miércoles, 16 de junio de 2010

PAPA... Gracias..!

Papá,
cuando llegúe a tu vida,
llené tu mundo de alegría,
en tu cabeza estaba mi futuro
y tus labios sonreían.

Y fui creciendo...
siempre bajo tu cuidado,
eras sombra de mis travesuras,
eras compañía y abrigo
entre tu especial ternura.

Y mis triunfos
te llenaron de orgullo,
entre palabras de alabanza
mostrabas al mundo
tu sueño y tu esperanza.

Y con respeto,
con mi gratitud sentida,
hoy te abrazo con cariño...
con el amor que por la vida
me enseñaste desde niño.

Gracias Papá...
por caminar conmigo
en los senderos del pasado,
por soportarme como amigo
y llevarme entre tus brazos.

Lino Torrano.

domingo, 13 de junio de 2010

EL COMPADRE PEDRO, como lo llamaban mis viejos

Lo veía llegar a la hora del almuerzo. Pasadas las doce. Era de pocas palabras por aquella época.

Tendría yo unos seis o siete años y la década de los sesenta ya había cogido vuelo. Ya habían pasado unos años, desde cuando me sentaba en el suelo, a desayunar, y muy juicioso. Cuando mi madrina me preguntaba el nombre y respondía, entre tímido y a media lengua: Chuz Báez.

Ahora, ya podía analizar a quienes me rodeaban. Y mi padrino, que infundía respeto, centraba mi atención.

Después del alimento del medio día, se sentaba a escuchar, en su vieja radiola, y casi con veneración, el noticiero que presentaba Fabio Becerra Ruuuuuiiiiiiz, pasando luego a su habitación, donde hacía una siesta muy corta y emprendía el regreso a su taller de siempre en la calle veintitrés, o al negocio de San Francisco, en sociedad con Juvenal Garzón.

Los fines de semana eran diferentes. Cuando coincidíamos; yo, viniendo del campo y el domingo; podía disfrutar de ese inolvidable paseo, que luego de encender las luces de su sitio de trabajo, nos llevaba por la carrera 15 y luego por la calle 36, extasiando mis ojos con las luces de neón de todos los locales comerciales, mientras me agarraba fuerte a las barandas de la entonces casi nueva, Chevrolet 54 negra, que le servía de carro de trabajo y al mismo tiempo, de automóvil familiar. No era la ruta a seguir, pero sé que lo hacía para que su ahijado se deleitara con los avisos multicolores, que desafortunadamente, como muchas cosas buenas, ya desaparecieron.

En esa camioneta y con su familia fueron a Berlín, la vereda de Rionegro, donde entonces vivíamos, mi mamá como maestra, Mamín como administrador de la Cooperativa de consumo y yo como estudiante de segundo primaria. Su visita fue el día en que me vestí de paño y corbatín para recibir por primera vez la Hostia Sacramentada. Su presencia y un perrito enrazado de pekinés, fueron el mejor regalo. Aparte de un billete de veinte pesos, que me alargó con disimulo, lo mismo que hacía cada vez que íbamos por la adorada casa de la carrera 23 No. 31-39, donde la ofrenda para el ahijado era un billete de diez pesos. Me alcanzaba para comprar media tienda.

Luego él me vio crecer y yo fui mirándolo pasar el tiempo, pero sin envejecer. Se había vuelto más conversador.

Con mi papá, con su compadre Flaminio, le gustaba hablar de política. Patrocinaron los dos, la emperifollada de mi madrina y de mi mamá, para ir a votar por primera vez en el comienzo del Frente Nacional. Ambos lleristas, de los dos Lleras; ambos muy liberales, congeniaban en el tema y para mí era interesante oírlos y verlos, mi viejo con su sonrisa blanca y mi padrino con ese gesto característico que parecía como si estuviera buscando mil espinillas en su rostro.

Cuando mi padre enfermó y se fue, sentí que a su compadre Pedro, le iba a hacer falta con quien conversar del gobierno.

Estuvo, durante la decadencia física de mi papá, muy pendiente de nosotros, de su comadre Blanca, a quien quiso muchísimo, tal vez no sólo por ser casi cuñada, sino porque mi mamá quería a los Bohórquez Correa, con el alma. También de su ahijado, a quien cargó en la pila bautismal de la iglesia de Fátima, en un costado de su querido Parque de los Niños, cuando sólo tenía unos meses y quien lo consideró siempre, como lo dice la teoría eclesial, un segundo padre.

Por eso, al terminar su trasegar por este mundo, lo acompañé toda la noche en la sala fúnebre y lo despedí frente a su última morada, con unas palabras que me salieron del corazón.

Es que se iba mi padrino, el gran amigo de mis padres, el ser que siempre nos brindó su casa para nuestras esporádicas estadías en la ciudad, mientras vivíamos en el campo; quien hacía realidad mis sueños infantiles de tener dinero propio para ir hasta la tienda y negociar confites, gaseosas, amasijos y la revista Selecciones. Y el ser que los domingos pasaba por algún Marvilla y nos gastaba esos helados que sabían a lo que saben las ilusiones.

En el final de su carrera como transportador, que le permitió ser uno de los primeros socios de Copetrán, mover pasajeros, canastos y ovejas en el viejo Dunquerke, por las carreteras de la provincia oriental de los santandereanos; parquear orgulloso un Studebaker amarillo en la puerta de su casa, y andar gustoso en ese Chevrolito azul claro y blanco, que altivo y galante se convirtió por mucho tiempo en su consentido, le ayudé a conseguir, por pedido suyo, un cliente para el R-4 rojito, que pasaba cada tarde de domingo por mi casa de la carrera 22, rumbo a Girón, cargando con un montón de sueños, de experiencias y de alegrías, mezclados entre Sofía, sus nietos y ese rovirense echao pa´lante.

Ya no quería manejar más, la ciudad había crecido y se complicaba el conducir, “con tantos carros la ciudad y con tantos años yo”, me decía. Cuando lo vendió, me ofreció una comisión que me negué a recibir. Entonces me dijo: “Tómelo como herencia” y se alejó sonriendo.

Al partir terrenalmente, todos sentimos que fue fructífera su vida. Que dejó un ejemplo. Que trabajó siempre por el bien de su familia, de sus socios y de sus trabajadores.

Todavía, cuando voy por Bucaramanga y llego a esa casa llena de recuerdos, creo entender, sentir y ver, que don Pedro Bohórquez aún está pendiente de la visita, para volar hasta la tienda y traer alguna vianda. Quizás lo veo, ofreciéndome las dulces mandarinas del árbol solariego. O tal vez lo recuerdo entregándonos por la época de aguinaldos, el vino Sansón y las galletas Caravana, tradición de todos los años, que con la tarjeta navideña, eran algo así como un adelanto del Niño Dios y de los Reyes Magos. Es que era un señor con alma de niño y lleno de magia para brindar el cariño.

Igual, siempre fue muy atento con quienes lo rodeábamos y para su corazón, como para los corazones de la gente buena, DAR era sinónimo de FELICIDAD.

Mientras dejaba navegar las horas sobre olas de tristeza, esperando el amanecer acompañado de su ausencia, tracé sobre un papel estás palabras que ante su tumba recité con un sentimiento casi infantil.

Se nos fue otro de los viejos buenos
de los que a la familia y a la patria amaban,
de aquellos que en cada madrugada
hicieron del trabajo su desvelo.

Desde San Andrés, su querido pueblo,
vino y sentó raíces basado en la constancia
y sus manos generosas, sin distancia,
fueron soporte de un fiel compañero.

Un consejo, una palabra, o tal vez su compañía
a los amigos brindó, siempre dispuesto
porque era su ley. Él ayudaba,

por eso sentiremos su ausencia cada día
y nadie ahora podrá ocupar su puesto,
desde el cielo velará por todo lo que amaba.

Hasta siempre Don Pedro,
Hasta siempre Padrino!


Jesús Antonio Báez Anaya (Ahijado)
Medellín, 2008

sábado, 12 de junio de 2010

El DEL SETENTA...... UN SUEÑO...!

El sol, bajo los cielos de Rionegro marcaba la mitad de la tarde en ese junio veranoso. Ya casi acababa el mundial del 70 y la fiebre del fútbol invadía el cuerpo y el alma de Flaminio, un adolescente campesino, hijo de maestra y finquero, que ante la inexistencia física de un televisor en la vereda, se había contentado, – y de que manera- con vivir los partidos por la radio.
En medio de la transmisión desgañitada de los locutores, hacía tránsito de levitación y salía de su cuerpo para ir hasta México, a enredarse con un montón de cables y botones – según se imaginaba – desempeñando el oficio de control de transmisión a la radio colombiana.
Ese trabajo, que alguna vez vio hacer en el estadio de su tierra, solo lo hacía por un momento, porque apenas comenzaba el partido, se metía en él – como un segundo arbitro, invisible – y corría con esos jugadores desconocidos, altos, negros, calvos, monos, sin decirles nada. O tal vez si, claro que si les decía. Cuando el balón pasaba por entre los tres palos y espantaba los mosquitos que atardecían descansando en la malla de piola blanca, corría como el que más y se abrazaba de tú a tú con el autor del gol y con sus compañeros, que sin verlo estrujaban su cuerpo entre un montón de corazones a mil, camisetas sudadas y gritos de emoción.
Volvía la calma a la tribuna, la pelota al centro del campo y Flaminio a situarse ahí, como carrilero, ¿Que? Esos términos no se usaban. Ah bueno, como puntero, porque de allí veía mejor el partido, tal cual si estuviera en tribuna de sombra al estilo de los ricos o de los invitados de honor.
En algún momento, la jugada pasaba por su territorio y entonces –invisible que era- alargaba su pierna y desviaba el balón, mientras el jugador que creía recibirla, quedaba boquiabierto viendo como, mágicamente, la numero cinco daba un giro de muchos grados y se iba por el lateral, o peor aún, la tomaba el puntero contrario, centraba y algún delantero con una peinadita sublime, marcaba un gol que le pertenecía.
Se sentía Flaminio dueño del gol. Suyo fue el pasegol. ¿Que? Verdad que no estoy en el futuro. El pase. Corría, abrazaba, gritaba, tenía que celebrar así fuera al equipo contrario al que le grito loas en el primer tiempo. Es que era el fútbol lo que le importaba, el gol, el éxtasis.
Estaba jugando en un mundial, en ese mundial del 70 que no ha tenido otro igual. Era –invisible- el jugador numero doce de cualquier equipo, el arbitro ayudante, el control de la radio, estaba en el mundial, en el fútbol, y allí lo jugaba, con esa magia de la radio que lo llevaba sobre cordilleras, ríos y mares en segundos y lo aterrizaba en la cancha mexicana, por el lado de sombra eso si, por aquello del orgullo humano. Si viajaba desde tan lejos, que fuera a lo bien, ¿Que? Otra vez la terminología del mañana.
Acabado el partido recogía cables mientras el comentarista terminaba críticas y estadísticas. A la despedida, dejaba que el control de verdad terminara el trabajo, le daba unas vueltas al botón del viejo Sharp del papá y sintonizaba “Atardecer Santandereano” un programa de Radio Atalaya, con coplas, saludos y música campesina que remataba las tardes de aquel Misiguay, un corregimiento por entonces, enclavado en la Cordillera Oriental, una hora y media después de Bucaramanga, buscando el mar.
Justo en ese momento pasaba por la escuela donde vivía, estudiaba, reía y soñaba, el viejo bus de la vereda, al que llamaban el tren, por lo viejo y por lo largo, se subía en él para ir hasta la quebrada, donde ayudaba a lavarlo, pensando en tener uno igual cuando fuera grande. Ahora solo tenia catorce años y no podía pensar en negocios porque estaba ocupado en ese mundial del 70, ese que era el primer mundial al que le paraba bolas y preciso en el que podía jugar todos los partidos, con una camiseta o con otra, ayudar a hacer la transmisiones para Colombia, “llenar” un álbum con forma de balón que le había regalado un primo en la ciudad y al que solo le consiguió catorce laminitas – en el campo no había cambiadero ni venta de caramelos – y además, podía regresar en instantes y colaborarle a su tío a lavar ese cacharro 48 que gemía el “no voy, no voy, no voy” en la subida de “La Cristalina”, callando la queja cuando le clavaban la primera y el motor se volvía un león.
De regreso, ahí estaba el Sharp, con seis pilas más en un cajón, en un acomodado electrónico carpinteril que le daba mejor volumen, y con él, el otro partido, la levitación, el viaje, los goles, los abrazos, la emoción, el fútbol y la magia de la radio que siempre sería su compañera.
La final estaba cerca. Todo hacia creer que en el partido del domingo, el último de ese campeonato sin igual, estaría ese “negrito”, como lo oía llamar y como lo imaginaba, como lo había abrazado en esos días; ese “Pelé” que ya era el rey, con su grupo, con ese Brasil glorioso como jamás se volvería a ver. Y ese partido, quería Flaminio mirarlo en la T.V.
Entonces enfrentó a su papá, que por consentirlo tanto, aún no lo dejaba ir solo a Bucaramanga, donde vivían sus primos que si tenían televisor. Recibió la misma respuesta que aquella vez, cuando creyó posible que le comprara una bicicleta. Un no. Y esta vez no era por el peligro a que se quebrara un brazo. Simplemente no le gustaba el fútbol, aunque si la radio. “Pero para que ver las cosas por televisión, si en la radio se ve todo con la imaginación” Aceptó. Supo que eran unas palabras sabias y que esa imaginación le permitiría jugar con más situaciones que las reales. Entonces dejó pasar la vida. Siguió estudiando con su mamá y, sin visa, sin permiso y sin dinero, viajaba cada tarde a su cita con el fútbol, con ese universo que habla el mismo idioma en donde quiera que se encuentre el amante. Porque el fútbol se habla y se ama.
Y el sábado, ese sábado, la víspera de lo inolvidable, el papá llamó a Flaminio con esa sonrisa blanca y amistosa que era como su logotipo. Alabándole su juicio y obediencia en la semana, le alargó en otra sonrisa el boleto de permiso para que viajara temprano al otro día. Esa noche no durmió. Buscó en las emisoras que llegaban al dial, comentarios, vaticinios, estadísticas, entrevistas y suposiciones sobre la gran final Brasil-Italia. No se sintió obligado a ser hincha de los peninsulares, a pesar de haber leído que su apellido podía ser de la tierra de los “comepastas”. Le haría fuerza al Brasil, porque los brasileños eran suramericanos, porque jugaban mejor al fútbol y porque al fin y al cabo se es hincha del equipo que a uno se le da la gana.
No pudo viajar en el cacharro de su tío, porque esa tarde sabatina rompió una “principal” y entonces se embarcó entre bultos, cantinas y cuarenta y seis pasajeros, la carga del camión lechero; bajó “La Cristalina” sin el miedo de otras veces –una pendiente de cuarenta grados causa terronera a cualquiera- y al pasar por Rionegro, su pueblito, les contó orgulloso a sus otros primos, que iba rumbo a la ciudad, para ver la final por televisión.
Llegó casi al medio día, todo porque antes ayudó a descargar el camión buscando una propina que nunca llegó. Saludó a su tía y a su abuelita, pero no quiso almorzar, porque mas tardecito le iban a brindar un exquisito plato futbolero, servido en una cacerola rectangular que se apoyaba en cuatro patas oblicuas y que sostenía en todo lo alto una bailarina de porcelana, repetida en todas las casas que poseían televisor.
En menos tiempo del imaginado, la sala se llenó de primos, vecinos, de tías, de abuela, de algarabía, de fútbol. Flaminio miraba todo eso tan pintoresco, pero extrañaba algo, o mucho. Aunque ya se veían las imágenes del estadio, la gente en las tribunas, las caras de los narradores en el estudio de la televisora en Bogotá, no se sentía libre, no podía salir de su cuerpo para ir a jugar la final.
Le hacía falta el enredo de los cables de esa transmisión a la que el pertenecía, tampoco tenía cerca la franja lateral de la cancha por el lado de sombra, estaba sentado en una silla dura y fría que le impidió levantarse a abrazar a los amarillos en el primero, y en el segundo, y en el tercer gol, no pudo rabiar de cerca con el descuento italiano. Y en ese golazo, en el de Carlos Alberto, ese gol que se quedó en su cerebro, en su corazón, en su recuerdo, ese gol que hubiera celebrado corriendo por todo el Azteca, por ese estadio gigante, si el papá no…...
Nada. Cuando terminó el partido, miro sin ver, la ceremonia de premiación y con remordimiento, no supo disfrutar de la entrega de la Copa. Con nostalgia se acordó del viejo Sharp, el radiecito que lo acompañó en todas las tardes de fútbol de aquel junio, ese aparatico amigo que le dejaba jugar con la imaginación y que con su magia lo llevó a ser un jugador invisible en ese mundial que recordaría por siempre….