sábado, 23 de abril de 2011

"LA PLUMILLA DE TU PUEBLO" Segunda parte de: Un cuento pintado en realidad.

En esa avenida que ha parecido siempre una montaña rusa, repleta de transeúntes, carretillas, mendigos, bultos, buses, aromas de basura; con un poco de miedo se bajó de aquel taxi gris que tal vez alguna vez había sido una patrulla y buscó la parada de bus más cercana, para esperar uno que la llevara por los lados de su casa. Ya la tarde avanzaba calurosa.
Almorzó recordando que precisamente al compartir un almuerzo, un día de trabajo previo al inicio de las festividades de la ciudad, se enteró de los sentimientos que la traían entre feliz y preocupada.
Fue una confesión rápida, directa, concisa. Sin rodeos. Casi se atraganta con aquel pedazo de solomo asado que acababa de recibir. Y la explicación a ese regalo fue la pincelada final en ese cuadro de declaración de amor. La que marcaba el comienzo de un romance que se hacía imposible. Pero existía. No podía negárselo, ni olvidarlo. Por eso la mañana y parte del medio día lo había destinado a crear un detalle que quizás con el tiempo se podría convertir en un recuerdo. Por ese amor que inundaba su sentimiento, sin dejarla pensar en el mañana.
Dio las gracias a su mamá por la vianda, pasó por el lavabo y en el espejo, volvió a sonreir. Y notó que sonreía con picardía, con esa alegría que sienten los enamorados.
Se dejó caer sobre la cama, pensando en una reunión de trabajo que a las cinco de la tarde le dejaría verlo nuevamente, entregarle todo lo que había en aquella hoja de opalina, contarle sus aventuras en el pueblo para que algún día, con ellas, escribiese un cuento y seguramente sonreir mucho ante los ojos pequeñamente incrédulos del ahora dueño de su sentir.
Despertó con el tiempo justo para alistarse y buscar un transporte hacia la sede del evento. Buscó ágil, pero sin angustias, un jean que sabía a él le gustaba verle y el buzo crema con el estampado tropical que le trajo su hermana de las islas.
Salió presurosa y recorrió las tres cuadras que separaban la casa de aquel parque que se parte en dos para dejar pasar el tráfico que va o viene a y de la frontera.

Cuando llegó al inmenso lote que se iría convirtiendo en un pueblo gitano, consiguió decidir que solo le entregaría "la plantilla de tu pueblo" al terminar la reunión.

Se saludaron como de costumbre, sonrientes los dos y se integraron a sus compañeros para discutir mil temas de la organización. Eran casi las ocho de una noche llena de estrellas, sospechosamente cálida en un septiembre lluvioso y frío. En la terraza vieja de lo que alguna vez fue una fábrica de refrescos muy famosos, que se usaba como tarima de espectáculos y contemplando en la avenida el paso agitado de quienes regresaban a sus casas después de trabajar, le preguntó sin dudas y sin darle tiempo para pensar, que era lo que más quería de su pueblo. Sonrieron, mientras en los labios y en la mente de él, patinaban palabras que peleando, querían ser cada una, la primera.
Entonces dijo que la gente, que el río, los recuerdos de infancia, que los paseos de la mano de su padre en días de mercado cuando chíco, que los carros, que la iglesia...
No lo dejó seguir con el listado de sus gustos. Mientras el acomodaba las palabras, ella fue sacando de la carpeta, si, de esa misma carpeta de colegio, aquella hoja donde habia impregnado, mezclándolos; la tinta, los trazos, su corazón y su alma, en una imágen que hablaba sola.
En su mano derecha estaba ese cuadro exclusivo, único e irrepetible. Con la izquierda rodeo la espalda ancha de su amigo, mientras su voz en un arrullo eterno le decía que lo amaba desde siempre y ese siempre no tenía ubicación ni en el tiempo ni en el espacio.
Callado, sonriente, extasiado, entretenido y solemnemente grato, mientras escuchaba esas palabras que parecían una balada de amor, sintió que sus ojos se encharcaban de alegría. Algo que nunca pudo controlar y y por lo que muchas veces recibió críticas a sus lágrimas. Ahora un par de ellas, reflejaban en sus mejillas bajo una luna cancionera, que de su corazón estaba brotando un manantial de gratitud.
Se quedaron un buen rato contemplando ese pedacito del pueblo trazado con cariño, mientras le contaba las peripecias del viaje esa mañana, la bondad del pueblo, el detalle del sol iluminando cielo y pueblo, todo porque quería regalarle algo que nadie nunca pudiera repetir.
Aún se oía el conversar de los trabajadores que preparaban casetas y tablados. Creyeron prudente despedirse y marchar cada uno hacia su casa. La ilusión pensada y soñada, estaba cumplida. La obra, la iglesia de ese pueblo ahora consentido por ella también, pintada con amor, con dedicación por sus manos generosas, ya era de su propiedad. No sabía que iba a seguir de ahí en adelante. No era fácil tejer tantos sueños en un telar que tenía "dueña".
Habría que superar momentos y esperar que sus ratos compartidos pudieran volverse eternos.
La vida siguió. Las horas y los días se convirtieron en historia, mientras iban llegando otros. Las fiestas de la ciudad empezaron, llenaron de alegría a la gente y también se fueron. Solo quedaba el eco del bullicio y los saldos de una semana diferente.
En una carpeta de cartón que tomó de la oficina ferial, guardó aquel dibujo ensoñador, para llevarlo hasta su casa cuando fuera el momento. Después, allí permaneció escondido por un tiempo, porque mientras en y para el resto del mundo era una obra de arte, en esas cuatro paredes lánguidas y sin mañana, se convertía en un pecado. Su dueño no se atrevió a mostrarlo, simplemente lo dejó entre las zarzas de una rutina silente y dañina que venía destrozando todo.
Lo alcanzó a imaginar enmarcado con molduras de cedro y arabescos dorados, como se usaba entonces y al frente de la sala de su apartamento. O tal vez sería mejor un marco lineal con prolongación de fique, como había visto uno en la galería. No sabía como lo iba a lucir en el tiempo por llegar. Eso sería un acuerdo mutuo con su otro corazón.
Y guardó también un prudente olvido pasajero para no llenarse de tantas ilusiones, que parecían borrosas en un horizonte oscuro y fantasmal.

Una noche, mientras entretenía las horas aliviando el trabajo magisterial de la mamá, le restregaron los pecados. Y entre los sacrificios que quiso hacer para salvar un navío que ya venía condenado desde siempre al naufragio, tomó en sus manos "la plumilla de tu pueblo" que le alcanzaban y se dejó imponer la orden de acabar con ella "para que se borren los recuerdos de la intrusa". Nunca supo la ignorante, que ahí, justo en ese instante, el recuerdo se volvería eterno; invisible pero permanente.
Temblando con las manos que la sostenían por última vez, recibió las lágrimas que caían de unos ojos tristes. Esta vez eran de rabia y de tristeza. Y empezó a sentir, porque ya había tomado vida, que su dueño rasgaba su cuerpo de papel y su imágen de tinta y de ternura. Si piedad, porque la piedad ahora estaba en el barco lastimero, esas mismas manos que alegres recibieron su existencia, ahora degarraban sin razón su corta vida.
Tristes pedazos de un papel querido y de un amor que había que matar cuando apenas nacía, resbalaron de unos dedos inermes, cruelmente quietos y culpables.
Eran mis dedos, mis manos que ingenuas querían con este crímen al arte, revivir algo que por un tiempo agonizaría hasta morir.
"Se puede tornar, por amor, en un imbécil", leí alguna vez en un viejo cuaderno donde mi abuelo guardaba de su puño y letra, frases que oía y que le parecían sabias. Y si que lo eran.
Y el imbécil, ahí, fuí yo.

No hay comentarios: