domingo, 6 de noviembre de 2011

CRONICAS DE CAMINOS Y CARRTERAS.

Por aquellos dias, casi terminando el año escolar de 1972 y con un segundo bachillerato en buenas condiciones, se presentó un asueto en las actividades del colegio y ni corto ni perezoso programé una ida a Misiguay para compartir con mi viejo que aún tenía a Honduras, esa finca "cafeteroganadera" que le quitaba muchas horas de su tiempo laboral.



El transporte a la vereda era muy irregular entonces.

Lusitania prestaba el servicio diario desde Bucaramanga, pero lo hacía con unas chivas muy pequeñas. La Iguana y La Guanábana, recordadas por muchos, que tenían como "pilotos" a Ricardo Amorocho y a Olinto Mantilla; montadas sobre chasis de camioneta tipo 100, Chevrolet 53 las dos , tenían un horario muy tempranero para mi disponibilidad de tiempo y espacio.



La otra ruta era prestada por El Lechero, un camióncito de estacas, International tipo 300 modelo 71, manejado por Nicasio Peña, amigo de mi papá y especializado en desbarajustar carros como por tarea. De hecho, este carro blanco, con solo un año de uso, ya mostraba las "habilidades" de su chofer.

En la cabina eran más los detalles ausentes que los originales del concesionario. Las manecillas de las puertas, las ventanillas abatibles o cortavientos, muchos de los "relojes" de control, las viseras del techo, los tapetes y la elegancia del sillín, hacía rato brillaban por su ausencia.

Lo único bueno, funcionando perfectamente entre tanta debacle, era un "pasacintas" con lucesitas, bien equipado con casettes de "rancheras ventiadas" que sonaban a todo dar en los recorridos mañaneros, recogiendo en cada aparte de caminos a las fincas, la leche recién ordeñada, para llevarla a la ciudad; o de regreso en las tardes hacia la vereda.



Esa, la tarde de ese jueves contacté a Nicasio para que pasara por la casa y me enrumbé hacia esa tierra que me había visto crecer durante seis años, donde tuve una emisora, aprendí a jugar futbol, hice mi primaria y disfruté de "las primeras mieles del amor".

Calculé que llegaríamos a las cuatro de la tarde más o menos al caserío y destinaría otra media hora para recorrer a pie los dos kilometros de carrtera hasta la quebrada Cedrillera, por la via hacia Los Alpes y Tequendama, fincas que fueron de Gilberto Rueda García, otro de los Tres Mosqueteros de la región; y subir luego por entre el cafetal de La Cabaña, desde la quebrada asustadora en tardes y en invierno.

Su abundante vegetación que formaba túneles naturales la hacía oscura y era muy fácil recordar historias de "berrionas" y otras vainas, referidas por el viejo en esas noches de tertulias campesinas.



Pero no contaba con que El Lechero tenía que ir hasta un punto de la carretera a Cuesta Rica para recoger una vaca y su cría, que algún vecino veredal había comprado por allá.

Así que el periplo se alargó. El casette de Antonio Aguilar, lleno de canciones alusivas a caballos de todos los colores, dio dos vueltas completas.

Estacionados a la orilla de la carretera, esperamos por bastante tiempo los nuevos pasajeros. Algún inconveniente pastoril retrasó un par de horas la llegada, así que los últimos minutos de la tarde empezaron a tornar en sombra el paisaje que había dibujado el sol desde la mañana.

Mientras esperábamos mirando el paisaje agreste y ventisquero, el conductor, una señora que iba para la finca de los Gelves y yo; alcanzaron a pasar por el escenario "pasacíntico" Cuco Sánchez cantando al ritmo de la guitarra de Antonio Birbiesca, algunas carrileras de un montón de hermanas, -las Padilla, las Calle- , con las Alondras, las Gaviotas y otros duetos femeninos.

José Alfredo Jiménez nos contó y nos cantó con su voz aguardientosa la historia de "una piedra en el camino" que le enseñó que su destino era "rodar y rodar". Antonio Aguilar de nuevo, pero no cantándole a los "jácaros" sino a las Noches Tenebrosas que me hacía pensar en la próxima subida por la Cedrillera, seguramente bien entrada la noche.... "cuando las once y media en un reloj tal vez serían"...... y la vaca, nada que llegaba.

Al fin llegó y logramos embarcarla, para arrancar de regreso a Pto. Arturo y emprender los nueve kilomentros de cuestas y trocha hasta el caserío de Misiguay. Entonces, ya se habían ido los arreboles que se forman cada tarde en el cielo sobtre el Rio Magdalena y que uno ve ahí, "cerquitica". Un montón de estrellas -incluído el bueyero guía- ya estaba titilando, saltando juiciosas bajo el firmamento.



Las subídas de Matecacao, San Agustín y El Cristal las recorrimos escuchando a Julio Jaramillo, que decía entre lamentos "no me toquen ese vals porque me mata", a Olimpo Cárdenas lleno de Temeridad y a Lupe y Polo que ya habían conseguido Dos pasajes para irse a otras tierras con su prieta querida.



En la Cristalina, la tienda descansadora de la cuesta, nos tomamos una cerveza para mitigar el calor que no era comun en esas tierras y a esas horas. Dejé disimuladamente los residuos líquidos de mis riñones contra un matarratón que sostenía las cuerdas espinosas de una cerca de potrero, recordé que "por el camino del sitio mío, un carrtero alegre cantó" a la Luz Marina que vivía más abajo de la tienda. Volvimos al camión y recorrimos la travesía de El Coco, La Guamaleña y La Cabros en media hora.

Llegamos hasta la gruta de la Virgen del Pocillo, la misma que habían encontrado en un pozo de la quebrada cercana y en un barranco desembarcamos los pasajeros mamíferos, frente a la casa de Federico González, un personaje típico de allí.

Fue ahí cuando apareció don Alonso Rodríguez, linterna en mano y ofreciéndome -noble y buen amigo como siempre- la hospitalidad de su casa, para que no arriesgara un susto con las "mechudas que aparecen en la curva de la escuela vieja, la escuela de doña Inés", me dijo.



Volví entonces a entrar en esa casa de zaguán y patio interior donde los caracuchos, los zagalejos y alguna dalia le daban color a la estancia. Ya había estado allí otra gente de ingrata recordación para la vereda, gracias a una trampa que querían hacerle a ese ser bonachón y servicial que siempre tenía un consejo para todos, en palabras que mezclaban el respeto y una sonrisa que parecía estar "mamándole gallo" al aconsejado.

Ya recuperada su tierra y su casa, seguía allí para continuar siendo faro y guía de la región en un acuerdo tácito que había hecho con mi papá y con Gilberto Rueda, pero que este abandonó porque le tocó irse a colaborar en las obras del más allá, una madrugada de lunes en que rodó con su campero Willis y un amigo, desde la carretera hasta el lecho de la Quebrada la Pajuila, abajo de la tienda de Los Colorados.



Leonor, esposa de don Alonso, hija de Rosario Nieto, la partera de la vereda; me preparó en minutos un caldo de papa con arepa de pelao con lo que calmé la angustia estomacal y la de tener que subir solo por esos caminos llenos de mitos, espantos y sustos imaginados en un santiamén.

Conversando de mucho y de todo, don Alonso ya me estaba contando la historia de "la primera palada de tierra que moví para comenzar la construcción de la carretera en Pto. Arturo"..... cuando llegó mi papá. El instinto de padre, de sangre, lo hizo pensar que yo andaba por allí, aventurando en una noche de estrellas y corrió a brindarme protección. Compartimos un tinto más con su amigo y mi amigo, nos despedimos y caminando "conversadito" nos fuimos para Honduras.

Ya se me había quitado el miedo.

Es que iba hombro a hombro con el ser que más admiré siempre, entre otras cosas, por valiente. Y así, nadie tiene porque sentir miedo.