miércoles, 8 de junio de 2011

Todo lo que había en una escuela -Parte 1.-

Cuando sonaba la campana, dejábamos a un lado los juegos, las risas y las pilatunas de niños inocentes y sudorosos corríamos a la fila, donde, disimuladas entre las recomendaciones de la maestra, rematábamos con sonrisas y miradas de picardía, lo que nos había quedado pendiente del recreo.

Al entrar al salón, había que esculcar el pupitre, para sacar los implementos de la próxima clase. Y ahi... era Troya.

Qué no había en aquel espacio tan pequeño, pero que con nuestro ingenio, se convertía en una bodega para todo lo imaginable y para la fantasía.

De todo.
Los cuadernos Cardenal, con pasta color café y las tablas de multiplicar -nuestro primer tormento en forma de números, antes de Baldor- y las equivalencias de las medidas, en la pasta trasera. Los había de veinte, cincuenta y cien hojas, cosidos con grapas que se oxidaban con el uso y no traían fotografías de modelos empelotas que según los sicólogos de las ventas, sirven para despertar la inteligencia.

La regla de madera, de treinta centimetros, con un tiralineas metálico incrustado a lo largo de uno de sus filos y que a mitad del año escolar ya no estaba. Solo existía la ranura y un montón de nombres de compañeritas de salón,dibujos tipo Picasso y un montón de mugre, pegachento y ocre.

El borrador, de rayas azules y blancas, el de lápiz y tinta -blanco y gris- o el de nata o leche, blanco o de colores y con olor de arequipe. Cualquiera de ellos terminaba el periodo mordido por culpa del "strees" y bastantes huecos hechos con la punta del lapicero.

Para escribir usábamos el tradicional lápìz amarillo, al que se le raspaba uno de los lados del exágono formado a todo lo largo, cerca del latón que soportaba el borrador, donde se escribía el nombre del propietario. Era la seguridad democrática de entonces, para evitar la pérdida del instrumento de escritura. Este solo se reemplazaba por parte de nuestros padres cuando al sacarle punta empezaba a desaparecer la marca de seguridad o "sello antirobo" y los restos del borrador se hacían salir a juro, apretando la lata dorada con los dientes.

Los sacapuntas, generalmente de pasta, había que cuidarlos con esmero, para no tenerlos, con su cuchilla brillante pero sin filo. El secreto consistía en no soplarlos para retirar las "faldas de madera" que hacían con el envoltorio de la mina negra y asombrosamente débil de los lápices. Y era un magnífico "mecánico" el que lograba soltar el tornillo, afilar la cuchilla en una piedra y volverla a colocar, con buenos resultados. Generalmente, esa cuchilla, no volvía a servir.

El lápicero, rojo o azul, se compraba entre los más económicos del mercado, pues para familias tan numerosas, el presupuesto escolar era muy corto. Muchas veces cuatro, cinco y hasta seis hermanos estudiaban al tiempo en la misma escuela.
Igual, no duraba mucho y había que surtir unas dos veces al año, con los nuevos modelos que siempre, desde entonces, están saliendo al mercado.

Alguna vez, cuando haciamos cuarto de primaria, se pusieron de moda unos estilógrafos baratos, pero innovadores para nosotros. La recarga de tinta era toda una aventura y cuadernos y camisas se convertían en lienzos de cuadros abstractos a manera de manchones.

El tablero, generalmente en madera y de dos caras, el que giraba sobre dos soportes redondos que lo asían al marco, pintado de negro -el verde vendría después- y con unas rayas horizontales como renglones, nos permitía escribir muchas cosas, hacer dibujos y practicar las multiplicaciones, restas y divisiones en los descansos posteriores al almuerzo, que abrigado en el fogón de la escuela, reeplazaba la vanidosa lonchera de ahora.

Cada escuela, cada región, cada alumno tiene un montón de recuerdos y circustancias sobre las cosas que había en cada pupitre y en cada salón de clases.

Que vengan esas remembranzas. Escriban. Ayúdenme a recordar.

Mientras tanto acomodo mis cuadernos, la regla, el lápiz y los sueños de siempre en la bolsa plástica que desechaban en la tienda, la misma bolsa que había sido empaque de deliciosas colombinas, con la muchacha sentada sobre la luna y que servía de maletín de útiles escolares, más eficientes que los modernos, hechos en telas "impermeables" que dejan mojar todo.
Mientras tanto, me voy entre añoranzas a copiar cien veces "no debo olvidar mis deberes escolares."

1 comentario:

JON GALLEGO OSORIO dijo...

ahhh jesús que remenbranza me has dado, me has transportado al pasado, a la niñez, a mi amado pueblo, a esa vida que jamás se olvida.
gracias.