lunes, 4 de junio de 2012

UNA PROMESA... UN COMPROMISO.

Mientras pasaba la noche empecé a recordar la vieja promesa que hicimos, con mi madre al Niño Dios y por allá en los años ochenta, cuando creímos que ya era hora de tener nuestra casa propia. En la iglesia del barrio donde nos "regalara" una casita para guardar nuestras vidas, la existencia; para resguardar a mis hijos, sus nietos; para encontrar amaneceres sin afanes; allí, en esa iglesia haríamos la Novena de Aguinaldos mientras hubiera vída. Y la cumplió ella mientras acompañó mis pasos. Y la cumplí yo, mientras viví en Bucaramanga. Pero era tiempo de revivir, de volver a esos recuerdos, a esa promesa. La iglesia: Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, la que vió cambiar la cara de Bucaramanga desde el antes de la Diagonal Quince. El tiempo: El viaje de reencuentro, de regreso, en una vacación que llevaba dos días. Había llegado ese miércoles a mi ciudad, después de un viaje agradable, lleno de paisajes que se mezclaban entre la ilusión de volver. Me hacía falta la compañía de Vicky, siempre junto a mi, pero que en esta ocasión había quedado en Medellín pendiente de nuestras cosas. La tarde, que ya empezaba a caer, me dejó ver de nuevo esa casa materna tan llena de añoranzas, el viejo barrio que casi ha perdido toda esa cualidad hogareña que le connocimos para dar paso a un comercio impersonal y avaro, llevándose con sevicia la nostalgia de los viejos tiempos. Los abrazos con mis hijas me curaron del cansancio que se pega en el cuerpo cuando se viaja por una carretera recién cicatrizada de las heridas del invierno. El volver a sentir el aroma de mi madre, a pesar de sus casi veinte años de ausencia y que se quedó perenne entre esas paredes y bajo ese techo, revivió de golpe aquella promesa. A eso iba. A disfrutar de las madrugadas compañeras de los días de aguinaldos. A volver a sentir la brisa que un buen rato antes de las cinco de la mañana, acaricia los árboles y los sentimientos en su raudo volar buscando encontrarse con los arreboles de la Puerta del Sol. Y esa noche previa, recostado entre un montón de nostalgias, quería dejar pasar las horas para sentir la alegría inmensa de repasar las calles que recorrí con mi viejita y muchas veces con mis hijos -que perezosos juveniles- no siempre nos acompañaban. Cuando el gallo que canta en mi moderno despertador me habló de las cuatro de la mañana, abrí los ojos a ese momento largo que estaba empezando. Y abrí los oídos para escuchar la pólvora, que a menra de alboroto, despertaba antes a los "noveneros" madrugadores. Ni un solo volador sonó. Mientras referescaba mi cuerpo en la ducha e ilusionado con que solo fuera una "cogida del tarde" del encargado de los cuetones, poco a poco acepté que muchas cosas han cambiado. Como antes, me preparé un café y esperé a que mi hija estuviera lista. Salimos con Silvia, mi hija menor que contenta y cariñosa, quiso acompañarme a reencontrarme con la historia. Gladys, mi otra hija, se quedó en casita consintiendo una varicela traicionera. La iglesia tampoco estaba tan llena como en otros años. Pero la alegría, esa sensación que no se explicar, era la misma. Disfruto a montones el canto de los villancicos, me vuelvo niño otra vez cuando contemplo la gente soñolienta, abrigada con mil colores, pero constante a una tradición y seguramente a promesas propias. Sentí que mis viejos estaban acompañándome en ese templo que me había visto cada mañana decembrina tratando de no dejar morir las costumbres hermosas que el modernismo quiere acabar. De pie, porque es otra autocondición en lo prometido, canté de nuevo todos esos villancicos con los que crecí, con los que alegré las mañanas de mis hijos tratando de despertarlos para esas novenas y esta vez fue Silvia quien pagó el importe de siempre. Un buñuelo o un pandeyuca con un café, en la puerta de la iglesia. Pero hasta eso ha cambiado. El sabor de las viandas se me hizo extraño. Lo que no cambia es la dicha de encontrar viejos amigos a la salida de la misa, mientras la gente y el sol de la mañana se encuentran en el atrio grande, testigo de saludos y de abrazos con personas que volvemos a ver cuando llega ese tierno tiempo de los aguinaldos. Parece raro escribir y leer notas decembrinas en plena mitad del año. Pero es bueno solazar las horas de un día de verano con palabras que nos transportan en el tiempo.Sueño con vivirla en la iglesia de mi Rionegro. Algún día será.Que bueno sería que esta costumbre tan santandereana llegara a otras regiones del pais. Eso hace cierta la frase tan trillada de "no saber lo que se tiene, hasta que se pierde"..... Ha sido una de las tradicones que más extraño en Antioquia. Y eso que en familia, nos turnamos para disfrutarla en la noche. Pero la mañanera tiene su encanto..!