martes, 17 de agosto de 2010

De regreso a mi tierra. (Primera parte)

Ya estaba por terminar el mes de Julio de este 2010 que va volando. Después de año y medio soñando a Bucaramanga, me pegué una escapadita.
La carretera, después de Puerto Berrío, me dió la oportunidad de empezar a ver de nuevo mi terruño santandereano.

Las nuevas plantaciones de palma africana en La Vizcaína, me decían que el progreso ha vuelto. Y de que manera. En La Fortuna, ya sobre la vía Barranca-Bucaramanga, encontré, sorprendido, el campamento que está construyendo ISAGEN para las obras de la represa del Río Sogamoso. Y al llegar al viejo puente, ahi si, dejé que la emoción de ver cambiar los paisajes, me extasiara.

Las nuevas obras, el hormiguero humano que está laborando allí, los impresionantes cortes que la maquinaria, los ingenieros y los obreros están haciendo en esas montañas inhóspitas, frente al falso túnel que fue construido sobre la carretera, causan un revuelto de felicidad y nostalgia.
Felicidad por el empuje que demostramos los nacidos en la tierra de Galán y de Manuela Beltrán. Porque esta zona está llena de trabajo, sus gentes, son los principales agentes del cambio. El paisaje futuro, con un "mar chiquito" será un núcleo de desarrollo industrial y turístico para Santander. Así como Panachí hizo voltear los ojos del resto de Colombia hacia las breñas comuneras, esta nueva obra cambiará positivamente los rumbos de una zona que solo era sitio de paso hacia el Magdalena, por una carretera que durante años fue una tortura.
La nostalgia será efímera, quizás un poco lánguida por el cambio en el entorno, en esa culebrita carreteable que en algunos tramos desaparecerá, dejando que nuevas imágenes bendigan nuestros ojos. Habrá un nuevo túnel, el puente será cambiado por otro más fuerte y moderno y poco a poco las aguas juntas del Suárez, del Chicamocha, del Fonce y de todos sus afluentes, encontrarán algo así como los arrumes de piedra y ramas que hacíamos en las querendonas quebradas de Misiguay, buscando hacer un pozo para distraer calores y sueños de la adolescencia.

Pero esta barrera será una obra de las matemáticas, la física, los vectores de fuerza, las manos y las mentes, que detendrá entre sus bases las aguas, para volverlas energía. Sobre ellas, brillará el sol mañanero y el de las tardes multicolores de occidente, para dejarnos remar entre olas de alegría, para pescar nuevas especies y nuevas esperanzas, para dejarnos sentir en un "caribe" montañero y cariñoso.
Con ese entusiasmo vivo, llegamos a Lebrija y la doble calzada que ya están por terminar, me acabó de llenar de felicidad. Las luces de una tarde abrigada por caracolíes y bucaros, que se iba mezclando con la noche, titilando en esa meseta que en forma de mano se extiende hacia el poniente, saludando con la cordialidad del "hijuepuerca, mano, que gusto verlo de nuevo por aquí..." me aguaron los ojos. Ahí estaba, mi Bucaramanga hermosa, querendona y cálida, por clima y por cariño.
Elkin, el conductor de Copetrán, que iba siendo mi guía en los nuevos paisajes del camino, me "arrimó" hasta muy cerca de mis lares paternos, que entre más pasa el tiempo, más se llenan de recuerdos, enredados entre los maderos de las puertas viejas que por varios años fueron complices de mi madre, mientras me ayudaba a criar esos tres hijos que la vida me regaló en los tiempos en que la vida parecía siempre sonreir.
Un abrazo fuerte que fundió en mi piel la ternura y la añoranza, envolvió ese instante esperado y entoces encontrado.
Ahora, ahora solo faltaba volver por la tienda de siempre, pedir una Kola Hipinto, una mestiza de las tradicionales y dedicarme a saborear el tiempo que había pasado desde aquel enero del 2009. El único sentimiento que no me cuadraba era la ausencia de María Victoria, mi esposa, -antioqueña y complemento de mi vida-, que por compromisos de trabajo, esta vez no me acompañaba, como siempre suele hacerlo en mis regresos al terruño.
Pero el sabor del refresco, compañero desde la infancia, me hacía cosquillas en la garganta y me hacía ver y oir las canciones de mi viejo. Ellas, las canciones, y los sabores de mi pueblo, siempre se me han parecido. Unas y otros, me hacen volver a vivir, todo aquello ya vivido.
La arepa de maíz pela´o, el caldo, el mute, los tamales, el cabrito, los dulces de pasta y otros de esos cariños que el paladar extraña, ya tendrían tiempo de llegar hasta mi alma. Y las calles de siempre, volverían a sentir mis pasos.

viernes, 16 de julio de 2010

GRACIAS PRESIDENTE

Colombia,
desde lo alto de sus montañas,
desde el sol de sus arenas,
desde el verde de sus llanos,
de sus rios y sus riberas,
desde el alar querendón de cada casa hogareña,
de cada camino agreste y las ramas de sus veras,
desde la voz cancionera
de colombianos sinceros...
unidos con sentimiento
cantamos con gratitud
al volver a encontar ese sendero
que nos lleva por paisajes de entusiasmo,
al sentir la sonrisa de una nueva patria,
bajo ese cielo de un hogar inmenso
que nos abraza a todos
y nos llena de fe plena...
y de confianza.

Hay una canción de gratitud
en nuestras almas,
un DIOS SE LO PAGUE eterno,
por esa COLOMBIA nueva
que nos entrega con ganas
de verla aún más altiva
y con orgullo de raza.

Aprendimos
que la genuflexión no brindaremos
a tiranos, vecinos camorreros,
no, no es posible,
porque esa no es nuestra casta,
lo sabemos...
que nuestra tierra está viva y sonriente
que los campos ahora son verdes de caña y de cosechas
que los frutos de sus breñas son campanas,
cantando al arrebol de un nuevo mañana.

Gracias por cambiar
las nubes oscuras de tardes sin confianza,
por hacer que azadones y almadanas
hoy vuelvan a encontrar
en las manos de la gente que trabaja
un libro para escribir poesías
en ciudades y labranzas,
y las faldas de nuestras montañas
vuelvan a parir trigales y tonadas,
llenas de amor por los surcos de la tierra
y por un sueño certero
de nuevas esperanzas.

Las venas de COLOMBIA,
henchidas de sangre laboriosa y santa,
van llevando fuerza a nuestros corazones
que palpitan alegres diciendo:
Presidente Uribe.... MUCHAS GRACIAS..!

Jesús Antonio Báez Anaya
Julio 16 de 2010

En Santander.... RIONEGRO ES TIERRA BUENA... Y YO VUELVO POR MI TIERRA..!

Visita nuestro sitio web... www.chivascolombianas.com
Nuestras manos trabajan para ayudar a engrandecer a Colombia.

miércoles, 16 de junio de 2010

PAPA... Gracias..!

Papá,
cuando llegúe a tu vida,
llené tu mundo de alegría,
en tu cabeza estaba mi futuro
y tus labios sonreían.

Y fui creciendo...
siempre bajo tu cuidado,
eras sombra de mis travesuras,
eras compañía y abrigo
entre tu especial ternura.

Y mis triunfos
te llenaron de orgullo,
entre palabras de alabanza
mostrabas al mundo
tu sueño y tu esperanza.

Y con respeto,
con mi gratitud sentida,
hoy te abrazo con cariño...
con el amor que por la vida
me enseñaste desde niño.

Gracias Papá...
por caminar conmigo
en los senderos del pasado,
por soportarme como amigo
y llevarme entre tus brazos.

Lino Torrano.

domingo, 13 de junio de 2010

EL COMPADRE PEDRO, como lo llamaban mis viejos

Lo veía llegar a la hora del almuerzo. Pasadas las doce. Era de pocas palabras por aquella época.

Tendría yo unos seis o siete años y la década de los sesenta ya había cogido vuelo. Ya habían pasado unos años, desde cuando me sentaba en el suelo, a desayunar, y muy juicioso. Cuando mi madrina me preguntaba el nombre y respondía, entre tímido y a media lengua: Chuz Báez.

Ahora, ya podía analizar a quienes me rodeaban. Y mi padrino, que infundía respeto, centraba mi atención.

Después del alimento del medio día, se sentaba a escuchar, en su vieja radiola, y casi con veneración, el noticiero que presentaba Fabio Becerra Ruuuuuiiiiiiz, pasando luego a su habitación, donde hacía una siesta muy corta y emprendía el regreso a su taller de siempre en la calle veintitrés, o al negocio de San Francisco, en sociedad con Juvenal Garzón.

Los fines de semana eran diferentes. Cuando coincidíamos; yo, viniendo del campo y el domingo; podía disfrutar de ese inolvidable paseo, que luego de encender las luces de su sitio de trabajo, nos llevaba por la carrera 15 y luego por la calle 36, extasiando mis ojos con las luces de neón de todos los locales comerciales, mientras me agarraba fuerte a las barandas de la entonces casi nueva, Chevrolet 54 negra, que le servía de carro de trabajo y al mismo tiempo, de automóvil familiar. No era la ruta a seguir, pero sé que lo hacía para que su ahijado se deleitara con los avisos multicolores, que desafortunadamente, como muchas cosas buenas, ya desaparecieron.

En esa camioneta y con su familia fueron a Berlín, la vereda de Rionegro, donde entonces vivíamos, mi mamá como maestra, Mamín como administrador de la Cooperativa de consumo y yo como estudiante de segundo primaria. Su visita fue el día en que me vestí de paño y corbatín para recibir por primera vez la Hostia Sacramentada. Su presencia y un perrito enrazado de pekinés, fueron el mejor regalo. Aparte de un billete de veinte pesos, que me alargó con disimulo, lo mismo que hacía cada vez que íbamos por la adorada casa de la carrera 23 No. 31-39, donde la ofrenda para el ahijado era un billete de diez pesos. Me alcanzaba para comprar media tienda.

Luego él me vio crecer y yo fui mirándolo pasar el tiempo, pero sin envejecer. Se había vuelto más conversador.

Con mi papá, con su compadre Flaminio, le gustaba hablar de política. Patrocinaron los dos, la emperifollada de mi madrina y de mi mamá, para ir a votar por primera vez en el comienzo del Frente Nacional. Ambos lleristas, de los dos Lleras; ambos muy liberales, congeniaban en el tema y para mí era interesante oírlos y verlos, mi viejo con su sonrisa blanca y mi padrino con ese gesto característico que parecía como si estuviera buscando mil espinillas en su rostro.

Cuando mi padre enfermó y se fue, sentí que a su compadre Pedro, le iba a hacer falta con quien conversar del gobierno.

Estuvo, durante la decadencia física de mi papá, muy pendiente de nosotros, de su comadre Blanca, a quien quiso muchísimo, tal vez no sólo por ser casi cuñada, sino porque mi mamá quería a los Bohórquez Correa, con el alma. También de su ahijado, a quien cargó en la pila bautismal de la iglesia de Fátima, en un costado de su querido Parque de los Niños, cuando sólo tenía unos meses y quien lo consideró siempre, como lo dice la teoría eclesial, un segundo padre.

Por eso, al terminar su trasegar por este mundo, lo acompañé toda la noche en la sala fúnebre y lo despedí frente a su última morada, con unas palabras que me salieron del corazón.

Es que se iba mi padrino, el gran amigo de mis padres, el ser que siempre nos brindó su casa para nuestras esporádicas estadías en la ciudad, mientras vivíamos en el campo; quien hacía realidad mis sueños infantiles de tener dinero propio para ir hasta la tienda y negociar confites, gaseosas, amasijos y la revista Selecciones. Y el ser que los domingos pasaba por algún Marvilla y nos gastaba esos helados que sabían a lo que saben las ilusiones.

En el final de su carrera como transportador, que le permitió ser uno de los primeros socios de Copetrán, mover pasajeros, canastos y ovejas en el viejo Dunquerke, por las carreteras de la provincia oriental de los santandereanos; parquear orgulloso un Studebaker amarillo en la puerta de su casa, y andar gustoso en ese Chevrolito azul claro y blanco, que altivo y galante se convirtió por mucho tiempo en su consentido, le ayudé a conseguir, por pedido suyo, un cliente para el R-4 rojito, que pasaba cada tarde de domingo por mi casa de la carrera 22, rumbo a Girón, cargando con un montón de sueños, de experiencias y de alegrías, mezclados entre Sofía, sus nietos y ese rovirense echao pa´lante.

Ya no quería manejar más, la ciudad había crecido y se complicaba el conducir, “con tantos carros la ciudad y con tantos años yo”, me decía. Cuando lo vendió, me ofreció una comisión que me negué a recibir. Entonces me dijo: “Tómelo como herencia” y se alejó sonriendo.

Al partir terrenalmente, todos sentimos que fue fructífera su vida. Que dejó un ejemplo. Que trabajó siempre por el bien de su familia, de sus socios y de sus trabajadores.

Todavía, cuando voy por Bucaramanga y llego a esa casa llena de recuerdos, creo entender, sentir y ver, que don Pedro Bohórquez aún está pendiente de la visita, para volar hasta la tienda y traer alguna vianda. Quizás lo veo, ofreciéndome las dulces mandarinas del árbol solariego. O tal vez lo recuerdo entregándonos por la época de aguinaldos, el vino Sansón y las galletas Caravana, tradición de todos los años, que con la tarjeta navideña, eran algo así como un adelanto del Niño Dios y de los Reyes Magos. Es que era un señor con alma de niño y lleno de magia para brindar el cariño.

Igual, siempre fue muy atento con quienes lo rodeábamos y para su corazón, como para los corazones de la gente buena, DAR era sinónimo de FELICIDAD.

Mientras dejaba navegar las horas sobre olas de tristeza, esperando el amanecer acompañado de su ausencia, tracé sobre un papel estás palabras que ante su tumba recité con un sentimiento casi infantil.

Se nos fue otro de los viejos buenos
de los que a la familia y a la patria amaban,
de aquellos que en cada madrugada
hicieron del trabajo su desvelo.

Desde San Andrés, su querido pueblo,
vino y sentó raíces basado en la constancia
y sus manos generosas, sin distancia,
fueron soporte de un fiel compañero.

Un consejo, una palabra, o tal vez su compañía
a los amigos brindó, siempre dispuesto
porque era su ley. Él ayudaba,

por eso sentiremos su ausencia cada día
y nadie ahora podrá ocupar su puesto,
desde el cielo velará por todo lo que amaba.

Hasta siempre Don Pedro,
Hasta siempre Padrino!


Jesús Antonio Báez Anaya (Ahijado)
Medellín, 2008

sábado, 12 de junio de 2010

El DEL SETENTA...... UN SUEÑO...!

El sol, bajo los cielos de Rionegro marcaba la mitad de la tarde en ese junio veranoso. Ya casi acababa el mundial del 70 y la fiebre del fútbol invadía el cuerpo y el alma de Flaminio, un adolescente campesino, hijo de maestra y finquero, que ante la inexistencia física de un televisor en la vereda, se había contentado, – y de que manera- con vivir los partidos por la radio.
En medio de la transmisión desgañitada de los locutores, hacía tránsito de levitación y salía de su cuerpo para ir hasta México, a enredarse con un montón de cables y botones – según se imaginaba – desempeñando el oficio de control de transmisión a la radio colombiana.
Ese trabajo, que alguna vez vio hacer en el estadio de su tierra, solo lo hacía por un momento, porque apenas comenzaba el partido, se metía en él – como un segundo arbitro, invisible – y corría con esos jugadores desconocidos, altos, negros, calvos, monos, sin decirles nada. O tal vez si, claro que si les decía. Cuando el balón pasaba por entre los tres palos y espantaba los mosquitos que atardecían descansando en la malla de piola blanca, corría como el que más y se abrazaba de tú a tú con el autor del gol y con sus compañeros, que sin verlo estrujaban su cuerpo entre un montón de corazones a mil, camisetas sudadas y gritos de emoción.
Volvía la calma a la tribuna, la pelota al centro del campo y Flaminio a situarse ahí, como carrilero, ¿Que? Esos términos no se usaban. Ah bueno, como puntero, porque de allí veía mejor el partido, tal cual si estuviera en tribuna de sombra al estilo de los ricos o de los invitados de honor.
En algún momento, la jugada pasaba por su territorio y entonces –invisible que era- alargaba su pierna y desviaba el balón, mientras el jugador que creía recibirla, quedaba boquiabierto viendo como, mágicamente, la numero cinco daba un giro de muchos grados y se iba por el lateral, o peor aún, la tomaba el puntero contrario, centraba y algún delantero con una peinadita sublime, marcaba un gol que le pertenecía.
Se sentía Flaminio dueño del gol. Suyo fue el pasegol. ¿Que? Verdad que no estoy en el futuro. El pase. Corría, abrazaba, gritaba, tenía que celebrar así fuera al equipo contrario al que le grito loas en el primer tiempo. Es que era el fútbol lo que le importaba, el gol, el éxtasis.
Estaba jugando en un mundial, en ese mundial del 70 que no ha tenido otro igual. Era –invisible- el jugador numero doce de cualquier equipo, el arbitro ayudante, el control de la radio, estaba en el mundial, en el fútbol, y allí lo jugaba, con esa magia de la radio que lo llevaba sobre cordilleras, ríos y mares en segundos y lo aterrizaba en la cancha mexicana, por el lado de sombra eso si, por aquello del orgullo humano. Si viajaba desde tan lejos, que fuera a lo bien, ¿Que? Otra vez la terminología del mañana.
Acabado el partido recogía cables mientras el comentarista terminaba críticas y estadísticas. A la despedida, dejaba que el control de verdad terminara el trabajo, le daba unas vueltas al botón del viejo Sharp del papá y sintonizaba “Atardecer Santandereano” un programa de Radio Atalaya, con coplas, saludos y música campesina que remataba las tardes de aquel Misiguay, un corregimiento por entonces, enclavado en la Cordillera Oriental, una hora y media después de Bucaramanga, buscando el mar.
Justo en ese momento pasaba por la escuela donde vivía, estudiaba, reía y soñaba, el viejo bus de la vereda, al que llamaban el tren, por lo viejo y por lo largo, se subía en él para ir hasta la quebrada, donde ayudaba a lavarlo, pensando en tener uno igual cuando fuera grande. Ahora solo tenia catorce años y no podía pensar en negocios porque estaba ocupado en ese mundial del 70, ese que era el primer mundial al que le paraba bolas y preciso en el que podía jugar todos los partidos, con una camiseta o con otra, ayudar a hacer la transmisiones para Colombia, “llenar” un álbum con forma de balón que le había regalado un primo en la ciudad y al que solo le consiguió catorce laminitas – en el campo no había cambiadero ni venta de caramelos – y además, podía regresar en instantes y colaborarle a su tío a lavar ese cacharro 48 que gemía el “no voy, no voy, no voy” en la subida de “La Cristalina”, callando la queja cuando le clavaban la primera y el motor se volvía un león.
De regreso, ahí estaba el Sharp, con seis pilas más en un cajón, en un acomodado electrónico carpinteril que le daba mejor volumen, y con él, el otro partido, la levitación, el viaje, los goles, los abrazos, la emoción, el fútbol y la magia de la radio que siempre sería su compañera.
La final estaba cerca. Todo hacia creer que en el partido del domingo, el último de ese campeonato sin igual, estaría ese “negrito”, como lo oía llamar y como lo imaginaba, como lo había abrazado en esos días; ese “Pelé” que ya era el rey, con su grupo, con ese Brasil glorioso como jamás se volvería a ver. Y ese partido, quería Flaminio mirarlo en la T.V.
Entonces enfrentó a su papá, que por consentirlo tanto, aún no lo dejaba ir solo a Bucaramanga, donde vivían sus primos que si tenían televisor. Recibió la misma respuesta que aquella vez, cuando creyó posible que le comprara una bicicleta. Un no. Y esta vez no era por el peligro a que se quebrara un brazo. Simplemente no le gustaba el fútbol, aunque si la radio. “Pero para que ver las cosas por televisión, si en la radio se ve todo con la imaginación” Aceptó. Supo que eran unas palabras sabias y que esa imaginación le permitiría jugar con más situaciones que las reales. Entonces dejó pasar la vida. Siguió estudiando con su mamá y, sin visa, sin permiso y sin dinero, viajaba cada tarde a su cita con el fútbol, con ese universo que habla el mismo idioma en donde quiera que se encuentre el amante. Porque el fútbol se habla y se ama.
Y el sábado, ese sábado, la víspera de lo inolvidable, el papá llamó a Flaminio con esa sonrisa blanca y amistosa que era como su logotipo. Alabándole su juicio y obediencia en la semana, le alargó en otra sonrisa el boleto de permiso para que viajara temprano al otro día. Esa noche no durmió. Buscó en las emisoras que llegaban al dial, comentarios, vaticinios, estadísticas, entrevistas y suposiciones sobre la gran final Brasil-Italia. No se sintió obligado a ser hincha de los peninsulares, a pesar de haber leído que su apellido podía ser de la tierra de los “comepastas”. Le haría fuerza al Brasil, porque los brasileños eran suramericanos, porque jugaban mejor al fútbol y porque al fin y al cabo se es hincha del equipo que a uno se le da la gana.
No pudo viajar en el cacharro de su tío, porque esa tarde sabatina rompió una “principal” y entonces se embarcó entre bultos, cantinas y cuarenta y seis pasajeros, la carga del camión lechero; bajó “La Cristalina” sin el miedo de otras veces –una pendiente de cuarenta grados causa terronera a cualquiera- y al pasar por Rionegro, su pueblito, les contó orgulloso a sus otros primos, que iba rumbo a la ciudad, para ver la final por televisión.
Llegó casi al medio día, todo porque antes ayudó a descargar el camión buscando una propina que nunca llegó. Saludó a su tía y a su abuelita, pero no quiso almorzar, porque mas tardecito le iban a brindar un exquisito plato futbolero, servido en una cacerola rectangular que se apoyaba en cuatro patas oblicuas y que sostenía en todo lo alto una bailarina de porcelana, repetida en todas las casas que poseían televisor.
En menos tiempo del imaginado, la sala se llenó de primos, vecinos, de tías, de abuela, de algarabía, de fútbol. Flaminio miraba todo eso tan pintoresco, pero extrañaba algo, o mucho. Aunque ya se veían las imágenes del estadio, la gente en las tribunas, las caras de los narradores en el estudio de la televisora en Bogotá, no se sentía libre, no podía salir de su cuerpo para ir a jugar la final.
Le hacía falta el enredo de los cables de esa transmisión a la que el pertenecía, tampoco tenía cerca la franja lateral de la cancha por el lado de sombra, estaba sentado en una silla dura y fría que le impidió levantarse a abrazar a los amarillos en el primero, y en el segundo, y en el tercer gol, no pudo rabiar de cerca con el descuento italiano. Y en ese golazo, en el de Carlos Alberto, ese gol que se quedó en su cerebro, en su corazón, en su recuerdo, ese gol que hubiera celebrado corriendo por todo el Azteca, por ese estadio gigante, si el papá no…...
Nada. Cuando terminó el partido, miro sin ver, la ceremonia de premiación y con remordimiento, no supo disfrutar de la entrega de la Copa. Con nostalgia se acordó del viejo Sharp, el radiecito que lo acompañó en todas las tardes de fútbol de aquel junio, ese aparatico amigo que le dejaba jugar con la imaginación y que con su magia lo llevó a ser un jugador invisible en ese mundial que recordaría por siempre….

miércoles, 26 de mayo de 2010

A Luz Marina Mantilla, amor de infancia.



Vuelvo a jugar con mis sentimientos
y con mi vida, con mis recuerdos.....
vuelvo en el tiempo
y en la añoranza me veo de nuevo
con ese mundo para mi lleno,
con alegrías allá en mi escuela,
mis ilusiones llenas de anhelos.
Con mis amigos y pocos años
jugar al futbol era mi sueño
y en los descansos,
sentir que algo aqui en mi pecho
me iba anunciando
que eso que siempre nuestros abuelos
AMOR llamaban... siempre han llamado,
en mi se iba ya despertando.

Fue una criatura, tierna, muy bella
que en su pupitre
ese que estaba del mío al lado,
con sus ojitos y con sus manos
gestos me hacía, coqueteando...
con esos sueños casi infantiles
que no entendía, pero que a diario
iban haciendo en mi corazón
un nido inmenso, casi sagrado
y entonces creo que sin pensarlo....
me fui sintiendo enamorado.

Cuantos minutos fueron pasando
al lado suyo, siempre a su lado
entre tareas y en los descansos,
en primaveras y en el verano,
en días de lluvia y en aguinaldos...
la fui queriendo, me fue adorando,
me lo decía con sus sonrisas
cuando besaba sus dulces labios,
cuando dejaba que con mis manos
la acariciara entre mis brazos.

Hoy que la evoco con sentimiento
después de tantos y tantos años,
vuelvo a mirarla en mi recuerdo
vuelvo y la beso; y el desengaño
de no tenerla, de estar tan lejos,
me causa pena, me causa llanto...
como ha quedado en mi pensamiento
su imagen niña....
su amor sagrado...!

Escrito el 17 de Diciembre de 1997. En un bache de ilusiones, recordando aquella primera noviecita de la escuela. Julio del 69 a Marzo del 70.

viernes, 2 de abril de 2010

Versos de mi cosecha...!

"Cantando fue que nacimos
en Colombia, entre montañas...
ahi verás, si tu te amañas
con la amistad que te brindo
y con este sentimiento
por mi tierra y por sus cantas..!"
. Flaminio Báez B.

jueves, 1 de abril de 2010

Noches campesinas

Una de las actividades que más extraño de mis tiempos al lado de mis viejos y en el campo, es la de esas tertulias junto al fogón montañero, justo después de la comida y mientras hacíamos fila para ir lavando los platos y ollas, que con el tizne casi indeleble de la leña de matarratón, parecía una labor difícil, pero que el momento, el entorno y las palabras hacían pasar desapercibida.

Cada uno buscaba donde sentarse, podía ser en un par de taburetes viejos que sabían la historia de la finca, en la banca armada con tablas y capaz con seis comensales, en la banqueta que tenía como una V mayúscula para acomodar las otras cuatro letras. Eso para quienes quedaban en torno a la mesa, esa mesa grande, fuerte y bondadosa que servía de comedor para todas las horas, de aplanchadero para las almidonadas camisas Primavera, como despasadora de café en tiempos de cosecha, de amasadero para las arepas de maíz pela´o, de saladero para la carne de toda la semana, como escritorio para las cuentas y las cartas que atravesaban valles y montañas, aparte de otros de tantos oficios que en el campo siempre hay.
Los que no alcanzaban esos puestos buscaban el quicio de las puertas, el montón de leña preparado para la madrugada siguiente, el medio bulto de maíz duro para las gallinas, o en su defecto, el suelo, pleno, duro y fío, pero cariñoso. Lo importante era no perderse el rato ameno que se venía, animado y conversado con una mano de cuentos, anécdotas, chascarrillos y canciones, casi siempre en la voz sonora y mamagallística de mi papá, quien tenía la facilidad para mantener despiertos a chicos y grandes, así el tiempo se llevara las horas por entre la oscuridad que las estrellas se empeñaban en distraer.

En la lista de cuentos no podían faltar los de los paisas vivos y rebuscadores -que pleonasmo-, tratando y logrando engañar a una viejita tendera de la vera de cualquier camino. Eran varios los que tenía en su repertorio. Y los mezclaba, cambiaba personajes, "tumbadas", epílogos, frases, pero siempre parecían nuevos. Siempre traían el interés de la terminación, como la primera vez, para luego reir, contagiados de su carcajada blanca y sonora.
Otros cuentos eran los de los pobres, pidiendo favores a las virgencitas. Si se acababan los chistosos, pasaba a contar sus anécdotas de infancia, cargadas generalmente de pilatunas inocentes y veniales.
Pero si esta lista anécdotaria se agotaba, entonces se matizaba la reunión con canciones. Pedía permiso para ir "a desaguar los favores de la naturaleza" y regresaba trayendo en sus manos el tiple compañero, ese mismo que me vió crecer y que lo vio partir.

Después de la templada o afinación, se venía un mosaico de boleros, valses, rancheras, corridos, bambucos, pasillos, joropos y cumbias que todos acompañábamos con palmas, golpecitos en la mesa y nuestras voces, destempladas pero llenas de alegría.
Así, Las Acacias, Anhelo Infinito, Las Cuatro Milpas, El Amor del Jibarito, Pueblito Viejo, El Barcino, Espumas, Sabor de Mejorana, Ay sí, sí, Ocúltame esos Ojos, Corazón Prisionero, La Piragua y otro montón de oraciones vueltas música, se convertían en una buena e imaginativa grabación en "long play" campesino y nocturnal.

Mientras tanto el sueño empezaba a "tumbar" espectadores de los más pequeños. Se veía a más de uno cabeceando ritmicamente.
Ahi era el momento para cambiar de tema. Venían entonces los cuentos de miedos, brujas, lloronas y espantos. Y ahí era también el momento de cambiar de puesto.

Los que, soñolientos, estaban tratando se pescar con su cabeza un tiburón gigante, despertaban por completo y corrían a buscar manos, piernas y enaguas maternas o en todo caso adultas, mientras se frotaban su piel para calmar los incipientes vellos que "pescueceaban" por entre los poros.
Cada vez que el narrador, valiéndose de gestos y ademanes que hicieran más cierta y teatral la escena, explicaba algún movimiento especial de la bruja, el diablo, el ánima o la llorona referidos, asíanse manos y uñas "infantojuveniles" a sus protectores mayores, transmitiendo el "culillo" a toda la estancia, que ahumadas sus paredes por acción de la candela leñosa, daba una sensación aún más fantasmal al momento.

Que buenos sustos nos llevamos, que imaginarios personajes del miedo logramos "ver" a través de esos cuentos sencillos y humanos de la narrativa campesina colombiana. Y también, que integración familiar y vecindaria, sin estratos ni chequeras, sin copetes de orgullo ni listados de lisonjas, pudimos vivir entonces.

No había llegado toda esa tecnología que si bien ha servido mucho para la comunicación con seres que están fisicamente lejos, también es cierto que ha desunido la cercanía con quienes están a nuestro lado.

Benditos por siempre sean los recuerdos de aquellas horas de antaño que disfrutamos llenos de alegría por lo que teníamos a mano, sin desear futuros que fueran más allá de un vivir felices. Y lo éramos..!

lunes, 29 de marzo de 2010

La Semana Santa de mi niñez.

Cuando llega la temporada que debería dedicarse a la reflexión y a enderezar caminos, aparecen los recuerdos de como se vivía la SEMANA SANTA en los tiempos de mi niñez y adolescencia.

Por pertenecer a un hogar católico, donde además mi madre era la maestra de la vereda, los preceptos tradicionales se debían cumplir sin "chistar" nada, esto es, sin discusión.

Una vez llegaba el almanaque de Pielroja, aquel donde se quitaba el papelito cada día, -mientras la modelo de la foto nos miraba coqueta y dejaba escapar el humo a través de sus labios rojos-, al sábado de dolores, empezábamos a preparar el desfile o procesión del Domingo de Ramos.
Los protagonistas de este desfile, generalmente eran traídos por los compañeritos desde sus casas, cortados de las matas de Iraca o de Nacuma, como la llamamos los santandereanos y que abunda en tierras rionegranas. De sus cogollos además se hacen escobas, esteras, sombreros y de las hojas abiertas, techos para casas y el empaque para pollos y gallinas vivos que viajan para el pueblo, seguramente rumbo a un almuerzo especial.

Cánticos religiosos, mucha piedad -no Córdoba- y una asoleada de padre y señor mío, acompañaban la primera y única celebración en grupo de la semana especialmente religiosa.

Seguían dos días sin mayores cambios y el miércoles a las doce, al empezar la tarde, en todas partes se suspendían las labores después de haber usado la mañana para "aprontar" leña, agua -donde no había acueducto- y las legumbres necesarias para las tres jornada siguientes.
En la tarde se dedicaba la gente menuda de la casa a disfrutar de algunos juegos, concientes de la prohibición que se venía para jueves y viernes, que llegaban con quietud, silencio y recogimiento.
Después de la cena, mi viejo refería cada año las mismas historias sobre mitos y leyendas de esa conmemoración especial. Pero no se sentían repetidas. Tal vez porque el tenía el ingenio suficiente para cambiar sitios, personajes y terminaciones, lo que hacía casi nuevo el relato así se hubiera escuchado ya unas ventitantas veces.

Ya en el amanecer del jueves, las emisoras silenciaban sus músicas "paganas" y dedicaban el tiempo a emitir valses, óperas y un montón de obras clásicas, tocadas por músicos y orquestas famosísimas, pero que se nos hacían francamente aburridas. En algunos horarios se analizaba por parte de algunos "eruditos", la historia de la religión, las causas del "voltearepismo" de Judas o la capacidad para comer uvas de los emperadores romanos, conceptualizando a su manera cada uno y dejando en los oyentes opiniones encontradas.

Mientras tanto, la población femenina de la casa, mamá, abuela, tías, hermanas, primas y vecinas, se dedicaba a preparar un almuerzo de tres y cuatro pisos, a manera de los siete potajes y como una réplica aumentada y corregida de la Ultima Cena.
El Jueves Santo era también un día para dedicar a la limpieza personal por aquello del lavatorio, asi que para quienes estábamos pequeños nos figuraba un baño especial con estropajo incluído y dirigido muy de cerca por mi mamá.

Con el estómago lleno más de la cuenta y muy limpios nuestros cuerpos, íbamos a la cama para esperar el Viernes Santo, el día que se debía guardar con más respeto.
Era "demasiado" especial. Se debía vestir con colores oscuros o de preferencia negro. Nada de rojos, amarillos o camisas de estilo tropical. Era un día de luto. Mucho silencio, almuerzo en poca cantidad y con sardinas u otro pescado por aquello de la vigilia, mientras empezaba el Sermón de las Siete Palabras, explicado tediosamente por personajes de la política, bastante "veintijulieros" y ya sabemos porque, metidos en esto. Por sapos. Porque en todo se meten. Mi padre nos "obligaba" a escucharlos, pegados al radio y
en absoluto mutismo.

A las tres de la tarde, casi veíamos oscurecer un poco el cielo y ayudados por las palabras, consejos y cátedras de los más creyentes, nos invadía la tristeza porque acababa de morir Jesús.

Para la gente que vivía en Bucaramanga, era casi de obligatoriedad la subida a Morrorico, donde se mezclaba la religiosidad del viacrucis -no del viacruz, como dijo Vicente Silva, periodista de RCN Radio, creyendo buscarle un singular a una palabra que no está en plural- y la sensación de un paseo con tomada de foto de lente, comida de helados y en la bajada de regreso, las empanadas de pescado con limonada de panela. Todo esto en compañía de parientes y amigos de la cuadra y del barrio, contactados previamente para la salida tempranera, o encontrados por coincidencia en aquellos tiempos en que casi toda la ciudad iba a la caminata.
Ahora esa tradición la volvieron imposible los vagos, los gamines y los "evangélicos" que instalan "hiijuemil" equipos de sonido entre El Kiosco -cra 33 con 32, hasta el mismo monumento al Sagrado Corazón, formando una algarabía de locos mientras tratan de cazar incautos que les lleven más diezmos y así poder agrandar los bolsillos y las cuentas bancarias de los pastores de turno, que hacen caras de absoluta santidad.
En la noche generalmente íbamos a la calle 36 para admirar las procesiones que hacían tránsito entre las iglesias de La Sagrada Familia y San Laureano, algo que despertaba en mí, dos sentimientos. Uno de angustia, por el peso que debían soportar los penitentes con esas andas a cuestas en un despacioso recorrido y otro, de risa, por los movimientos tan chistosos de las imágenes, que tiemblan de tal forma que parece próximo su aterrizaje contra el pavimento.
Regresábamos tarde a la casa para escuchar algún dramatizado sobre la vida de Jesús, programacion muy usada por las emisoras de entonces.
Ya el sábado, aunque de santificar también, había un poco más de libertad para hablar, reír y jugar, la radio volvía a la normalidad y todo volvía a ser como antes. En la noche, se oía la misa de Gloria o se asistía a ella. Después, a seguir con la rutina de la vida, que como el mundo va dando vueltas y vueltas. Muchas cosas han cambiado.
*En estas lineas no he mencionado para nada la televisión, que aunque ya existía en el país, solo vinimos a tenerla en casa cuando estaba por cumplir los veinte años. Gracias a Dios no me perdí mayor cosa.

jueves, 11 de marzo de 2010

Por pasar y posar de inteligentes...

La nueva generación de políticos de caserío, ambiciosos de conseguir una mayor votación en la población femenina, se afanan por mencionar el género específico en cualquier oportunidad, llegando al ridículo en discursos como este, que bien podría adjudicársele a cualquier "salvador" de la patria.

" Antioqueñas y antioqueños..... ciudadanas y ciudadanos....
Desde esta tarima de la politica me dirijo a ustedes y a ustedas para compartir mi intención de llegar al senado de la república.
Trabajando de sol a sola, desde
las montañas y los montaños de mi tierra, me comprometo a luchar por la igualdad de géneros y de géneras, sin importarme que las profesoras y profesores de las escuelas y escuelos, los colegios y las colegias, -en la universidad no estuve, por eso no la nombro-, me hayan enseñado que NO es necesario hacer notar los dos géneros al dirigirse a los demás, que con mencionar el másculino se está incluyendo a todos, inclusive a los gays y las gays.
Les pido a mis contertulios y contertulias que depositen sus votos y sus votas en los urnos y las urnas y asi me puedan favorecer para despues llenarme los bolsillos y las bolsillas con el 10% de los contratos y las contratas que les consiga a mis votantes y mis votantas.
Mi gratitud eterna y anticipada a todos y todas los idiotos y las idiotas que madrugarán a votar por este monumento a la imbecilidad y la ramplonería de la politica colombiana y colombiano.
A ustedes y a ustedas, muchos gracios y muchas gracias."

Puede parecer chistoso, increible o simplemente sin gracia. Pero es posible que en más de un tablado politiquero, en más de una entrevista o en muchas cuñas radiales o televisivas, aparezcan los nuevos "académicos" de la lengua española, creyendo agarrar incautos, creyendo, muy equivocadamente, que hablan "bonito".
Y lo de adjudicarlo al politiquerío paisa no es gratuito. Es que aquí abundan... esos inteligentes.

domingo, 28 de febrero de 2010

DE SAN ISIDRO A BERLIN

>El año se iba yendo mientras crecía feliz en San Isidro, recreándome muchas veces al contemplar las carreras de ciclismo domingueras por la bajada de Carpintería, que veía toda y perfecta desde el patio de la escuela. En medio de los brincos de alegría, llamaba a gritos a mis papás para que vieran los “atetas”, pues aún no soltaba la lengua completamente.

Ahora se que la solté más de la cuenta; dos matrimonios y otros romances dan cuenta de ello.

Los días escolares eran muy lindos para mí, que con solo cuatro años y sin matrícula, empezaba a leer y a sumar, mirando desde la puerta del salón a mi mamá, que enseñaba a sus alumnos. Además, cada día de clases, significaba tomarme una gaseosa Hipinto, cuando era realmente santandereana. En sus sabores de piña, uva, manzana, limón o la kola champagne, como decía en sus botellas, que llevaba José Antonio Estupiñán, un alumno que vivía en la casita de paja y bareque en “El Uno”, a quien mi mamá le pagaba cada semana los seis refrescos que me sabían a cielo y cuyo aroma mantenía hasta el día siguiente, guardando la tapa con empaque de corcho donde se conservaba intacto.
Esa tapa solo la botaba cuando llegaba la nueva gaseosa. Era una forma de mantener lo que en el campo no se tenía. Igual hacia con las cajitas de uvas pasas Su-Maid, cuando tenía oportunidad de comerlas, muy de vez en cuando.

Así, entre el cariño y el amor paternales, pasé los últimos años de la década del los cincuenta, los que rematamos viviendo en la escuela de Arbolsolo, a dos kms., del pueblo los meses de octubre y noviembre. Allí mi mamá clausuró el año académico, como transición hacia Berlín, nuestra nueva morada por cinco años y una de las mejores etapas de nuestra vida familiar.
En Arbolsolo conocí el primer trapiche, el de la Hacienda La Vega Carreño, donde saboreé las melcochas y las boronas de panela, esos trocitos de cielo de ahí en adelante, el manjar más preciado para mi paladar, muy por encima de las encopetados dulces industriales de ahora. Es que sabían, como sabrán siempre, a patria colombiana, a esa esencia natural de nuestras montañas y a ese corazón de la tierra, procesado por manos campesinas, ancestros que llevo por siempre en el alma y que me enorgullece ante propios y extraños. Se cuanto vale y cuanto trabajo tiene producir los alimentos que consumimos cada día, cuanto sacrificio hay en cada jornada campesina, desde antes de rayar el sol, hasta muy tarde en las noches de sombras y de cantos de arroyuelos en cada parcela de esta Colombia grande y sin igual.
El vivir a pocos metros de la carretera central, que por entonces iban construyendo hacia la costa, en tierras del sur del Magdalena, hoy el Cesar. Me permitía el gusto nunca imaginado de ver muy de cerca los carros que fascinaban mi imaginación. Siempre he admirado esas máquinas que le dieron un vuelco de progreso al mundo y ahí estaban ante mis ojos, cargados de pasajeros, alimentos e ilusiones, pasando hacia la ciudad o hacia mi pueblo, ese montoncito de casas y de calles que aprendí a querer como mío, porque fue la patria chica de mi Mamín, como también se me hizo costumbre llamarlo; ahora y siempre me considero rionegrano, así la cédula expedida allí diga que soy nacido en Bucaramanga.
Se soportaba un calor muy alto y acostumbrado a climas más agradables, sufrí de un broto que me llenó de ampollas todo el cuerpo, en especial los pliegues de las extremidades. Unas pastillas, una crema y varios baños al día me permitieron una cura muy rápida y el poder jugar en calzoncillos con una manguera, desde la mañana y hasta el atardecer,
Casi todas las semanas iba algún grupo familiar para visitarnos y darse un chapuzón en el río. Alguna vez fue un grupo grande, donde se unieron la familia de mi papá con la de mi madre, pasando un día bien agradable, hasta que por el río vieron bajar el cadáver de un marrano, generando asco en todas las mujeres del paseo, regresándose entonces a la escuela para bailar un rato. Para los regresos, que se hacían muy temprano el lunes, generalmente era don Donato Moreno quien hacía el viaje expreso para llevar a mis primas hasta Bucaramanga.

Se iban así pasando los dos meses mientras llegaba el cinco de diciembre, día en que con las cositas de la familia en la hoy vieja volqueta GMC amarilla del municipio, conducida por Trino Díaz, partimos hacia Berlín, la hacienda cafetera que hacía de las laderas cercanas al Río Rionegro, -de “Casetabla” para arriba-, una colchita de verdes claros y oscuros, como esos pesebres de antes cuando abundaba el musgo en las piedras del camino y que utilizábamos para recrear los aguinaldos. Viajamos con mi mamá, mientras el viejo se enrumbó, acompañado de mi tío Luís Jesús y con sus vacas y terneros, a recorrer los doce kilómetros que hay entre las dos escuelas, a pie.

A pocos meses de cumplir los cinco años, y en los días en que tomamos la foto familiar que aún está en la sala de mi casa, que me produjo el trauma laringeoesofagodigestivo de ponerme un corbatín, empezó una vida nueva, porque allí mis padres tuvieron un devenir mejor y un futuro más promisorio – que por esas cosas de la raza, aprendidas de su padre- desperdiciamos y que ya contaré mas adelante.




Berlín... todo cambió para bien.

Capitulo IV -- Berlín: Todo cambió para bien.

En una casa grande, con un salón para clases inmenso y sin cocina, que estaba unas tres cuadras abajo del caserío central de la Hacienda Berlín, empezamos a organizar nuestras vidas ese seis de diciembre. Todo, en derredor de la casa estaba lleno de monte y en su patio frontal había unas piedras muy grandes que afeaban aun más el paisaje. La idea inmediata de mi papá: Despejar las piedras del frente y macanear el entorno. Y la puso en práctica. Con el tesón propio de su vida y ayudándose con algún sobrino, fueron cambiando la cara de ese patio feo y construyendo a lo largo, un calzo que permitiera agrandar la superficie plana y sobre el cual, días mas tarde empezó a construir un jardín lleno de dalias de mil colores, que iba mezclando revolviendo sus yucas y que combinaban en sus pétalos dos y tres variedades de color, como jamás las volví a ver.

Era algo que lo llenaba de orgullo, al igual que la gruta que le construyó a la Virgen Inmaculada, que abandonada al sol y al agua cuidaba la casa entre el montón de piedras y desidia.

Más tarde, el Monumento a la Virgen, como lo llamaba tuvo a su alrededor un acuario hecho en cemento y mezclado con el cariño que le ponía a sus obras, las que siempre le ofrecía a mamá cuando las terminaba. Igual pasó con el Monumento a la Bandera, que imaginó, diseñó, construyó y decoró en forma perfecta y sólo con mi pequeñísima ayuda y grande compañía, sin ser arquitecto, ingeniero, ni siquiera maestro de obra.

Era el amor que le ponía a su trabajo, el que hacía que de su imaginación se volvieran realidad cosas que a veces parecían imposibles y que sirvieron para el bienestar de mucha gente; algo que era su obsesión y que me transmitió por sangre y ejemplo en los veintiocho años que tuve la alegría de vivir a su lado y en estos últimos, sin su presencia física pero lleno de recuerdos de cosas buenas en su paso por la vida.

Esas enseñanzas de su existencia buena, me han permitido vivir para servir, así algunas ingratitudes traten de borrar lo que se siente ante un “gracias”, muchas veces oído al corazón de personas sencillas y humildes que reciben una palabra, una mano amiga, un bocado para calmar momentos difíciles, unas u otro, entregados con el alma y sin esperar reciprocidad igual, solo la sonrisa de un ser agradecido.


Pasamos el primer diciembre estrenado la cocina que en cuatro o cinco días levantó en la punta oriental de la casa, con lavaplatos y fogonera incluídas. Unos tamales para Navidad, hechos por nosotros tres en equipo – yo ayudaba a contarlos- y un vino y unas galletas compradas en el pueblo nos hicieron deliciosa la cena de medianoche.

Solo se vivía en esa época del sueldo de mi madre como maestra, ayudado un poco con lo que mi papá ganaba como peluquero en La Colina, oficio que lo hacía madrugar a las cuatro de la mañana hasta el cruce de la carretera veredal, para esperar la buseta de Victoriano Machuca, que llena de cacharreros recogidos en Bucaramanga, hacía tránsito hacia el pueblito frío y pequeño donde había pasado parte de mi infancia primera. Cuando se había copado la clientela, se convertía en herrero de mulas y caballos y en los tiempos sin bestias descalzas o campesinos mechudos, era vendedor de telas y ropas que le facilitaba un señor de apellido Chaín, en el almacén Bogotá, sin adelanto de dinero y solo confiando en la palabra siempre cumplida de un santandereano valiente, entrador y honesto.

Como esas entradas no eran suficientes para vivir holgadamente y aprovechando que la semana estaba libre, Mamín se inventó una cría de cerdos a su manera. Poco a poco acercó a la escuela y desde muy lejos, unos horcones de topacio y unas guaduas, largas y pesadas que constituyeron los elementos principales para levantar un corral de tres por cuatro metros de área, a manera de zarzo o volado, sobre un terreno inclinado adyacente a la nueva cocina, en el que según su imaginación se podrían cebar hasta seis cerdos.

Y la imaginación no le falló.

Hecho el corral, que le llevó un par de semanas, y al que le puso en la superficie de desagüe unos tejos de cemento que habían sobrado en el arreglo de un granel de la hacienda; compró los primeros marranitos, recién destetados, los que purgaba con helecho gallinero y a punta de repila de arroz, concentrado industrial y agua en abundancia, con toda la dedicación del mundo, sacaba muy gordos para la venta, en sesenta días.

Era un oficio bonito y entretenido que fui aprendiendo, ayudando a hacer y que disfrutaba al preparar las raciones en un balde y al bañar continuamente esas mascotas que engordaban rápidamente. Así fue mejorando el presupuesto familiar y había un a entretención más para mezclar con el pastoreo de las vacas y con los compromisos laborales de los domingos. Además quienes nos visitaban, quedaban boquiabiertos al ver que cinco o seis cerdos con buen kilaje se podían desplazar por un segundo piso de guadua y cañabrava, a unos tres metros del suelo, alabando la idea y tomando fotos para enviar a otras partes de Colombia. Incluso fue grabado allí una parte de un documental llamado “Después de Palonegro” en el que también participó mi mamá dirigiendo una clase de educación física.

A comienzos del año sesenta y tres, fuimos invitados a visitar a los dueños de la hacienda, una familia muy prestante de Bucaramanga, a cuya cabeza estaba don Ernesto Sanmiguel García y que venían analizando el comportamiento laboral y familiar de nosotros. Un fin de semana compartimos una tarde con ellos y entre tintos, anécdotas y merienda, le fue planteada a mi papá la idea de fundar una cooperativa, muy en boga por el programa CARE de la Alianza para el Progreso, liderada para los países subdesarrollados por el presidente Kennedy en los EEUU.

Analizadas las posibilidades un par de fines de semana, con veintidós socios, vivientes o encargados de las parcelas de la hacienda, y con aportes de cien pesos cada uno, empezó a funcionar la Cooperativa de Consumo Hacienda Berlín, gerencida por mi papá y dedicada inicialmente a proveer del mercado y la carne a todos los socios. Poco a poco, más vecinos de otras fincas y de la Colina y Rionegro fueron afiliándose a la entidad, haciéndola crecer no solo en familias beneficiadas sino en capital económico.

Grandes logros a través de treinta meses de gerencia se evidenciaron en el grupo veredal. Acompañado por mi mamá y lo poco que yo podía con siete años ofrecer, hicimos un equipo de trabajo que aun hoy recibe alabanzas de gratitud por quienes recibieron ayudas no solo económicas sino de ejemplo de vida.

Una misa dominical cada quincena, la Fiesta del Café que se celebraba anualmente y en la que participaba toda la región, el restaurante escolar subsidiado por la cooperativa, el juego tradicional y típico del bolo criollo en el que no se consumía una sola cerveza –solo se vendía vino en los Diciembres- eran realidades que le permitían un mejor vivir a las gentes del campo, siempre en desventaja en la historia de la vida nacional.

Para mi papá, como gerente, la semana de trabajo no tenía descanso. El lunes bajaba a Rionegro, dedicándose a las vueltas bancarias, solución de situaciones económicas de los socios, pago de vivientes que la hacienda hacía a través de la cooperativa y contactos con proveedores de ganado, generalmente vecinos de la región.

Los martes, miércoles y jueves, los dedicaba a visitar a quienes le ofrecían el ganado, con quienes negociaba entre palabras, chistes y tintos, de una forma tan certera, que cada res le dejaba a la entidad una ganancia de por lo menos dos arrobas de carne.

Con la alegría de saber el rendimiento que iba a dar ese novillo, o aquella vaca, regresaba en las tardes, montado en la mula Alverja, la mejor mula que he visto para ganadear, cargado de yucas de dalias, con las que agrandaba y hacía más hermoso el jardín de la escuela y lleno de amor con mi mamá y conmigo, dedicándome las primeras horas de la noche para contarme cuentos, anécdotas y maneras de ver la vida, siempre con su sonrisa blanca y sentándome en sus piernas, mientras veíamos cortar y coser telas a la secretaria de la cooperativa, maestra y modista de la región.

El viernes, muy de mañana se alistaba para viajar a la ciudad, muchas veces en mi compañía. El fin: Comprar el surtido para el fin de semana, cuando todos los socios mercaban para familia y obreros. En la buseta, que pasaba a las siete por la entrada de Berlín, emprendíamos un recorrido de unos treinta y dos kilómetros hasta la ciudad, jugando a quien adivinaba mas marcas de los carros que nos encontráramos en la carretera central. Entre risas y trampas que le hacía, pues no era muy ducho en cosas de carros, llegábamos primero a la calle sexta, donde los abuelos y después al centro, al Granero Oriental, donde se empezaba la jornada de idas, venidas y preguntas buscando los mejores precios para el beneficio de la gente.

Un mercado que al inicio no pasaba de seis u ocho bultos y unas cajas de diferentes productos revueltos, se fue convirtiendo en un viaje completo para la volqueta de la hacienda, que con su carrocería de estacas adicional, ofrecía el espacio de un camión 500, lleno hasta las varillas. Anótese que la gaseosa y el pan eran llevados por carros distribuidores.

Aparte de los artículos comestibles y de aseo, se empezaron a llevar utensilios de cocina, telas para vestidos de dama, camisas, pantalones, útiles escolares, todo consumido en la semana siguiente.

Cansado al máximo de mis piernas por la forma como mi papá, no caminaba, sino corría, buscando calidad y precios, regresábamos en la tardecita a la sexta, donde se había almacenado la mercancía que llevaban en carro de mula desde el centro, y donde la recogía la volqueta, emprendiendo el regreso a la hacienda. Allí, después de comer algo, los viejos se dedicaban a la reliquidación de precios, mientras yo jugaba feliz con el carrito de turno.

Por ese juguete que no fallaba, así no viajara con él, y por las idas a comprar nevados en un puesto de pan que había por los lados de las hortalizas en la plaza vieja y de donde pasábamos por el puente elevado que cruzaba la carrera dieciséis, el viaje era una delicia para un niño campesino.

Llegábamos por ese puente, hasta el sector de los zapatos. Allí me compraban zapatos a muy buen precio, alegando la rebaja porque la semana anterior le habian comprado a mis hermanos. Era una mentira, pero era también la forma de negociar de mi papá, alguien a quien Jorge Veloza le hizo un homenaje con la canción “El Saceño” en el primer larga duración de los Carrangueros de Ráquira.

Y el sábado, la jornada más dura, pero la mas atractiva para mi papá, que siempre se le medía a los retos difíciles. “La ganadiada”, como llamaba el acercar, casi siempre desde la Colina o sus alrededores, la res de turno o las reses, cuando se sacrificaban tres por domingo; hasta el matadero que estaba por el camino de la escuela. Según los ejemplares, bravos o mansos, hacían corta o larga la jornada estudiantil, pues se debía dar término a esta, antes de llegar la res a los predios de la cooperativa.

Esos “sábados de ganadianza”, -otro término-, como los llamaba la gente, empezaban muy temprano, antes del alba, con un combo de tres o cuatro muchachos que acompañaban al gerente ganadero en el caso de una res muy brava, como lo era casi siempre. Partían por el camino, con rejos, perros y al mando de don Flaminio, que se las sabía todas para hacer llegar la res hasta su destino.


Con el comienzo de la tarde se avecinaba el espectáculo de la torería, que muchas veces se retrasaba hasta la noche, por las encabritadas que se les ocurrían a las “ovejitas” que traían, o por la distancia a recorrer, muchas veces a tres o cuatro horas normales de camino. Hubo veces en que no llegaron con el ejemplar vivo y como en las grandes corridas, el puntillero puso fin a la lidia en plena plaza, esto es en el camino al matadero. Tenían que recoger la res en la volqueta, debiendo descuerarse y despresarse primero en el sitio de los acontecimientos.

Es memorable la calidad de “manso” de un cebú como de treinta y seis arrobas que por el camino engulló tres dulceabrigos o lanillas que se usaban para torearlas. Al día siguiente sus dueños recuperaron sanas, sin un hueco siquiera y directamente de las tripas del “angelito”, sus trapitos de secarse el sudor en el trabajo.

También para recordar, una novilla colorada, que en ausencia del comandante de ganaderos, se les enjardinó en el corredor frontal de la cooperativa, a solo veinte metros del botalón. No hubo ruegos, toreos, oraciones, maltratos ni madrazos que la hicieran levantar de allí, donde permaneció unas cuatro horas, sitiando a la gente en sus casas y echando babaza y cornadas a quienes pretendían acercarse.

Cerca de las ocho de la noche, llegando de Bucaramanga, de un curso cooperativo dictado en la Casa de Ejercicios Villa Asunción, y con el saco en la mano y la corbata a la nuca, le cogió la cola a la “vaquita”, se la dobló y con esa dentadura fuerte y blanca, se la quebró en un solo mordisco. Hasta ahí llegó la resistencia de la “panterita”, que ya no solamente con babaza y cornadas, sino con un chiflón de pasto triturado que hizo cierto aquello de que “voló mierda pa`l zarzo”, salió corriendo como alma que lleva el diablo y pudo ser apegada sin mas problemas.

Se les brindó una gaseosa a los ganaderos por parte del jefe, acompañándoles el cariñito con una vaciada de padre y señor mío, por no saber hacer las cosas como muchas veces les había dicho, se hacía en estos casos.

Y a la media noche antes de comenzar el domingo, y muchas veces sin haber dormido ni un minuto, empezaba la jornada que llevaba toda la madrugada en la ejecución, descuerada, despresada y deshuesada de los tres animales, oficio que hacía acompañado de dos muchachos ayudantes, de la lavandera de la tripa y de algunos curiosos que iban a recoger sangre para hacer el famoso “pichón” santandereano, un caldo levantamuertos.

Al rayar el sol ya estaba todo dispuesto para la venta, la que también se hacía entre tintos, cigarrillos, chispazos y palabras a los que generalmente eran sus clientes, los “chinos” hijos de los vivientes, que madrugaban por la “pesada”, atraídos por la ñapa, un pedazo de tripa delgada, de un jeme de largo, que se dejaba especialmente para este fin.

Así que cuando subíamos con mi mamá, para empezar su jornada de facturación de los mercados, ya lo hacíamos bien desayunados con carnecita fresca, que nunca dejó de facturarse, así se piense que una o dos libras se las merecía con honores quien tanto hacía por este conglomerado humano que trabajaba en cafetales y potreros de aquella hacienda, tan querida por nosotros y tan famosa por su maquinaria para procesar el café, montaje que habían hecho los alemanes exilados por culpa de la guerra y que habían sentado sus reales en algunas zonas de Santander.

Pasada la mañana y con ella la venta de carne que se iba todita casi siempre, mi papá iba a la zona del mercado donde todavía se despachaban las listas que los socios traían para lograr llevar a los suyos y a los obreros que tenían bajo su mando, la alimentación balanceada para un mejor rendimiento.

Allí, en compañía de mi mamá, que facturaba y despachaba, de Teófilo Aguilar, un socio buen amigo y muy colaborador, que se encargaba de pesar los granos, de un tío paterno o de mi abuelo en ocasiones –como empleados a sueldo-, me encargaba de destapar gaseosas, única bebida que se vendía y que se consumía en tal proporción que los camiones de Coca Cola y Postobon dejaban cada uno medio viaje en la cooperativa y el resto les quedaba para repartir entre La Colina y las tiendas del camino.

Era muy común que al mediar la tarde, camináramos entre un reguero de envases que tapizaban el piso interior de la tienda, desorden que se recogía el lunes en la mañana, entre las rabietas y madrazos de mi “papá señor” que no permitía dejar las cajas para que los clientes las fueran organizando. Si soy terco, es porque tengo herencia.

Ya sobre las dos o tres de la tarde se iniciaba el juego de bolo criollo, muy popular en Santander, donde generalmente se juegan cajas de cerveza o “pedidas” cuando son pocos los jugadores. En la cooperativa solo se jugaba por pan, unas mestizas de veinte centavos, del tamaño de un plato sopero y que los ganadores del chico iban “ensartando” en chuzos de helecho gallinero que se clavaban en un barranco, cerca de los jugadores. Al final de la jornada, en vez de llegar borrachos a la casa, como es común, lo hacían con una sarta de por lo menos una docena de panes para alegría de sus hijos. Eran esas las buenas ideas de mis padres, que con los Sanmiguel, buscaban siempre el bienestar de las familias congregadas alrededor de la Cooperativa.

Casi siempre, entre los jugadores estaba el gerente, aficionado a este juego como ninguno y que ganador que era en muchas ocasiones, donaba sus mestizas a la señora que ayudaba a lavar las vísceras del ganado, muy pobre y llena de hijos o, en su defecto a alguna familia también necesitada.

Me gustaba servir de garitero, ganando como pago de acuerdo a si tumbaba un palo que se colocaba en la zona de jugadores, lo que me permitió coger buen pulso para más adelante, en las andanzas con el viejo, jugar a la par con amigos y contrincantes.


De la bondad con que el veía la vida fui testigo una noche de semana que llegó un nuevo viviente para la parcela de Alto Bravo.

Era un señor oriundo y procedente de Tona, con una familia muy numerosa y con dificultades económicas. En la volqueta, que lo recogió en Bucaramanga, llegó con sus trastes y sus hijos. Le pidió a mi mamá que le hiciera el favor de fiarle unos panes y un par de panelas para prepararles comida a los hijos, cuando llegaran al destino, a unas tres horas de camino. De acuerdo con mi papá, no solamente se le facilitó el dulce y el pan, sino un mercado completo, incluidas unas libras de carne salpresa que ocasionalmente habian quedado del domingo, sin importar que no se pagara ni un peso, dada la estrechez económica con que iban.

Era muy agradable encontrarse con don Porfirio Laguado, próspero ganadero después, y escuchar de sus labios la anécdota referida, con palabras de gratitud para don Flaminio y doña Blanca, más valiosas después de mi orfandad física. Esa fue una constante en su diario vivir. Colaborar con la gente que necesitaba un favor, una palabra, un hombro donde apoyarse para volver a subir; algo que hacía con el alma, echando por el suelo esa imagen de hombre duro, que a veces mostraba, generalmente cuando había algo mal hecho en las actividades que el dirigía o se practicaba una injusticia por alguien y hacia alguien.

En alguna ocasión en que se trató de revivir la violencia entroncada en el país desde la muerte de Gaitán, y desde antes por ese gobierno sectario de Ospina Pérez, fue alertado por algún vecino de la presencia de algunos ladrones que al amparo de la noche, estaban robando café en baba, recién cogido, en algunas viviendas alejadas de la hacienda. Ya común su revolver 38 largo, colgado de su cintura, como el “sheriff” de la región se apersono del caso. No habían terminado de contarle los pormenores del robo, cuando ya estaba llamando a la Quinta Brigada, a un capitán del que se había hecho amigo a raíz de la compra de las armas, - el revólver y una carabina de riego punto-veinte-,y quien le envió en un santiamén un pelotón de veintiséis soldados, al mando de un teniente de apellido Gómez. Con ellos y sin un tris de miedo, recorrieron en cuatro días, a pie, toda la zona no solo de la hacienda, sino corregimientos adyacentes como Villa Paz, Misiguay, la parte nororiental del Pajuil y toda la Colina, rastreando casa por casa y limpiando con éxito toda la región. No se volvió a presentar ningún robo, ni asalto y quedó sentado el precedente de que ese no era territorio para maleantes.

Todas las actividades hacían de un grupo humano integrado en la labor social, el ejemplo a seguir. Amigos y conocidos de la familia Sanmiguel, visitaban la hacienda y se sentían atraídos a colaborar.

Se organizaron brigadas de aseo y decoración con doña Gladys, algunas de sus amigas y mi mamá, visitando cada sábado diferentes casas de vivientes, una o dos cada vez, donde le daban un aseo general a la casa y volteaban los enseres de una forma agradable y con cortinas, afiches y repisas y cosas que llevaban de la ciudad, dejando cada casita como una tacita de plata y el compromiso de cada señora de mantener en ese estado el sitio donde compartían la vida con la familia.

La misa dominical, cada dos semanas, oficiada por el padre Camilo Tapias, llevaba la parte espiritual a la comunidad, con los beneficios que poco a poco, con el correr de los días, empezaron a verse reflejados en un mejor vivir de las parejas, de las relaciones padres e hijos y del rendimiento académico de los muchachos en la escuela.

Muchos bautizos, primeras comuniones e incluso matrimonios se efectuaron durante los dos años y medio del funcionamiento de la cooperativa en manos de mi papá, con la colaboración de todo ese grupo de trabajo que tenía como cabeza principal a don Ernesto, pero que creaba y realizaba cosas desde la labor continua y ardua de mis dos viejos, entregados siempre a servir.

Un doce de diciembre, el del sesenta y cinco, tuve la fortuna y el orgullo de recibir por primera vez la hostia sacramentada, en compañía de doce o trece niños y niñas, compañeros de estudio y amigos, que por el paso del tiempo, jamás volví a ver. La más recordada, Lilia Suárez, una de las lindas hijas de Alejandro Suárez, el viviente de la Floresta. Con unos ojos verdes encantadores, creo que fue mi primera ilusión en forma de mujer, ilusión que no pasó de ser eso, con miradas a los ojos y sonrisas de amistad.

Se hizo una reunión especial en la casa escuela, con la presencia de los Sanmiguel, el padre Tapias y mis padrinos de bautizo, Pedro Bohórquez y Sofía, que con sus hijos llegaron en la Chevrolet 54 que me traía buenos recuerdos de la ciudad, cuando en su platón acompañaba a veces a mi padrino hasta su taller de la calle 23 con doce, a prender las luces los domingos por la tarde y luego pasábamos por el centro , donde me deleitaba con los avisos de neón que abundaban en todos los locales comerciales. Quien no recuerda el de las pastas que había sobre la calle treinta y cinco con quince y la guitarra del almacén Barranquilla, donde me compraban los discos de 78 rpm. Son esos recuerdos que no mueren y que para algunos dizque son pecados dañinos, pero siempre llenan el corazón, así haya pasado mucha agua por debajo de los puentes.

Con un ponqué de tres pisos y unos cinzanos, se hizo un brindis por el acontecimiento, en medio de las Fiestas del Café, que ya iban en su tercera versión y que parecía se iba a institucionalizar como otra feria más de las celebradas en los municipios de Santander. Se realizaba el segundo fin de semana de diciembre, desde el viernes al atardecer y hasta la llegada de la noche del domingo.

Toro de candela, vara de premio, concursos para el mejor arriero y la mejor ama de casa, carrera de encostalados, misa especial con sacramentos incluidos, películas de tipo educativo y de distracción, campeonato oficial de bolo criollo, presentaciones teatrales y otras actividades, hacían que muchos residentes en Bucaramanga, Rionegro y las veredas vecinas llegaran a disfrutarlas. Era fácil ver que buses repletos de gente, los de la Colina y de Rionegro, hicieran viajes especiales en las noches para lograr ver las cintas instructivas y las de cine mexicano que se exhibían en una sábana colgada a manera de telón y teniendo como platea los amplios graneles del beneficiadero de café. Sobre las once de la noche todos regresaban a sus casas para madrugar el día siguiente a participar en las actividades correspondientes.

Muchas cosas buenas se aprendían, se reía, se gozaba, había integración no solo familiar y de compañeros de trabajo, sino interveredal y por que no intermunicipal. Todo esto sin consumir una sola cerveza, sin nada de alcohol, algo que es prudente resaltar.

Recuerdo que la vara de premio de quince metros de altura y muy lisa por el cebo aplicado en su superficie, no permitía subir a nadie. Luego de muchos intentos, los participantes optaron por hacer una pirámide humana y le dejaron al último los tres metros faltantes para subir por su cuenta. Quien logró el premio lo repartió entre todos y reconocieron en grupo que la unión hace la fuerza. Esa siempre fue la idea, dejar un mensaje aprendido en cada vecino.

De una de las presentaciones “artísticas” fueron `protagonistas mis viejos, con mi tío Benicio y con Gilma Bianchá, que trabajaba con nosotros al servicio de la escuela.

Disfrazados de campesinos santandereanos, pero con gafas y atuendos que no los dejaran reconocer fácilmente, irrumpieron con su tiple y una guitarra, a manera de serenata y cantando unas coplas especiales para los dueños de la hacienda, coplas compuestas por Flaminio y Blanca y entonadas al ritmo llanero de “Ay si, si”.

Fue grande la sorpresa de los homenajeados y más, cuando invitados a bailar con los artistas, descubrieron su identidad, agradeciendo con el corazón ese detalle tan sentido que la comunidad les brindaba.

Seguramente es ese el ancestro que llevo en la sangre y que me permite llevar alegría a los demás, inventando personajes y actuaciones que requieren un poco del “ridículo” pero que son premiadas con ese “gracias” sonriente de los espectadores, especialmente de los niños.

Ahora que en mis intentos teatreros he representado a San José en obras navideñas, a Jesús en el recorrido hasta el Gólgota, a doña Nydia, un personaje de la TV en un intento por ir a Sábados Felices, a dos sicólogas -una francesa y una costeña- en conferencias humorísticas sobre la sexualidad a través de la historia, a un legumbrero paisa conquistando una cliente santandereana, a Sandro, el cantante romántico y llorón en la despedida de solteros con Vicky y a Chucín, un payaso bonachón, quisiera tener a mis viejos cerca, para hacerlos disfrutar de otra sonrisa, que les negué por timidez, en esos tiempos cuando pude acompañarlos en sus actuaciones.

De todas esas actividades en las que participaban las familias trabajadoras de la hacienda, vecinos de otras veredas, familares y amigos venidos de la ciudad, quedó enseñado y aprendido, mucho del compartir, del recibir y el dar.

La integración era tal que parecía una familia en busca del bien común. Pero…. Como todo bueno tiene su malo, empezaron aparecer los egoístas y envidiosos, muy pocos tal vez, que con comentarios injuriosos sobre el manejo de la entidad, hicieron desistir a papá de seguir adelante con este bello trabajo. Cuando veo prósperas cooperativas que nacieron por aquella época, alcanzo a imaginar como hubiese sido de grande y ejemplar, la nuestra. Nuestra Cooperativa de Consumo Hacienda Berlín.

viernes, 15 de enero de 2010

AHORA

Traté de buscarte mas allá de las montañas,
corrí tras los aromas de tus ojos, de tu cuerpo,
llené mi corazón con tantas ilusiones,
dejé que el tiempo me trajera tu alma.

Esa fue mi vida cuando las horas iban,
cuando solo estaba y no sabia de ti...
pero el tiempo, calculador y etéreo
me llenó de sueños, me entregó tus labios
y me envolvió en tus besos.

Vine hasta ti, hasta la cuna de tus años
y me quedé contigo, degustando tus caricias,
disfrutando tus sonrisas, tus halagos,
tus manos llenando de vida mis canciones....

Gracias mi vida, por tanto amor en tus pasiones,
gracias amor por cada mañana de luz y de ilusión;
te entrego todo, mi corazón... mis fuerzas
la gratitud del alba, cuando amanece tibia...
y un beso inmenso, repleto de cariño
y de embeleso.
Vicky.... esta es una muestra de mi amor inmenso, de toda mi alegría por tenerte. FELIZ DIA DE AMOR Y AMISTAD..!
Tu eres todo para mí.

Viernes 18 de Septiembre de 2009

MIS HIJOS


Hijos de mi sangre,
retoños que me ayudó a cuidar el tiempo
y las caricias enredadas en el viento,
con cariño de padre,
de amigo compañero...

Desde siempre
cuando soñé poder tenerlos,
he sido, tangencial,
el guardián de tantos sueños
de todos sus momentos
y aunque estemos lejos
conservo aquí en el alma...
muy adentro
todo un archivo de recuerdos
que se han grabado lentos,
llenos de tiempo y de contento.

Cada mañana
en la oración del alba,
le voy pidiendo al cielo...
conservarlos y quererlos,
igual, lo mismo que hace tiempo
me cuidaron mis padres...sus abuelos..!


J. A. Báez Anaya. Con todo el corazón... Los quiero mucho.
Compartiendo con mis hijos el 31 de Diciembre del 2008, en Bucaramanga.
Escrito el domingo 1 de Marzo del 2009.

miércoles, 6 de enero de 2010

En una Fiesta del Padre... en casa de la mamita Tulia Gabriela.
Prólogo. -Leido por Hugo Gómez Ospina.

Todos los momentos de la vida hay que vivirlos con alegría. Cada celebración y mucho más si es en familia y con amigos, brinda la oportunidad de compartir una sonrisa. Es este uno de esos momentos. María Victoria y Chucho han unido sus vidas no solo para bien de ellos, también para esparcir semillas de bienestar a quienes les rodean. Y en sus ratos libres han dedicado un poquito de tiempo a escribir, ensayar, corregir y volver a ensayar, para dejar que ustedes aprecien un pequeño sainete o "sketch" como dicen los modernos, mostrando muy someramente algunas costumbres, modismos y dichos de las dos culturas regionales que han hecho comunión a través de su matrimonio.
Sin pretender ser los mejores artistas, son si, seres empeñados en lograr un mundo mejor y este es un granito de arena más para esa playa que contiene pedacitos de felicidad.
Escuchen pues, y aprecien este regalito que traen especialmente para los padres en su día y para que todos disfruten unos minutos de ANTIOQUEÑISANTANDERIANIDAD, muy resumida en unas lineas que tienen algo de jocoso y mucho del sentimiento de esta parejita muy cercana a nuestros afectos.

ENTRE LEGUMBRES Y DICHOS...

!... To siá Dios.... to siá la Virgen...!
!To sián todos los santos...!
como no voy a toser yo
que por tanta tos no canto....
comencemos este día,
túquios de mucha confianza
de que la revueltería
nos proporcione el bitute
para vivir sin fregancias,
a lo paisa....AVE MARÍA...!


Que bueno entonces sería
que mi Diosito tan bueno
una cliente mandaría
pa´conversar bien ameno....
de esas bonitas de todo
con ojitos de lucero
y una risa de alegría....
parezco muy desigente
pero yo le atendendería
mejor que a la otra gente.!


!Buenos días señor Don Paisa,
como amanece usté....

será que yo aqui consigo,
algo que me es
menester?
necesito
pepitoria,
maiz pa´ mute,
mi amigo
y si quiere se lo digo,
con mi modo e´ser...
frentera,
si no tiene de esa historia....
ay juepuerca, que bolera..!


!Mamacita, que bonita...!
ven pa´ca,
lapo e´mujer...
venga la atiendo pa´ver
que es lo que vos necesitas...
pero no se me
enfurrusque
que pareces muy berrionda
y eso no le queda bien,
venga pa´ca no se ofusque
yo le cojo bien la onda
y le despacho la lista.


Es que vea le digo, mano...
que lo que yo necesito,
seguro que no está escrito
en sus términos paisanos,
porque como ve mi acento
no es de brava, que
hijuepuerca
es que soy santandereana
y cambian los nombramientos...
lo que allá es una
marrana,
aquí creo que es una
puerca.


Allá tenemos
mazorcas,
son
chócolos por aquí...
de pelao son las arepas
comemos yuca y ají
la carne la
oriamos bien
al humo
puay por tres días
y entre guarapo y café
comemos cabro sudao,
mazamorra de tostao
y no como aquí.... sin pepas...!


No se embejuque mamita
me presento soy Jesús,
me armo de todo el cuzcuz
y sin cañar.... sos bonita;
pero dejate de enguandias
que tengo buenos frisoles,
chicharrón por su tocino,
arepae´mote y quesito
y muchos cambios de nombre
en lo que es animalandia.


La chuchas de estas tierras,
como es en santandereano?
pues allá eso es un "
jara"
tan raro que suena, mano...
las torcazas..?
ay juelita
las llamamos abuelitas
y donde pastan las vacas
la llamamos una
manga,
pa´ustedes es potrero
en toda Bucaramanga.


Esto ta´ bien enredao,
será que nos entendemos?
juepuente, hablamos golpiao
pero el corazón tenemos
calientico y con ternura
pa´entregarlo con
melao
a quien nos brinde dulzura
y también les brindaremos
nuestra tierra de guerreros
con alma de enamoraos.

Dios se lo pague...! a la par,
voy a ser bien cojonudo
tengo en el pescuezo un nudo
pero lo voy a soltar.....
que la quiero jonjolear
con besitos y alabanzas
puede ser que por su crianza,
va y se me pone en desvelos...
yo quiero ser el pañuelo,
pa´todo sus estornudos.

!Usté que es lo que quiere, mano??
que dijo, aquí ya comí???
sepa que soy bien
picante
como pepita de ají
y póngase por delante
pa´enseñarlo a que no crea
que por hablar antioqueño
me conquista en embeleso...
córrase pa´ca tantico
y si quiere.... tome un beso.

!Eh ave María, por Dios..!
que tan oyendo mis ojos
yo que taba maluquiao
y me manda estos labios rojos
pa´besalos despacito
pa´pañar su corazón
ella mi amada va a ser
con todo mi cariñito
para "podela" tener
diciéndome PAPAAAASIIIIOTOOOO.

Yo si quiero ser su amada
pero no se apresure mi Don
despácheme los
encargos
y la cuenta de un jalón...
después hablamos de largo
para que usté
desembuche
y bájese de la nuca
que yo no lo llevo
a tuche
y me voy corriendo mano,
que voy a
escurrir la yuca.

No fregués con las carreras
que solo cansancio queda;
deje que suspire enteras
palabras que decite pueda
vos sos lo que necesito
pa´mujer y compañera
pero al menos yo quisiera
que me de su nombresito
pa en la vida que me queda
nombrala con cariñito.

Me llamo María Victoria
porque no había preguntao,
santanderiana
e´nacencia
con habladito golpiao...
pariente de comuneras
y orgullosa de su herencia,
nacida entre cafetales,
el miedo no me trasnocha
porque soy valiente y fuerte
cual Cañón del Chicamocha.


Yo soy antioqueño puro
entucador y animao,
pa las trovas soy el duro,
pa´enamorar soy sobrao...
montañero diplomao
me gusta salile al sol,
soy del Cauca, el rio, hermano,
pa´l negocio aventajao
y pariente muy cercano
de la Piedra del Peñol.

Como ustedes, nosotros
tomamos
guaro a montones
como comen chicharrones
con arroz y aguacates,
llenamos nuestros petates
con arracachas y yucas
y con hormigas culonas
que pa´algunos son malucas
a otros les sabe a gloria
y los pone a tirar
catre.

Hay en mi Antioquia felíz
labriegos llenos de casta
que de sol a sol se bastan
pa´cultivar el maíz
y si les dan un deslíz
le venden a un dotor
una loca bien preñada,
las llantas pa una canoa,
una mula embarazada
y los ruidos de un motor.

En Santander, mire mano...
somos frenteros, de veras
no
amansamos sino fieras,
conversamos con las manos
y si estamos entre el agua
sin saber nadar siquiera,
saben como nos salvamos?
discutimos de manera
que parezcamos peliando
y salimos conversando.

Eso es de reconocer...
como en Antioquia la Grande
donde manda la mujer,
mande bien o como mande,
porque existe el matriarcado
en cada familia paisa..
el machismo poco enraiza
y es para el paisa acertao...
que "es mejor pájaro en mano,
que muchos los que han volao".

Ta´ muy bueno
el conversao
y pa´l fogón yo me llevo
para una
chingua con huevo
cilantro y un buen
tostao
pa´con chatas en asao,
servilo pa´l desayuno
con arepas de
lejía....
y entonces en que quedamos
con lo que habíamos pensao?
... de juntar los dos en uno.

Juntemos nuestras culturas
en un solo corazón
pa´brindar a estas criaturas
de manos un apretón
por esta Colombia hermosa
que llevamos en el pecho
se juntan
ora en verdad
una antioqueña preciosa
y con mi noble amiostad
un santandereano
arrecho.

Texto: Jesús Antonio Báez Anaya
Actaución:
María Victoria Gómez como la cliente santandereana
Jesús Antonio Báez como el legumbrero antioqueño.

Junio de 2006.