otro caracol que servía como escalera, sintió que las tablas chirriaban bajo sus pies y supuso que alguna vez, los pasos de un niño habían ayudado a desajustarlas. Y sonrió una vez más. En cual niño había pensado? Es que su sonrisa era una costumbre halagadora. Salió a la plaza, tratando de buscar en la distancia un reloj que marcara las horas con más prisa, para entregarle más rápido "la plumilla de tu pueblo" como empezó a llamarla. En el taxi de turno estacionado en la Calle Real, faltaban dos pasajeros para el cupo. Le dijo al conductor que ella pagaría el faltante y con afán,sentada en la orilla derecha trasera, se fue escuchando las rancheras que sonaban en los bares de otra calle tradicional en el pueblo que se iba convirtiendo en suyo. ---------------------------- segunda parte------------------------ En esa avenida que ha parecido siempre una montaña rusa, repleta de transeúntes, carretillas, mendigos, bultos, buses, aromas de basura; con un poco de miedo se bajó de aquel taxi gris que tal vez alguna vez había sido una patrulla y buscó la parada de bus más cercana, para esperar uno que la llevara por los lados de su casa. Ya la tarde avanzaba calurosa. Almorzó recordando que precisamente al compartir un almuerzo, un día de trabajo previo al inicio de las festividades de la ciudad, se enteró de los sentimientos que la traían entre feliz y preocupada. Fue una confesión rápida, directa, concisa. Sin rodeos. Casi se atraganta con aquel pedazo de solomo asado que acababa de recibir. Y la explicación a ese regalo fue la pincelada final en ese cuadro de declaración de amor. La que marcaba el comienzo de un romance que se hacía imposible. Pero existía. No podía negárselo, ni olvidarlo. Por eso la mañana y parte del medio día lo había destinado a crear un detalle que quizás con el tiempo se podría convertir en un recuerdo. Por ese amor que inundaba su sentimiento, sin dejarla pensar en el mañana. Dio las gracias a su mamá por la vianda, pasó por el lavabo y en el espejo, volvió a sonreir. Y notó que sonreía con picardía, con esa alegría que sienten los enamorados. Se dejó caer sobre la cama, pensando en una reunión de trabajo que a las cinco de la tarde le dejaría verlo nuevamente, entregarle todo lo que había en aquella hoja de opalina, contarle sus aventuras en el pueblo para que algún día, con ellas, escribiese un cuento y seguramente sonreir mucho ante los ojos pequeñamente incrédulos del ahora dueño de su sentir. Despertó con el tiempo justo para alistarse y buscar un transporte hacia la sede del evento. Buscó ágil, pero sin angustias, un jean que sabía a él le gustaba verle y el buzo crema con el estampado tropical que le trajo su hermana de las islas. Salió presurosa y recorrió las tres cuadras que separaban la casa de aquel parque que se parte en dos para dejar pasar el tráfico que va o viene a y de la frontera. Cuando llegó al inmenso lote que se iría convirtiendo en un pueblo gitano , como cada vez que ARTESANOS UNIDOS DE SANTANDER organizaba la feria; consiguió decidir que solo le entregaría "la plumilla de tu pueblo" al terminar la reunión. Se saludaron como de costumbre, sonrientes los dos y se integraron a sus compañeros para discutir mil temas de la organización. Eran casi las ocho de una noche llena de estrellas, sospechosamente cálida en un septiembre lluvioso y frío. En la terraza vieja de lo que alguna vez fue una fábrica de refrescos muy famosos, que se usaba como tarima de espectáculos y contemplando en la avenida el paso agitado de quienes regresaban a sus casas después de trabajar, le preguntó sin dudas y sin darle tiempo para pensar, que era lo que más quería de su pueblo. Sonrieron, mientras en los labios y en la mente de él, patinaban palabras que peleando, querían ser cada una, la primera. Entonces él dijo que la gente, que el río, los recuerdos de infancia, que los paseos de la mano de su padre en días de mercado cuando chíco, que los carros, que la iglesia... No lo dejó seguir con el listado de sus gustos. Mientras el acomodaba las palabras, ella fue sacando de la carpeta... si, de esa misma carpeta de colegio, aquella hoja donde habia impregnado, mezclándolos: la tinta, los trazos, su corazón y su alma, en una imágen que hablaba sola. En su mano derecha estaba ese cuadro exclusivo, único e irrepetible. Con la izquierda rodeo la espalda ancha de su amigo, mientras su voz en un arrullo eterno le decía que lo amaba desde siempre y ese siempre no tenía ubicación ni en el tiempo ni en el espacio. Callado, sonriente, extasiado, entretenido y solemnemente grato, mientras escuchaba esas palabras que parecían una balada de amor, sintió que sus ojos se encharcaban de alegría. Algo que nunca pudo controlar y por lo que muchas veces recibió críticas a sus lágrimas. Ahora un par de ellas, reflejaban en sus mejillas bajo una luna cancionera, que de su corazón estaba brotando un manantial de gratitud. Se quedaron un buen rato contemplando ese pedacito del pueblo trazado con cariño, mientras le contaba las peripecias del viaje esa mañana, la bondad del pueblo, el detalle del sol iluminando cielo y pueblo, todo porque quería regalarle algo que nadie nunca pudiera repetir. Aún se oía el conversar de los trabajadores que preparaban casetas y tablados. Creyeron prudente despedirse y marchar cada uno hacia su casa. La ilusión pensada y soñada, estaba cumplida. La obra, la iglesia de ese pueblo ahora consentido por ella también, pintada con amor, con dedicación por sus manos generosas, ya era de su propiedad. No sabía que iba a seguir de ahí en adelante. No era fácil tejer tantos sueños en un telar que tenía "dueña". Habría que superar momentos y esperar que sus ratos compartidos pudieran volverse eternos. La vida siguió. Las horas y los días se convirtieron en historia, mientras iban llegando otros. Las fiestas de la ciudad empezaron, llenaron de alegría a la gente y también se fueron. Solo quedaba el eco del bullicio y los saldos de una semana diferente. El, en una carpeta de cartón que tomó de la oficina ferial, guardó aquel dibujo ensoñador, para llevarlo hasta su casa cuando fuera el momento. Después, allí permaneció escondido por un tiempo, porque mientras, en y para el resto del mundo era una obra de arte, en esas cuatro paredes lánguidas y sin mañana, se convertía en un pecado. Su dueño no se atrevió a mostrarlo, simplemente lo dejó entre las zarzas de una rutina silente y dañina que venía destrozándolo todo. Lo alcanzó a imaginar enmarcado con molduras de cedro y arabescos dorados, como se usaba entonces y al frente de la sala de su apartamento. O tal vez sería mejor un marco lineal con prolongación de fique, como había visto uno en la galería. No sabía como lo iba a lucir en el tiempo por llegar. Eso sería un acuerdo mutuo con su otro corazón. Y guardó también un prudente olvido pasajero para no llenarse de tantas ilusiones, que parecían borrosas en un horizonte oscuro y fantasmal. Una noche, mientras entretenía las horas aliviando el trabajo magisterial de la mamá, le restregaron los pecados. Y entre los sacrificios que quiso hacer para salvar un navío que ya venía condenado desde siempre al naufragio, tomó en sus manos "la plumilla de tu pueblo" que le alcanzaban y se dejó imponer la orden de acabar con ella "para que se borren los recuerdos de la intrusa". Nunca supo la ignorante, que ahí, justo en ese instante, el recuerdo se volvería eterno; invisible pero permanente. Temblando con las manos que la sostenían por última vez, recibió las lágrimas que caían de unos ojos tristes. Esta vez eran de rabia y de tristeza. Y empezó a sentir, porque ya había tomado vida, que su dueño rasgaba su cuerpo de papel y su imágen de tinta y de ternura. Sin piedad, porque la piedad ahora estaba en el barco lastimero, esas mismas manos que alegres recibieron su existencia, ahora degarraban sin razón su corta vida. Tristes pedazos de un papel querido y de un amor que había que matar cuando apenas nacía, resbalaron de unos dedos inermes, cruelmente quietos y culpables. Eran mis dedos, mis manos que ingenuas querían con este crímen al arte, revivir algo que por un tiempo agonizaría hasta morir. "Se puede tornar, por amor, en un imbécil", leí alguna vez en un viejo cuaderno donde mi abuelo guardaba de su puño y letra, frases que oía y que le parecían sabias. Y si que lo eran. Y el imbécil, ahí, fuí yo.

RIONEGRO y la Virgen de Chiquinquirá.

Cuando escuchábamos de labios de nuestros padres y abuelos estas historias, nunca pensamos que eran más importantes que una simple disculpa para hacer entretenido el comienzo de alguna noche. Por eso ahora, madeja por madeja voy hilando aquellas frases que –devolviéndonos en el tiempo- nos dejan crear un par de páginas con un montón de recordaciones. Estando en Berlín, esa hacienda cafetera que parecía un pesebre de retazos verdes entre Rionegro y Santa Cruz de la Colina, por los comienzos del mes de abril del año sesenta y tres, mi madre –maestra en su escuela- se dio a la tarea de organizar un viaje con alumnos y padres de familia, para bajar hasta el pueblo y participar de lleno en el Tridúo de Desagravio a la Virgen de Chiquinquirá. Había recibido una invitación formal del padre Gilberto Serrano, párroco de ese tiempo y quien quería que todos los habitantes del pueblo y las veredas, llenaran la plaza en esos tres días en que iba a estar el cuadro en la iglesia. Preguntón que yo era en mis casi ocho años, le pedí a mi madre que me explicara la razón de esa celebración y el significado de esa palabra –desagravio- que se me hacía rara y desconocida. El desagravio –me dijo- consiste en la reparación o compensación de una ofensa o perjuicio. Y volví a preguntar: Dónde estaba la ofensa..? Entonces, con esa paciencia que solo tienen las mamás y las maestras, sentándome a su lado mientras cosía algún dobladillo en su máquina New York de pedal, dejó salir de sus recuerdos un pedacito de la historia que ella también había hilado de muchas versiones tejidas por quienes vivieron el hecho. Ya estaban por cumplirse cincuenta años de haber sucedido. En mil novecientos trece, Rionegro recibió por las calendas de abril la visita del cuadro con la imagen de la Virgen de Chiquinquirá, conservado siempre en esa ciudad boyacense. Era una peregrinación por muchos pueblos de Colombia, seis años antes de ser coronada por el presidente Marco Fidel Suárez como Patrona y Reina de Colombia. Los festejos que un evento de esa magnitud, comparado en grandeza con el tiempo en que se vivía y ante la gran multitud de visitantes, hacían que el pueblo cambiara sus costumbres. No había suficientes posadas, así que muchos optaron por pasar la noche bajo los alares de las casas o resguardados por las ramas de los árboles que en la plaza, eran testigos mudos de ese festival religioso. Y los más fiesteros aprovecharon las horas para el consumo de bebidas fermentadas desde comienzos de la tarde. Cuando los oficios religiosos acabaron entrada la noche y las puertas de la iglesia se cerraron, ya eran muchos los contertulios que “envalentonados” por el trago, conversaban duro en tiendas y cafetines.. Un grupo de cinco borrachitos decidieron en medio de su tomata, hacer una visita especial a la virgen, sin que nunca se hubiera sabido el motivo real de ese deseo. Fueron por la calle del costado norte de la iglesia y abriendo a la fuerza una de las ventanas que están frente a la casa que después sería por muchos años la Panadería Cartagena, hicieron ingreso –dos de ellos- mientras los otros tres los esperaban sobre el andén. Los intrusos buscaron el altar donde reposaba el lienzo chiquinquireño y lo atacaron con un puñal en dos ocasiones, rasgando las fibras de esta pintura valiosa. Una vez consumado este crímen al arte y a las creencias de los católicos, volvieron a la calle y reunidos con sus compinches se dedicaron a seguir libando. Es imaginable la reacción de quienes estaban encargados de esta festividad y del pueblo en general. Voces de protesta e insultos para los causantes de tan cobarde acción, pero ningún compromiso de las autoridades policiales. La programación se suspendió, así como la peregrinación y el cuadro volvió a su sede en Boyacá. El cura párroco fue retirado del pueblo por orden del obispo y se dice que durante seis años no hubo ningún oficio religioso allí. Cuando la diócesis aceptó enviar nuevamente un sacerdote, este fue recibido con calle de honor y vítores de emoción por los pobladores. Hubo entonces una interrupción a lo que iba narrando mi madre. Quise saber que había sido de los autores de aquel acto sacrílego. Solo recuerdo lo que me dijo, había pasado con dos de ellos. De los otros tres destinos ya la memoria haciendo de las suyas, me impiden tenerlos a mano en la mente. Pero baste con saber que no fueron buenos los finales de su existencia terrenal. Uno de los que entraron a la iglesia, se dedicó al licor y en medio de sus borracheras cada vez más continuas, se vanagloriaba de su machismo por haber entrado a la iglesia a profanar el cuadro. En una de esas rascas, le dio por montar un caballo que vio cerca y que al decir de los presentes, era manso. Una vez se acomodó sobre él y habiendo picado sus ijares por las espuelas, el potro empezó a correr desbocado y sin que nadie pudiera pararlo. El jinete se dejó caer del lomo pero no pudo soltar sus pies de los estribos y en esa loca carrera, su cuerpo se fue despedazando contra las piedras del camino. Al final, el espectáculo –decían quienes lo vieron- era dantesco e inefable. Del otro sacrílego, hay un poco más de relato en la memoria. Cuentan que enfermó unos años después y según el médico que lo vio debía guardar cama por unos días. Sería cosa de administrar las medicinas y nada más. Pero la dolencia empezó a complicarse y el personaje de marras fue perdiendo las facultades físicas para levantarse, así que tenían que llevarle sus comidas a la habitación de la hacienda que poseía. Allí su esposa le alimentaba, lavaba su cuerpo y le cambiaba de ropas, algo que solo ella pudo hacer, pues con el tiempo, de la piel del enfermo empezaron a brotar gusanos y obviamente el olor era insoportable. El día que expiró, levantó vuelo del caballete de la casa un cuervo –chulo en el lenguaje santandereano- que había permanecido allí durante la agonía del moribundo. Lástima que los años se me hayan llevado de la mente las historias de los otros tres individuos que cambiaron en un momento de “valentía” el devenir de un pueblo apacible. Es aceptable que cuando las historias se narran de boca en boca, se convierten en leyendas. Pero las leyendas también hacen parte de los pueblos y de las tradiciones. He comparado la narración de mi madre con una de mi abuelo –en alguna tarde en que me enseñaba a ser carpintero- y solo hay diferencias en el estilo, porque el fondo de lo contado por ambos es igual. Y también lo es con lo que algunas veces escuché en esas tertulias campesinas donde no falta aquel trashumante que recuerda los tiempos vividos en su juventud. La historia de un pueblo la van bordando las palabras de sus habitantes, de ayer y de hoy. Los del mañana la escucharán y volverán a contarla. Ahí se va dejando para la posteridad. Y esa historia o alguna de sus partes, tal vez sea discutible y hasta imposible de creer. Pero tampoco es posible cambiarla. Sería necesario retroceder el tiempo. Ahora que está por cumplirse el centenario de aquella noche de abril, es bueno conocer por lo menos una parte de esa narrativa popular. Y en la volqueta que servía para todo y para todos, manejada al ritmo de los chistes de Jesús Moncada y adornada con festones y flores, apretujados en su carrocería un montón de “berlineros” -como se nos llamaba- bajamos a Rionegro llenos de entusiasmo a participar en el Tridúo de Desagravio a la Virgen de Chiquinquirá. Para mí la alegría fue triple. Me compraron las golosinas que me gustaban en el negocio administrado por Marcos Rueda en la “esquina de los varados”, otro camioncito se unió a mi colección de juguetes y disfruté de la brisa en la parte alta de la carrocería de aquella volqueta verde, con carrocería de camión que se quedó en mis recuerdos.