sábado, 18 de junio de 2011

Un viaje de trabajo y de sueños.

Esas noches de jueves, cuando había confirmado que mi papá me llevaría con él a Bucaramanga, en ese plan tradicional de hacer el mercado para la Cooperativa de Consumo de la Hacienda Berlín, que gerenciaba, eran de sueños y alegría.
Sabía que tenía que madrugar a las cinco y media de la mañana, para alistarme y salir con él en eso que era una aventura, acompañado, más que por mi padre, por ese amigo que tuve desde que nací.

Hacía cuentas, entre las cuentas, de que carrito me iba a comprar en un descanso de las vueltas laborales.
Seguramente habría otro de la colección de Plásticos Gacela, que por ser como de una pequeña colección y decentes en el precio, eran de mis preferidos.

Me dormía tratando de que la noche pasara lo más rápido posible y cuando me daba cuenta, ya estaba sonando en la Radio Atalaya el programa Alegría de mi Rancho, con sus coplas mañaneras, sus rancheras para el gusto de los campesinos y los mensajes -a manera de razones- que en ese tiempo era casi la única comunicación de la ciudad con el campo. "Se informa a don Cosme Villamizar, en la vereda Quebraditas del Corregimiento Santa Cruz de la Colina, que sus sobrinos viajan esta tarde en el camión lechero y que le llevan los encargos que había pedido". Por ejemplo. Era como un visionario adelanto de las vías celulares y virtuales de ahora.

Después de un baño bien frio, cuando el clima era diferente, me vestía y en menos de quince minutos ya estaba listo para emprender el viaje.
Saliamos volados por ese caminito que recuerdo con curvas y piedras, pasábamos por la cooperativa para recoger empaques y alguna cosa que faltara y por el ramal que llegaba hasta la hacienda, nos comíamos los seiscientos metros que habían hasta el cruce con la carretera de La Colina, por donde bajaría en unos minutos la buseta Ford de trompa amarilla con guardafangos rojos, para en ella enrumbarnos definitivamente hacia la capital.

Por el trayecto, mientras mi viejo conversaba con el conductor o con algún amigo, le proponía, ya en la carretera central, que jugáramos a quien adivinaba la marca del proximo carro que encontráramos. Casi siempre le ganaba, porque él, pendiente de sus temas de adulto se le olvidaba que íbamos "apostando" en ese juego donde el premio era un abrazo y su sonrisa de papá.

Pasábamos por Rionegro muy rápido y en menos tiempo del pensado, ya veía los rastrojos que abajo del barrio San Rafael me recibían como paisaje de ciudad. El barrio Kennedy apenas estaba poblándose y había otros ranchos, más que casas, en lo que llamaban entonces La Juventud. En Los Colorados solo había una, que servía de tienda. Bucaramanga estaba todavía muy lejos de llegar a esos entornos.

En la calle sexta con quince, frente a la Bomba Santa Marta y la Escuela de Cementos Diamante, nos despediamos de pasajeros y transporte y bajábamos las dos cuadras hasta la casa de los abuelos paternos.
Ahí, después de saludos y la entrega del presente, de un par de "actualizaciones" sobre la familia, mi papá "hacía traer un "carro de plaza" como se llamaban antes los taxis y nos íbamos hasta el Granero Oriental, arriba de la quince por la calle treinta y tres.

Dejábamos los trastes, incluido un maletín con dinero en efectivo, -como ha cambiado la vida- y empezaba el vaivén de mi papá, conmigo a su lado, buscando productos con buenos precios, para surtir los estantes y graneros de la entidad proveedora de los socios.

Ibamos a un negocio de panela de una señora Delia, o a la panelera de la Quebrada Seca, a las bodegas de papa que quedaban en los bajos de la plaza, justo debajo del puente, a las ventas de maíz, de fríjoles, de alverja, de cotizas, de quincallería -productos para la cocina-, de drogas -o remedios, para evitar malos entendidos- y de un montón de cosas que hacían parte de la lista. Siempre se buscaba el mejor precio. Nunca se compró en la primera parte donde se entraba, sin antes comparar en otros dos o tres negocios.

Apenas eran las nueve de la mañana y ya la mitad del mercado estaba hecho. Entonces pasábamos por un puesto de verduras dentro de la plaza, que tenía como vecino a un vendedor de Nevados, esos panes cubiertos de mantequilla y azúcar que eran y son, un manjar para mi paladar y mientras el compraba la cebolla cabezona morada y las zanahorias, yo despachaba por entre mi garganta dos de esos panecillos blanditos y sabrosos como un cielo.

Y ahí, me decía: Vamos para EL TIA.
La sangre se alborotaba en mis venas. Era la oportunidad de volver a ese almacén que guarda mil recuerdos de mi niñez. Llegábamos casi siempre por el Pasaje Cadena y al entrar, ese aroma intacto en mi mente, del café molido que allí vendían, me servia de pasante para los restos de Nevado que aún llevaba entre mi boca.

Pasar por la venta del café era de obligación. Nos gustaba mucho su sabor y su textura. Siempre que se iba a la ciudad, una libra o un kilo de ese manjar oscuro y oloroso regresaba con nosotros entre los encargos, así la hacienda fuera una gran productora de café. Pero no había tiempo para la tostada y la molienda.
Después a la sección de juguetes y allí si, a darle gusto a los ojos y a los sueños. La sección era muy bien surtida -no como ahora- y había para escoger, eso si teniendo en cuenta que no se podía sobrepasar el presupuesto. Jamás tuve un carro de cuerda, menos de pilas. Lo máximo en tecnología de juguetes fueron un Volswagen y algun camioncito de impulso. El escarabajo está en alguna de mis fotos de perfil del FB.
Ya con el carro en mis manos, en una bolsa blanca, de papel que tenía por un lado el logo grande del almacén y por el otro el listado de todas las ciudades donde funcionaba una sucursal, se me acababa la preocupación y dejaba que se fuera el tiempo sin afán.
El almuerzo lo buscábamos en un restaurante que había por la diesiseís, creo que se llamaba La Delicosa. Abundante y muy rico, mi papá me daba el gusto de comer unha carne que envuelven en huevo, que por aquellos tiempos era mi plato preferido. Después, pasábamos por el Almacén Barranquilla, en la carrera quince, donde se compraban uno o dos díscos de 78rpm, uno de música colombiana para mis papás y otro a mi gusto, que -quien lo creyera- eran casi siempre de lo que ahora llaman carrilera.

Para regresar a la casa de los abuelos en la sexta, tomábamos otro "carro de plaza", mientras que el mercado ya lo estaba llevando en su "carroe¨mula" un señor Francisco, que tenía toda la confianza de mi viejo y que en tres o cuatro viajes amontonaba el surtido para que después lo recogiera la volqueta de Berlín, o en su defecto Victoriano en su buseta, en un viaje extra que se hacía ya al caer la tarde.

El regreso era lleno de alegría, imaginándome como, cuando y donde iba a disfrutar mi nuevo juguete. Después de comernos un par de Doradas sudadas, que casi siempre iban con nosotros, pintaba con tiza una nueva carretera en el corredor de la escuela y empezaban mis juegos. Mientraas tanto mis viejos se dedicaban a liquidar precios para las cosas compradas, buscando si era posible bajarlos para beneficio de la gente. Esto siempre fue una constante. Y de soslayo, cuidaban mis recorridos "manejando" mi nuevo camioncito. El sueño me vencía. Al otro día, cuando me levantaba, ya mi padre había partido en busca de las reses que se venderían vueltas carne, ese domingo.

Entonces, como ahora, pensé en lo grande que pudo llegar a ser esa cooperativa. Ya estaba empezando a tener clientela de ciudad. Algo que parecía descabellado. Iba creciendo. Otras, que nacieron en esos mismos tiempos, subsisten. Y son grandes.
Muchas rutas hubieran cambiado. Para muchos, la vida pudo ser diferente- Pero ahora, solo hay recuerdos para escribirlos, para dejarlos saber en medio de una llovizna pertinaz que acompaña este momento de domingo.

miércoles, 8 de junio de 2011

Todo lo que había en una escuela -Parte 1.-

Cuando sonaba la campana, dejábamos a un lado los juegos, las risas y las pilatunas de niños inocentes y sudorosos corríamos a la fila, donde, disimuladas entre las recomendaciones de la maestra, rematábamos con sonrisas y miradas de picardía, lo que nos había quedado pendiente del recreo.

Al entrar al salón, había que esculcar el pupitre, para sacar los implementos de la próxima clase. Y ahi... era Troya.

Qué no había en aquel espacio tan pequeño, pero que con nuestro ingenio, se convertía en una bodega para todo lo imaginable y para la fantasía.

De todo.
Los cuadernos Cardenal, con pasta color café y las tablas de multiplicar -nuestro primer tormento en forma de números, antes de Baldor- y las equivalencias de las medidas, en la pasta trasera. Los había de veinte, cincuenta y cien hojas, cosidos con grapas que se oxidaban con el uso y no traían fotografías de modelos empelotas que según los sicólogos de las ventas, sirven para despertar la inteligencia.

La regla de madera, de treinta centimetros, con un tiralineas metálico incrustado a lo largo de uno de sus filos y que a mitad del año escolar ya no estaba. Solo existía la ranura y un montón de nombres de compañeritas de salón,dibujos tipo Picasso y un montón de mugre, pegachento y ocre.

El borrador, de rayas azules y blancas, el de lápiz y tinta -blanco y gris- o el de nata o leche, blanco o de colores y con olor de arequipe. Cualquiera de ellos terminaba el periodo mordido por culpa del "strees" y bastantes huecos hechos con la punta del lapicero.

Para escribir usábamos el tradicional lápìz amarillo, al que se le raspaba uno de los lados del exágono formado a todo lo largo, cerca del latón que soportaba el borrador, donde se escribía el nombre del propietario. Era la seguridad democrática de entonces, para evitar la pérdida del instrumento de escritura. Este solo se reemplazaba por parte de nuestros padres cuando al sacarle punta empezaba a desaparecer la marca de seguridad o "sello antirobo" y los restos del borrador se hacían salir a juro, apretando la lata dorada con los dientes.

Los sacapuntas, generalmente de pasta, había que cuidarlos con esmero, para no tenerlos, con su cuchilla brillante pero sin filo. El secreto consistía en no soplarlos para retirar las "faldas de madera" que hacían con el envoltorio de la mina negra y asombrosamente débil de los lápices. Y era un magnífico "mecánico" el que lograba soltar el tornillo, afilar la cuchilla en una piedra y volverla a colocar, con buenos resultados. Generalmente, esa cuchilla, no volvía a servir.

El lápicero, rojo o azul, se compraba entre los más económicos del mercado, pues para familias tan numerosas, el presupuesto escolar era muy corto. Muchas veces cuatro, cinco y hasta seis hermanos estudiaban al tiempo en la misma escuela.
Igual, no duraba mucho y había que surtir unas dos veces al año, con los nuevos modelos que siempre, desde entonces, están saliendo al mercado.

Alguna vez, cuando haciamos cuarto de primaria, se pusieron de moda unos estilógrafos baratos, pero innovadores para nosotros. La recarga de tinta era toda una aventura y cuadernos y camisas se convertían en lienzos de cuadros abstractos a manera de manchones.

El tablero, generalmente en madera y de dos caras, el que giraba sobre dos soportes redondos que lo asían al marco, pintado de negro -el verde vendría después- y con unas rayas horizontales como renglones, nos permitía escribir muchas cosas, hacer dibujos y practicar las multiplicaciones, restas y divisiones en los descansos posteriores al almuerzo, que abrigado en el fogón de la escuela, reeplazaba la vanidosa lonchera de ahora.

Cada escuela, cada región, cada alumno tiene un montón de recuerdos y circustancias sobre las cosas que había en cada pupitre y en cada salón de clases.

Que vengan esas remembranzas. Escriban. Ayúdenme a recordar.

Mientras tanto acomodo mis cuadernos, la regla, el lápiz y los sueños de siempre en la bolsa plástica que desechaban en la tienda, la misma bolsa que había sido empaque de deliciosas colombinas, con la muchacha sentada sobre la luna y que servía de maletín de útiles escolares, más eficientes que los modernos, hechos en telas "impermeables" que dejan mojar todo.
Mientras tanto, me voy entre añoranzas a copiar cien veces "no debo olvidar mis deberes escolares."