martes, 12 de abril de 2011

UN CUENTO PINTADO EN REALIDAD.

Cuando, desde la carretera, empezó a ver los tejados del pueblito que ahora comenzaba a querer, sintió que el palpitar de su corazón se hacía más rápido. Ya había ido unas cuantas veces, pero para ella era un pueblo más de los tantos que hacen bello el territorio santandereano.
Solo que ésta vez, una vuelta del destino había cambiado la forma de ver este montoncito de casas que se recuestan cariñosas sobre la falda de la montaña, mientras se deja bañar por el cristalino río bautizado lo mismo que él. Y es que solo había una causa para verlo distinto: Se hallaba enamorada. Esa circustancia la enrumbó hacia allí.
Ya el añejo automóvil, que iba y venía todos los días, hasta y desde la capital, había tomado el desvío que lo llevaría hasta la plaza. Porque todavía era plaza. Esa vieja plaza que recogía en su regazo los toldos mercantiles de lunes, jueves y domingos, cuando los campesinos volvían allí para vender sus cosechas, comprar el mercado y tomarse unas cervezas.
Pero ese hoy era martes, así que no había tanto bullicio cuando por el vidrio delantero del taxi, el centro del pueblo se asomó a sus ojos.
Una vez pagó el pasaje, pensó -y actuó- que tomarse un café le permitiría definir cual parte del pueblo plasmaría en uno de esos trozos de opalina que, en una carpeta de colegio, acompañaba unas plumillas, algún pincel, una tabla de soporte, un frasco de tinta china y varias servilletas que servirían de papel secante -por si algún accidente- en esa labor por la que iba y que se le había ocurrido una semana antes.

Se encaminó hacia la parte baja de la plaza y en ese tradicional negocio del primer piso de la alcaldía, pidió un café bien cargado, que fue saboreando sorbo a sorbo, mientras en sus ojos y en su mente, bullían las perspectivas y las imágenes revueltas e insaboras de las calles, de la casa, de la iglesia.
Quería que su obra fuera diferente a todas. Pero que mejor imágen de un pueblo que su iglesia. Esa sería su obra. Lo distinto estaba en que no sería una fotografía. Y sí, lo que ella sabía hacer muy bien. Un "retrato" en plumilla, trazada en directo, desde sus ojos al papel.
El tinto ya se acababa y aún no había hallado el encuadre para una buena visión que le permitiera dejar en el "lienzo" los mejores flancos del templo. El más sugestivo y sugerente, estaba en una de las ventanas de la Alcaldía. Pero casí imposible era, que le dieran permiso para hacerlo desde allí. Recordó de súbito, que para ella los "casis" no existían y fue en busca de la entrada principal de esa casa centenaria, subió por uno de los caracoles que, que también centenarios, habían sentido, oido y servido a muchos vecinos en sus trámites ante el gobierno del pueblo.
Una vez estuvo ante el Secretario del Alcalde, quien no estaba ese día, contó y pidió, que quería hacer y el porqué de su ilusión. Solo necesitaba que le dejaran contemplar desde la primera ventana que se ve a la izquierda, cuando se mira desde la plaza. Ah... y que le presttaran una silla. El resto correría por su cuenta. Ese resto estaba en sus manos, en sus ojos, en su mente y en su corazón. Donde también estaba él.
Sus mejillas estaban más rosadas que siempre. Casi rojas. Era común en su rostro este cambio de tono, cuando una alegría, una risa o una inquietud la acompañaban.
Se sorprendió un poco cuando escuchó un si por respuesta, pero ahi mismo se dio cuenta que estaba en un pueblo amable. Dio las gracias mientras le acercaban la silla y con la promesa de no molestar, se acomodó en ese rellano que hay entre el piso y la baranda, casi más centenaria que la misma casa.
Sacó de su carpeta de colegio los trastes de pintor, fijó en la tabla una de las hojas, blanca como su alma, destapó el frasco de tinta y entre un suspiro suyo y el sol mañanero del pueblo que hacía ver mejor la iglesia, sus manos empezaron a traer desde el otro lado de la plaza, las aristas, los círculos, las sombras y las luces de una iglesia siempre amarilla, que le servía de modelo y de inspiración.
Mientras la plumilla iba y volvía, con movimientos rápidos y firmes, apuntó en la memoria la hora que marcaba el viejo reloj y dejó vagar en su interior un poco de interrogantes que la tenían inquieta.
Pensó en aquella semana que llamaban santa, la de ese año diferente, cuando en una repartida de cartas del destino, quedó en el mismo sendero de ese ser que ahora le atraía. Por qué? No sabía. Tal vez porque el destino es necio, casi siempre.
Porqué sus rutinas diarias, sus idas muy de mañana a la universidad, sus manos transformando la espuma en arte; la redacción, transcripción y lectura de actas en aquel grupo donde el destino -otra vez necio- la había llevado, eran algo que se iba evaluando en otro corazón. Por qué? Seguramente porque cuando hay una forma de comparar, aunque dicen que no se debe hacer, se puede escojer lo mejor.
Sería posible estar viviendo lo que su corazón sentía? Claro que era posible. Claro era, que el amor había tocado y entrado sin pedir permiso, en su corazón. Y lo más claro es que ella no quería sacarlo, quería consentirlo allí dentro, entre ese secreto que por poco, parecía volverse público.
Tenía un poco de hambre, analizó en uno de los descansos que pedían sus ojos. Sacó de su bolso unas galletas que había comprado en la tienda de abajo para redondear un billete, recordando que eran de las mismas que había probado en una tarde de trabajo, al lado de él, mientras hablaban en un descanso, de arte y de ilusiones.
Volvió a mirar el viejo reloj, hizo cuentas y entendió que ya se habían ido casi tres horas, dos que le había robado a la mañana y un montón de minutos que la tarde se llevaba entre el sopor de un pueblo que dormitaba un poco al medio día.
Cuántas veces esas calles, esa iglesia, esos árboles habían visto crecer a quien ahora en su corazón estaba? Cuáles.....? Cuándo....? No. Ya estaba bien de interrogantes, que tal vez nunca tendrían respuesta.
Solo faltaban unas líneas en el costado dercho del dibujo, del lado norte en la visión real del pueblo. Las fue trazando sin afán, derramando con la tinta todo el resto de cariño que había puesto en esa obra. Sus ojos, luego, fueron hasta la iglesia, vinieron a la hoja, una y otra vez. Eran iguales... bueno, semejantes. Porque allá había color. Y aquí, las lineas negras de una plumilla sutilmente manejada por una mano sabia, hacían imaginar una sombra entre un montón de luz. Tal vez como una madrugada con neblina, tal vez como una noche donde puediera brillar el sol. Sonrió. Con esa misma sonrisa, que -ella no lo sabía aún- era una de las causas de que estuvieran enamorados.
El sol ya estaba entrando por los ventanales frontales de la Alcaldía. Sin prisa, guardó con cuidado sus elementos de trabajo y la hoja que ahora tenía plasmados su corazón y su alma, la puso entre otras dos que se quedaron sin usar. Terminó de comer una galleta solitaria y cuando tomó la silla entre sus manos para entregarla, se dio cuenta que varias personas, además del Secretario, contemplaban -nunca supo por cuanto tiempo- su oficio de artista enamorada. Sonrió y otra vez, la piel de sus mejillas se fue llenando de color.
Dijo un "gracias" que encerraba todo, volvió a sonreir y apretó con fuerza entre sus brazos y su pecho, aquella carpeta de colegio que en el INEM le había servido para guardar previos, trabajos y calificaciones, pero que ahora portaba el mejor regalo que, imaginó, pudiera dársele al ser que amaba.
Bajó por el otro caracol que servía como escalera, sintió que las tablas chirriaban bajo sus pies y supuso que alguna vez, los pasos de un niño habían ayudado a desajustarlas. Y sonrió una vez más. En cual niño había pensado? Es que su sonrisa era una costumbre halagadora.
Salió a la plaza, tratando de buscar en la distancia un reloj que marcara las horas con más prisa, para entregarle más rápido "la plumilla de tu pueblo" como empezó a llamarla.
En el taxi de turno estacionado en la Calle Real, faltaban dos pasjeros para el cupo. Le dijo al conductor que ella pagaría el faltante y con afán,sentada en la orilla derecha trasera, se fue escuchando las rancheras que sonaban en los bares de otra calle tradicional en el pueblo que se iba convirtiendo en suyo.

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