domingo, 28 de febrero de 2010

DE SAN ISIDRO A BERLIN

>El año se iba yendo mientras crecía feliz en San Isidro, recreándome muchas veces al contemplar las carreras de ciclismo domingueras por la bajada de Carpintería, que veía toda y perfecta desde el patio de la escuela. En medio de los brincos de alegría, llamaba a gritos a mis papás para que vieran los “atetas”, pues aún no soltaba la lengua completamente.

Ahora se que la solté más de la cuenta; dos matrimonios y otros romances dan cuenta de ello.

Los días escolares eran muy lindos para mí, que con solo cuatro años y sin matrícula, empezaba a leer y a sumar, mirando desde la puerta del salón a mi mamá, que enseñaba a sus alumnos. Además, cada día de clases, significaba tomarme una gaseosa Hipinto, cuando era realmente santandereana. En sus sabores de piña, uva, manzana, limón o la kola champagne, como decía en sus botellas, que llevaba José Antonio Estupiñán, un alumno que vivía en la casita de paja y bareque en “El Uno”, a quien mi mamá le pagaba cada semana los seis refrescos que me sabían a cielo y cuyo aroma mantenía hasta el día siguiente, guardando la tapa con empaque de corcho donde se conservaba intacto.
Esa tapa solo la botaba cuando llegaba la nueva gaseosa. Era una forma de mantener lo que en el campo no se tenía. Igual hacia con las cajitas de uvas pasas Su-Maid, cuando tenía oportunidad de comerlas, muy de vez en cuando.

Así, entre el cariño y el amor paternales, pasé los últimos años de la década del los cincuenta, los que rematamos viviendo en la escuela de Arbolsolo, a dos kms., del pueblo los meses de octubre y noviembre. Allí mi mamá clausuró el año académico, como transición hacia Berlín, nuestra nueva morada por cinco años y una de las mejores etapas de nuestra vida familiar.
En Arbolsolo conocí el primer trapiche, el de la Hacienda La Vega Carreño, donde saboreé las melcochas y las boronas de panela, esos trocitos de cielo de ahí en adelante, el manjar más preciado para mi paladar, muy por encima de las encopetados dulces industriales de ahora. Es que sabían, como sabrán siempre, a patria colombiana, a esa esencia natural de nuestras montañas y a ese corazón de la tierra, procesado por manos campesinas, ancestros que llevo por siempre en el alma y que me enorgullece ante propios y extraños. Se cuanto vale y cuanto trabajo tiene producir los alimentos que consumimos cada día, cuanto sacrificio hay en cada jornada campesina, desde antes de rayar el sol, hasta muy tarde en las noches de sombras y de cantos de arroyuelos en cada parcela de esta Colombia grande y sin igual.
El vivir a pocos metros de la carretera central, que por entonces iban construyendo hacia la costa, en tierras del sur del Magdalena, hoy el Cesar. Me permitía el gusto nunca imaginado de ver muy de cerca los carros que fascinaban mi imaginación. Siempre he admirado esas máquinas que le dieron un vuelco de progreso al mundo y ahí estaban ante mis ojos, cargados de pasajeros, alimentos e ilusiones, pasando hacia la ciudad o hacia mi pueblo, ese montoncito de casas y de calles que aprendí a querer como mío, porque fue la patria chica de mi Mamín, como también se me hizo costumbre llamarlo; ahora y siempre me considero rionegrano, así la cédula expedida allí diga que soy nacido en Bucaramanga.
Se soportaba un calor muy alto y acostumbrado a climas más agradables, sufrí de un broto que me llenó de ampollas todo el cuerpo, en especial los pliegues de las extremidades. Unas pastillas, una crema y varios baños al día me permitieron una cura muy rápida y el poder jugar en calzoncillos con una manguera, desde la mañana y hasta el atardecer,
Casi todas las semanas iba algún grupo familiar para visitarnos y darse un chapuzón en el río. Alguna vez fue un grupo grande, donde se unieron la familia de mi papá con la de mi madre, pasando un día bien agradable, hasta que por el río vieron bajar el cadáver de un marrano, generando asco en todas las mujeres del paseo, regresándose entonces a la escuela para bailar un rato. Para los regresos, que se hacían muy temprano el lunes, generalmente era don Donato Moreno quien hacía el viaje expreso para llevar a mis primas hasta Bucaramanga.

Se iban así pasando los dos meses mientras llegaba el cinco de diciembre, día en que con las cositas de la familia en la hoy vieja volqueta GMC amarilla del municipio, conducida por Trino Díaz, partimos hacia Berlín, la hacienda cafetera que hacía de las laderas cercanas al Río Rionegro, -de “Casetabla” para arriba-, una colchita de verdes claros y oscuros, como esos pesebres de antes cuando abundaba el musgo en las piedras del camino y que utilizábamos para recrear los aguinaldos. Viajamos con mi mamá, mientras el viejo se enrumbó, acompañado de mi tío Luís Jesús y con sus vacas y terneros, a recorrer los doce kilómetros que hay entre las dos escuelas, a pie.

A pocos meses de cumplir los cinco años, y en los días en que tomamos la foto familiar que aún está en la sala de mi casa, que me produjo el trauma laringeoesofagodigestivo de ponerme un corbatín, empezó una vida nueva, porque allí mis padres tuvieron un devenir mejor y un futuro más promisorio – que por esas cosas de la raza, aprendidas de su padre- desperdiciamos y que ya contaré mas adelante.




Berlín... todo cambió para bien.

Capitulo IV -- Berlín: Todo cambió para bien.

En una casa grande, con un salón para clases inmenso y sin cocina, que estaba unas tres cuadras abajo del caserío central de la Hacienda Berlín, empezamos a organizar nuestras vidas ese seis de diciembre. Todo, en derredor de la casa estaba lleno de monte y en su patio frontal había unas piedras muy grandes que afeaban aun más el paisaje. La idea inmediata de mi papá: Despejar las piedras del frente y macanear el entorno. Y la puso en práctica. Con el tesón propio de su vida y ayudándose con algún sobrino, fueron cambiando la cara de ese patio feo y construyendo a lo largo, un calzo que permitiera agrandar la superficie plana y sobre el cual, días mas tarde empezó a construir un jardín lleno de dalias de mil colores, que iba mezclando revolviendo sus yucas y que combinaban en sus pétalos dos y tres variedades de color, como jamás las volví a ver.

Era algo que lo llenaba de orgullo, al igual que la gruta que le construyó a la Virgen Inmaculada, que abandonada al sol y al agua cuidaba la casa entre el montón de piedras y desidia.

Más tarde, el Monumento a la Virgen, como lo llamaba tuvo a su alrededor un acuario hecho en cemento y mezclado con el cariño que le ponía a sus obras, las que siempre le ofrecía a mamá cuando las terminaba. Igual pasó con el Monumento a la Bandera, que imaginó, diseñó, construyó y decoró en forma perfecta y sólo con mi pequeñísima ayuda y grande compañía, sin ser arquitecto, ingeniero, ni siquiera maestro de obra.

Era el amor que le ponía a su trabajo, el que hacía que de su imaginación se volvieran realidad cosas que a veces parecían imposibles y que sirvieron para el bienestar de mucha gente; algo que era su obsesión y que me transmitió por sangre y ejemplo en los veintiocho años que tuve la alegría de vivir a su lado y en estos últimos, sin su presencia física pero lleno de recuerdos de cosas buenas en su paso por la vida.

Esas enseñanzas de su existencia buena, me han permitido vivir para servir, así algunas ingratitudes traten de borrar lo que se siente ante un “gracias”, muchas veces oído al corazón de personas sencillas y humildes que reciben una palabra, una mano amiga, un bocado para calmar momentos difíciles, unas u otro, entregados con el alma y sin esperar reciprocidad igual, solo la sonrisa de un ser agradecido.


Pasamos el primer diciembre estrenado la cocina que en cuatro o cinco días levantó en la punta oriental de la casa, con lavaplatos y fogonera incluídas. Unos tamales para Navidad, hechos por nosotros tres en equipo – yo ayudaba a contarlos- y un vino y unas galletas compradas en el pueblo nos hicieron deliciosa la cena de medianoche.

Solo se vivía en esa época del sueldo de mi madre como maestra, ayudado un poco con lo que mi papá ganaba como peluquero en La Colina, oficio que lo hacía madrugar a las cuatro de la mañana hasta el cruce de la carretera veredal, para esperar la buseta de Victoriano Machuca, que llena de cacharreros recogidos en Bucaramanga, hacía tránsito hacia el pueblito frío y pequeño donde había pasado parte de mi infancia primera. Cuando se había copado la clientela, se convertía en herrero de mulas y caballos y en los tiempos sin bestias descalzas o campesinos mechudos, era vendedor de telas y ropas que le facilitaba un señor de apellido Chaín, en el almacén Bogotá, sin adelanto de dinero y solo confiando en la palabra siempre cumplida de un santandereano valiente, entrador y honesto.

Como esas entradas no eran suficientes para vivir holgadamente y aprovechando que la semana estaba libre, Mamín se inventó una cría de cerdos a su manera. Poco a poco acercó a la escuela y desde muy lejos, unos horcones de topacio y unas guaduas, largas y pesadas que constituyeron los elementos principales para levantar un corral de tres por cuatro metros de área, a manera de zarzo o volado, sobre un terreno inclinado adyacente a la nueva cocina, en el que según su imaginación se podrían cebar hasta seis cerdos.

Y la imaginación no le falló.

Hecho el corral, que le llevó un par de semanas, y al que le puso en la superficie de desagüe unos tejos de cemento que habían sobrado en el arreglo de un granel de la hacienda; compró los primeros marranitos, recién destetados, los que purgaba con helecho gallinero y a punta de repila de arroz, concentrado industrial y agua en abundancia, con toda la dedicación del mundo, sacaba muy gordos para la venta, en sesenta días.

Era un oficio bonito y entretenido que fui aprendiendo, ayudando a hacer y que disfrutaba al preparar las raciones en un balde y al bañar continuamente esas mascotas que engordaban rápidamente. Así fue mejorando el presupuesto familiar y había un a entretención más para mezclar con el pastoreo de las vacas y con los compromisos laborales de los domingos. Además quienes nos visitaban, quedaban boquiabiertos al ver que cinco o seis cerdos con buen kilaje se podían desplazar por un segundo piso de guadua y cañabrava, a unos tres metros del suelo, alabando la idea y tomando fotos para enviar a otras partes de Colombia. Incluso fue grabado allí una parte de un documental llamado “Después de Palonegro” en el que también participó mi mamá dirigiendo una clase de educación física.

A comienzos del año sesenta y tres, fuimos invitados a visitar a los dueños de la hacienda, una familia muy prestante de Bucaramanga, a cuya cabeza estaba don Ernesto Sanmiguel García y que venían analizando el comportamiento laboral y familiar de nosotros. Un fin de semana compartimos una tarde con ellos y entre tintos, anécdotas y merienda, le fue planteada a mi papá la idea de fundar una cooperativa, muy en boga por el programa CARE de la Alianza para el Progreso, liderada para los países subdesarrollados por el presidente Kennedy en los EEUU.

Analizadas las posibilidades un par de fines de semana, con veintidós socios, vivientes o encargados de las parcelas de la hacienda, y con aportes de cien pesos cada uno, empezó a funcionar la Cooperativa de Consumo Hacienda Berlín, gerencida por mi papá y dedicada inicialmente a proveer del mercado y la carne a todos los socios. Poco a poco, más vecinos de otras fincas y de la Colina y Rionegro fueron afiliándose a la entidad, haciéndola crecer no solo en familias beneficiadas sino en capital económico.

Grandes logros a través de treinta meses de gerencia se evidenciaron en el grupo veredal. Acompañado por mi mamá y lo poco que yo podía con siete años ofrecer, hicimos un equipo de trabajo que aun hoy recibe alabanzas de gratitud por quienes recibieron ayudas no solo económicas sino de ejemplo de vida.

Una misa dominical cada quincena, la Fiesta del Café que se celebraba anualmente y en la que participaba toda la región, el restaurante escolar subsidiado por la cooperativa, el juego tradicional y típico del bolo criollo en el que no se consumía una sola cerveza –solo se vendía vino en los Diciembres- eran realidades que le permitían un mejor vivir a las gentes del campo, siempre en desventaja en la historia de la vida nacional.

Para mi papá, como gerente, la semana de trabajo no tenía descanso. El lunes bajaba a Rionegro, dedicándose a las vueltas bancarias, solución de situaciones económicas de los socios, pago de vivientes que la hacienda hacía a través de la cooperativa y contactos con proveedores de ganado, generalmente vecinos de la región.

Los martes, miércoles y jueves, los dedicaba a visitar a quienes le ofrecían el ganado, con quienes negociaba entre palabras, chistes y tintos, de una forma tan certera, que cada res le dejaba a la entidad una ganancia de por lo menos dos arrobas de carne.

Con la alegría de saber el rendimiento que iba a dar ese novillo, o aquella vaca, regresaba en las tardes, montado en la mula Alverja, la mejor mula que he visto para ganadear, cargado de yucas de dalias, con las que agrandaba y hacía más hermoso el jardín de la escuela y lleno de amor con mi mamá y conmigo, dedicándome las primeras horas de la noche para contarme cuentos, anécdotas y maneras de ver la vida, siempre con su sonrisa blanca y sentándome en sus piernas, mientras veíamos cortar y coser telas a la secretaria de la cooperativa, maestra y modista de la región.

El viernes, muy de mañana se alistaba para viajar a la ciudad, muchas veces en mi compañía. El fin: Comprar el surtido para el fin de semana, cuando todos los socios mercaban para familia y obreros. En la buseta, que pasaba a las siete por la entrada de Berlín, emprendíamos un recorrido de unos treinta y dos kilómetros hasta la ciudad, jugando a quien adivinaba mas marcas de los carros que nos encontráramos en la carretera central. Entre risas y trampas que le hacía, pues no era muy ducho en cosas de carros, llegábamos primero a la calle sexta, donde los abuelos y después al centro, al Granero Oriental, donde se empezaba la jornada de idas, venidas y preguntas buscando los mejores precios para el beneficio de la gente.

Un mercado que al inicio no pasaba de seis u ocho bultos y unas cajas de diferentes productos revueltos, se fue convirtiendo en un viaje completo para la volqueta de la hacienda, que con su carrocería de estacas adicional, ofrecía el espacio de un camión 500, lleno hasta las varillas. Anótese que la gaseosa y el pan eran llevados por carros distribuidores.

Aparte de los artículos comestibles y de aseo, se empezaron a llevar utensilios de cocina, telas para vestidos de dama, camisas, pantalones, útiles escolares, todo consumido en la semana siguiente.

Cansado al máximo de mis piernas por la forma como mi papá, no caminaba, sino corría, buscando calidad y precios, regresábamos en la tardecita a la sexta, donde se había almacenado la mercancía que llevaban en carro de mula desde el centro, y donde la recogía la volqueta, emprendiendo el regreso a la hacienda. Allí, después de comer algo, los viejos se dedicaban a la reliquidación de precios, mientras yo jugaba feliz con el carrito de turno.

Por ese juguete que no fallaba, así no viajara con él, y por las idas a comprar nevados en un puesto de pan que había por los lados de las hortalizas en la plaza vieja y de donde pasábamos por el puente elevado que cruzaba la carrera dieciséis, el viaje era una delicia para un niño campesino.

Llegábamos por ese puente, hasta el sector de los zapatos. Allí me compraban zapatos a muy buen precio, alegando la rebaja porque la semana anterior le habian comprado a mis hermanos. Era una mentira, pero era también la forma de negociar de mi papá, alguien a quien Jorge Veloza le hizo un homenaje con la canción “El Saceño” en el primer larga duración de los Carrangueros de Ráquira.

Y el sábado, la jornada más dura, pero la mas atractiva para mi papá, que siempre se le medía a los retos difíciles. “La ganadiada”, como llamaba el acercar, casi siempre desde la Colina o sus alrededores, la res de turno o las reses, cuando se sacrificaban tres por domingo; hasta el matadero que estaba por el camino de la escuela. Según los ejemplares, bravos o mansos, hacían corta o larga la jornada estudiantil, pues se debía dar término a esta, antes de llegar la res a los predios de la cooperativa.

Esos “sábados de ganadianza”, -otro término-, como los llamaba la gente, empezaban muy temprano, antes del alba, con un combo de tres o cuatro muchachos que acompañaban al gerente ganadero en el caso de una res muy brava, como lo era casi siempre. Partían por el camino, con rejos, perros y al mando de don Flaminio, que se las sabía todas para hacer llegar la res hasta su destino.


Con el comienzo de la tarde se avecinaba el espectáculo de la torería, que muchas veces se retrasaba hasta la noche, por las encabritadas que se les ocurrían a las “ovejitas” que traían, o por la distancia a recorrer, muchas veces a tres o cuatro horas normales de camino. Hubo veces en que no llegaron con el ejemplar vivo y como en las grandes corridas, el puntillero puso fin a la lidia en plena plaza, esto es en el camino al matadero. Tenían que recoger la res en la volqueta, debiendo descuerarse y despresarse primero en el sitio de los acontecimientos.

Es memorable la calidad de “manso” de un cebú como de treinta y seis arrobas que por el camino engulló tres dulceabrigos o lanillas que se usaban para torearlas. Al día siguiente sus dueños recuperaron sanas, sin un hueco siquiera y directamente de las tripas del “angelito”, sus trapitos de secarse el sudor en el trabajo.

También para recordar, una novilla colorada, que en ausencia del comandante de ganaderos, se les enjardinó en el corredor frontal de la cooperativa, a solo veinte metros del botalón. No hubo ruegos, toreos, oraciones, maltratos ni madrazos que la hicieran levantar de allí, donde permaneció unas cuatro horas, sitiando a la gente en sus casas y echando babaza y cornadas a quienes pretendían acercarse.

Cerca de las ocho de la noche, llegando de Bucaramanga, de un curso cooperativo dictado en la Casa de Ejercicios Villa Asunción, y con el saco en la mano y la corbata a la nuca, le cogió la cola a la “vaquita”, se la dobló y con esa dentadura fuerte y blanca, se la quebró en un solo mordisco. Hasta ahí llegó la resistencia de la “panterita”, que ya no solamente con babaza y cornadas, sino con un chiflón de pasto triturado que hizo cierto aquello de que “voló mierda pa`l zarzo”, salió corriendo como alma que lleva el diablo y pudo ser apegada sin mas problemas.

Se les brindó una gaseosa a los ganaderos por parte del jefe, acompañándoles el cariñito con una vaciada de padre y señor mío, por no saber hacer las cosas como muchas veces les había dicho, se hacía en estos casos.

Y a la media noche antes de comenzar el domingo, y muchas veces sin haber dormido ni un minuto, empezaba la jornada que llevaba toda la madrugada en la ejecución, descuerada, despresada y deshuesada de los tres animales, oficio que hacía acompañado de dos muchachos ayudantes, de la lavandera de la tripa y de algunos curiosos que iban a recoger sangre para hacer el famoso “pichón” santandereano, un caldo levantamuertos.

Al rayar el sol ya estaba todo dispuesto para la venta, la que también se hacía entre tintos, cigarrillos, chispazos y palabras a los que generalmente eran sus clientes, los “chinos” hijos de los vivientes, que madrugaban por la “pesada”, atraídos por la ñapa, un pedazo de tripa delgada, de un jeme de largo, que se dejaba especialmente para este fin.

Así que cuando subíamos con mi mamá, para empezar su jornada de facturación de los mercados, ya lo hacíamos bien desayunados con carnecita fresca, que nunca dejó de facturarse, así se piense que una o dos libras se las merecía con honores quien tanto hacía por este conglomerado humano que trabajaba en cafetales y potreros de aquella hacienda, tan querida por nosotros y tan famosa por su maquinaria para procesar el café, montaje que habían hecho los alemanes exilados por culpa de la guerra y que habían sentado sus reales en algunas zonas de Santander.

Pasada la mañana y con ella la venta de carne que se iba todita casi siempre, mi papá iba a la zona del mercado donde todavía se despachaban las listas que los socios traían para lograr llevar a los suyos y a los obreros que tenían bajo su mando, la alimentación balanceada para un mejor rendimiento.

Allí, en compañía de mi mamá, que facturaba y despachaba, de Teófilo Aguilar, un socio buen amigo y muy colaborador, que se encargaba de pesar los granos, de un tío paterno o de mi abuelo en ocasiones –como empleados a sueldo-, me encargaba de destapar gaseosas, única bebida que se vendía y que se consumía en tal proporción que los camiones de Coca Cola y Postobon dejaban cada uno medio viaje en la cooperativa y el resto les quedaba para repartir entre La Colina y las tiendas del camino.

Era muy común que al mediar la tarde, camináramos entre un reguero de envases que tapizaban el piso interior de la tienda, desorden que se recogía el lunes en la mañana, entre las rabietas y madrazos de mi “papá señor” que no permitía dejar las cajas para que los clientes las fueran organizando. Si soy terco, es porque tengo herencia.

Ya sobre las dos o tres de la tarde se iniciaba el juego de bolo criollo, muy popular en Santander, donde generalmente se juegan cajas de cerveza o “pedidas” cuando son pocos los jugadores. En la cooperativa solo se jugaba por pan, unas mestizas de veinte centavos, del tamaño de un plato sopero y que los ganadores del chico iban “ensartando” en chuzos de helecho gallinero que se clavaban en un barranco, cerca de los jugadores. Al final de la jornada, en vez de llegar borrachos a la casa, como es común, lo hacían con una sarta de por lo menos una docena de panes para alegría de sus hijos. Eran esas las buenas ideas de mis padres, que con los Sanmiguel, buscaban siempre el bienestar de las familias congregadas alrededor de la Cooperativa.

Casi siempre, entre los jugadores estaba el gerente, aficionado a este juego como ninguno y que ganador que era en muchas ocasiones, donaba sus mestizas a la señora que ayudaba a lavar las vísceras del ganado, muy pobre y llena de hijos o, en su defecto a alguna familia también necesitada.

Me gustaba servir de garitero, ganando como pago de acuerdo a si tumbaba un palo que se colocaba en la zona de jugadores, lo que me permitió coger buen pulso para más adelante, en las andanzas con el viejo, jugar a la par con amigos y contrincantes.


De la bondad con que el veía la vida fui testigo una noche de semana que llegó un nuevo viviente para la parcela de Alto Bravo.

Era un señor oriundo y procedente de Tona, con una familia muy numerosa y con dificultades económicas. En la volqueta, que lo recogió en Bucaramanga, llegó con sus trastes y sus hijos. Le pidió a mi mamá que le hiciera el favor de fiarle unos panes y un par de panelas para prepararles comida a los hijos, cuando llegaran al destino, a unas tres horas de camino. De acuerdo con mi papá, no solamente se le facilitó el dulce y el pan, sino un mercado completo, incluidas unas libras de carne salpresa que ocasionalmente habian quedado del domingo, sin importar que no se pagara ni un peso, dada la estrechez económica con que iban.

Era muy agradable encontrarse con don Porfirio Laguado, próspero ganadero después, y escuchar de sus labios la anécdota referida, con palabras de gratitud para don Flaminio y doña Blanca, más valiosas después de mi orfandad física. Esa fue una constante en su diario vivir. Colaborar con la gente que necesitaba un favor, una palabra, un hombro donde apoyarse para volver a subir; algo que hacía con el alma, echando por el suelo esa imagen de hombre duro, que a veces mostraba, generalmente cuando había algo mal hecho en las actividades que el dirigía o se practicaba una injusticia por alguien y hacia alguien.

En alguna ocasión en que se trató de revivir la violencia entroncada en el país desde la muerte de Gaitán, y desde antes por ese gobierno sectario de Ospina Pérez, fue alertado por algún vecino de la presencia de algunos ladrones que al amparo de la noche, estaban robando café en baba, recién cogido, en algunas viviendas alejadas de la hacienda. Ya común su revolver 38 largo, colgado de su cintura, como el “sheriff” de la región se apersono del caso. No habían terminado de contarle los pormenores del robo, cuando ya estaba llamando a la Quinta Brigada, a un capitán del que se había hecho amigo a raíz de la compra de las armas, - el revólver y una carabina de riego punto-veinte-,y quien le envió en un santiamén un pelotón de veintiséis soldados, al mando de un teniente de apellido Gómez. Con ellos y sin un tris de miedo, recorrieron en cuatro días, a pie, toda la zona no solo de la hacienda, sino corregimientos adyacentes como Villa Paz, Misiguay, la parte nororiental del Pajuil y toda la Colina, rastreando casa por casa y limpiando con éxito toda la región. No se volvió a presentar ningún robo, ni asalto y quedó sentado el precedente de que ese no era territorio para maleantes.

Todas las actividades hacían de un grupo humano integrado en la labor social, el ejemplo a seguir. Amigos y conocidos de la familia Sanmiguel, visitaban la hacienda y se sentían atraídos a colaborar.

Se organizaron brigadas de aseo y decoración con doña Gladys, algunas de sus amigas y mi mamá, visitando cada sábado diferentes casas de vivientes, una o dos cada vez, donde le daban un aseo general a la casa y volteaban los enseres de una forma agradable y con cortinas, afiches y repisas y cosas que llevaban de la ciudad, dejando cada casita como una tacita de plata y el compromiso de cada señora de mantener en ese estado el sitio donde compartían la vida con la familia.

La misa dominical, cada dos semanas, oficiada por el padre Camilo Tapias, llevaba la parte espiritual a la comunidad, con los beneficios que poco a poco, con el correr de los días, empezaron a verse reflejados en un mejor vivir de las parejas, de las relaciones padres e hijos y del rendimiento académico de los muchachos en la escuela.

Muchos bautizos, primeras comuniones e incluso matrimonios se efectuaron durante los dos años y medio del funcionamiento de la cooperativa en manos de mi papá, con la colaboración de todo ese grupo de trabajo que tenía como cabeza principal a don Ernesto, pero que creaba y realizaba cosas desde la labor continua y ardua de mis dos viejos, entregados siempre a servir.

Un doce de diciembre, el del sesenta y cinco, tuve la fortuna y el orgullo de recibir por primera vez la hostia sacramentada, en compañía de doce o trece niños y niñas, compañeros de estudio y amigos, que por el paso del tiempo, jamás volví a ver. La más recordada, Lilia Suárez, una de las lindas hijas de Alejandro Suárez, el viviente de la Floresta. Con unos ojos verdes encantadores, creo que fue mi primera ilusión en forma de mujer, ilusión que no pasó de ser eso, con miradas a los ojos y sonrisas de amistad.

Se hizo una reunión especial en la casa escuela, con la presencia de los Sanmiguel, el padre Tapias y mis padrinos de bautizo, Pedro Bohórquez y Sofía, que con sus hijos llegaron en la Chevrolet 54 que me traía buenos recuerdos de la ciudad, cuando en su platón acompañaba a veces a mi padrino hasta su taller de la calle 23 con doce, a prender las luces los domingos por la tarde y luego pasábamos por el centro , donde me deleitaba con los avisos de neón que abundaban en todos los locales comerciales. Quien no recuerda el de las pastas que había sobre la calle treinta y cinco con quince y la guitarra del almacén Barranquilla, donde me compraban los discos de 78 rpm. Son esos recuerdos que no mueren y que para algunos dizque son pecados dañinos, pero siempre llenan el corazón, así haya pasado mucha agua por debajo de los puentes.

Con un ponqué de tres pisos y unos cinzanos, se hizo un brindis por el acontecimiento, en medio de las Fiestas del Café, que ya iban en su tercera versión y que parecía se iba a institucionalizar como otra feria más de las celebradas en los municipios de Santander. Se realizaba el segundo fin de semana de diciembre, desde el viernes al atardecer y hasta la llegada de la noche del domingo.

Toro de candela, vara de premio, concursos para el mejor arriero y la mejor ama de casa, carrera de encostalados, misa especial con sacramentos incluidos, películas de tipo educativo y de distracción, campeonato oficial de bolo criollo, presentaciones teatrales y otras actividades, hacían que muchos residentes en Bucaramanga, Rionegro y las veredas vecinas llegaran a disfrutarlas. Era fácil ver que buses repletos de gente, los de la Colina y de Rionegro, hicieran viajes especiales en las noches para lograr ver las cintas instructivas y las de cine mexicano que se exhibían en una sábana colgada a manera de telón y teniendo como platea los amplios graneles del beneficiadero de café. Sobre las once de la noche todos regresaban a sus casas para madrugar el día siguiente a participar en las actividades correspondientes.

Muchas cosas buenas se aprendían, se reía, se gozaba, había integración no solo familiar y de compañeros de trabajo, sino interveredal y por que no intermunicipal. Todo esto sin consumir una sola cerveza, sin nada de alcohol, algo que es prudente resaltar.

Recuerdo que la vara de premio de quince metros de altura y muy lisa por el cebo aplicado en su superficie, no permitía subir a nadie. Luego de muchos intentos, los participantes optaron por hacer una pirámide humana y le dejaron al último los tres metros faltantes para subir por su cuenta. Quien logró el premio lo repartió entre todos y reconocieron en grupo que la unión hace la fuerza. Esa siempre fue la idea, dejar un mensaje aprendido en cada vecino.

De una de las presentaciones “artísticas” fueron `protagonistas mis viejos, con mi tío Benicio y con Gilma Bianchá, que trabajaba con nosotros al servicio de la escuela.

Disfrazados de campesinos santandereanos, pero con gafas y atuendos que no los dejaran reconocer fácilmente, irrumpieron con su tiple y una guitarra, a manera de serenata y cantando unas coplas especiales para los dueños de la hacienda, coplas compuestas por Flaminio y Blanca y entonadas al ritmo llanero de “Ay si, si”.

Fue grande la sorpresa de los homenajeados y más, cuando invitados a bailar con los artistas, descubrieron su identidad, agradeciendo con el corazón ese detalle tan sentido que la comunidad les brindaba.

Seguramente es ese el ancestro que llevo en la sangre y que me permite llevar alegría a los demás, inventando personajes y actuaciones que requieren un poco del “ridículo” pero que son premiadas con ese “gracias” sonriente de los espectadores, especialmente de los niños.

Ahora que en mis intentos teatreros he representado a San José en obras navideñas, a Jesús en el recorrido hasta el Gólgota, a doña Nydia, un personaje de la TV en un intento por ir a Sábados Felices, a dos sicólogas -una francesa y una costeña- en conferencias humorísticas sobre la sexualidad a través de la historia, a un legumbrero paisa conquistando una cliente santandereana, a Sandro, el cantante romántico y llorón en la despedida de solteros con Vicky y a Chucín, un payaso bonachón, quisiera tener a mis viejos cerca, para hacerlos disfrutar de otra sonrisa, que les negué por timidez, en esos tiempos cuando pude acompañarlos en sus actuaciones.

De todas esas actividades en las que participaban las familias trabajadoras de la hacienda, vecinos de otras veredas, familares y amigos venidos de la ciudad, quedó enseñado y aprendido, mucho del compartir, del recibir y el dar.

La integración era tal que parecía una familia en busca del bien común. Pero…. Como todo bueno tiene su malo, empezaron aparecer los egoístas y envidiosos, muy pocos tal vez, que con comentarios injuriosos sobre el manejo de la entidad, hicieron desistir a papá de seguir adelante con este bello trabajo. Cuando veo prósperas cooperativas que nacieron por aquella época, alcanzo a imaginar como hubiese sido de grande y ejemplar, la nuestra. Nuestra Cooperativa de Consumo Hacienda Berlín.