sábado, 30 de abril de 2011

Un amigo que se va.

La primera noticia de su partida, la supe esta mañana por su nieta Laura, que desde Australia, pedía por su descanso en paz. Ya estaba enterado del deterioro de su salud, por un mensaje en FB, esta vez de Mónica Liceth, otra de sus nietas.
Entonces, como sucede cuando se va un amigo, comencé a hilar recuerdos.
En los comienzos de los años 60´s, cuando llegamos a Berlín, los transportadores que hacían tránsito por allí, viniendo desde La Colina, empezaron a ser muy cercanos, por aquellos viajes semanales hasta Rionegro.
Noté que mi papá era amigo de ellos. Para mí, un niño al que le gustaban los carros grandes desde ya y por siempre, era motivo de orgullo que su papá fuese su amigo.
Con el tiempo, mi viejo me fue contando que lo eran desde muy jóvenes, casi desde niños. Alirio Blanco, Victoriano y Antonio Machuca, eran partícipes de muchos de sus momentos.Y me relató anécdotas de sus viajes, de su compartir con ellos en el pueblito frío y amañador de los ancestros. Me contaba de don Aristídes y doña Natividad, de lo que significaba aquella familia para la región.
Ver a Don Antonio, con su sombrero, su amabilidad y su buen humor, detrás de la cabrilla de aquel inmenso Chevrolet 600 que por un tiempo fue "el lechero de La Colina" me hacía sentir como viendo una película de aventura, donde el protagonista se vuelve nuestro ídolo.
Cuando crecí, me di cuenta de que su trabajo, su honestidad y su tesón, acompañado de la dulzura de su inolvidable Aminta, sirvieron para sacar adelante una familia con una buena crianza, con valores morales y con responsabilidades laborales, que hoy se van extendiendo en sus nietos y que seguirán en muchas generaciones. Esos son los ídolos que se deben admirar. Y son ídolos de estirpe sencilla.

Lo vi conduciendo muchos carros, de diferentes modelos y marcas. Entre otros en un automóvil Chevrolet 61, azul, de la Empresa Rionegro, cuando nos invitó el pasaje para celebrar el primer viaje a Bucaramanga. En una buseta Dodge 71 de Lusitania, una mañana que iba para Misiguay, buscando nuevas rutas. Allí llegué, en un sábado de descanso del colegio, a contarles a mis papás que había viajado con Don Antonio Machuca.
Cuando se encontraban en Rionegro con mi madre, conversaban un rato de sus familias, él preguntando por su ahijada Luz Elena, mi prima. Mi mamá averiguaba por su hija Gladys, que ya estaba en el convento, siguiendo sus enseñanzas de servir a la humanidad, algo que le agradaba por ser hija de un amigo y por sus sentimientos religiosos.
Unos días antes de venirme a vivir a Medellín, me lo encontré en el parque de mi pueblo. Con un tinto en la mesa, en el viejo 5 y 6, conversamos un rato. Le conté que estaba escribiendo un libro con reminiscencias de mis viejos y sus amigos. "No olvide decir que fui fundador de Lusitania y que hicimos mucho por La Colina" me dijo sonriendo. Eso no se olvida jamás, Don Antonio. Ni su amistad con mi familia. Son virtudes de un ser bueno, que se llevan por siempre en el corazón.

Hoy, se vuelven a encotrar en el cielo con mis viejos. Hoy que mi papá está de cumpleaños. Seguramente se confundirán en un abrazo con Flaminio y le contará como han cambiado las cosas en este mundo. Aunque lo que no ha cambiado es el sentimiento de gratitud que se tiene con los amigos. Por eso, por ser amigos. Y Antonio Machuca lo fue y se merece que hoy, cuando ha partido hacia lo eterno, apartemos un trocito de la vida para honrar su memoria. Descansa en paz, amigo..!

sábado, 23 de abril de 2011

"LA PLUMILLA DE TU PUEBLO" Segunda parte de: Un cuento pintado en realidad.

En esa avenida que ha parecido siempre una montaña rusa, repleta de transeúntes, carretillas, mendigos, bultos, buses, aromas de basura; con un poco de miedo se bajó de aquel taxi gris que tal vez alguna vez había sido una patrulla y buscó la parada de bus más cercana, para esperar uno que la llevara por los lados de su casa. Ya la tarde avanzaba calurosa.
Almorzó recordando que precisamente al compartir un almuerzo, un día de trabajo previo al inicio de las festividades de la ciudad, se enteró de los sentimientos que la traían entre feliz y preocupada.
Fue una confesión rápida, directa, concisa. Sin rodeos. Casi se atraganta con aquel pedazo de solomo asado que acababa de recibir. Y la explicación a ese regalo fue la pincelada final en ese cuadro de declaración de amor. La que marcaba el comienzo de un romance que se hacía imposible. Pero existía. No podía negárselo, ni olvidarlo. Por eso la mañana y parte del medio día lo había destinado a crear un detalle que quizás con el tiempo se podría convertir en un recuerdo. Por ese amor que inundaba su sentimiento, sin dejarla pensar en el mañana.
Dio las gracias a su mamá por la vianda, pasó por el lavabo y en el espejo, volvió a sonreir. Y notó que sonreía con picardía, con esa alegría que sienten los enamorados.
Se dejó caer sobre la cama, pensando en una reunión de trabajo que a las cinco de la tarde le dejaría verlo nuevamente, entregarle todo lo que había en aquella hoja de opalina, contarle sus aventuras en el pueblo para que algún día, con ellas, escribiese un cuento y seguramente sonreir mucho ante los ojos pequeñamente incrédulos del ahora dueño de su sentir.
Despertó con el tiempo justo para alistarse y buscar un transporte hacia la sede del evento. Buscó ágil, pero sin angustias, un jean que sabía a él le gustaba verle y el buzo crema con el estampado tropical que le trajo su hermana de las islas.
Salió presurosa y recorrió las tres cuadras que separaban la casa de aquel parque que se parte en dos para dejar pasar el tráfico que va o viene a y de la frontera.

Cuando llegó al inmenso lote que se iría convirtiendo en un pueblo gitano, consiguió decidir que solo le entregaría "la plantilla de tu pueblo" al terminar la reunión.

Se saludaron como de costumbre, sonrientes los dos y se integraron a sus compañeros para discutir mil temas de la organización. Eran casi las ocho de una noche llena de estrellas, sospechosamente cálida en un septiembre lluvioso y frío. En la terraza vieja de lo que alguna vez fue una fábrica de refrescos muy famosos, que se usaba como tarima de espectáculos y contemplando en la avenida el paso agitado de quienes regresaban a sus casas después de trabajar, le preguntó sin dudas y sin darle tiempo para pensar, que era lo que más quería de su pueblo. Sonrieron, mientras en los labios y en la mente de él, patinaban palabras que peleando, querían ser cada una, la primera.
Entonces dijo que la gente, que el río, los recuerdos de infancia, que los paseos de la mano de su padre en días de mercado cuando chíco, que los carros, que la iglesia...
No lo dejó seguir con el listado de sus gustos. Mientras el acomodaba las palabras, ella fue sacando de la carpeta, si, de esa misma carpeta de colegio, aquella hoja donde habia impregnado, mezclándolos; la tinta, los trazos, su corazón y su alma, en una imágen que hablaba sola.
En su mano derecha estaba ese cuadro exclusivo, único e irrepetible. Con la izquierda rodeo la espalda ancha de su amigo, mientras su voz en un arrullo eterno le decía que lo amaba desde siempre y ese siempre no tenía ubicación ni en el tiempo ni en el espacio.
Callado, sonriente, extasiado, entretenido y solemnemente grato, mientras escuchaba esas palabras que parecían una balada de amor, sintió que sus ojos se encharcaban de alegría. Algo que nunca pudo controlar y y por lo que muchas veces recibió críticas a sus lágrimas. Ahora un par de ellas, reflejaban en sus mejillas bajo una luna cancionera, que de su corazón estaba brotando un manantial de gratitud.
Se quedaron un buen rato contemplando ese pedacito del pueblo trazado con cariño, mientras le contaba las peripecias del viaje esa mañana, la bondad del pueblo, el detalle del sol iluminando cielo y pueblo, todo porque quería regalarle algo que nadie nunca pudiera repetir.
Aún se oía el conversar de los trabajadores que preparaban casetas y tablados. Creyeron prudente despedirse y marchar cada uno hacia su casa. La ilusión pensada y soñada, estaba cumplida. La obra, la iglesia de ese pueblo ahora consentido por ella también, pintada con amor, con dedicación por sus manos generosas, ya era de su propiedad. No sabía que iba a seguir de ahí en adelante. No era fácil tejer tantos sueños en un telar que tenía "dueña".
Habría que superar momentos y esperar que sus ratos compartidos pudieran volverse eternos.
La vida siguió. Las horas y los días se convirtieron en historia, mientras iban llegando otros. Las fiestas de la ciudad empezaron, llenaron de alegría a la gente y también se fueron. Solo quedaba el eco del bullicio y los saldos de una semana diferente.
En una carpeta de cartón que tomó de la oficina ferial, guardó aquel dibujo ensoñador, para llevarlo hasta su casa cuando fuera el momento. Después, allí permaneció escondido por un tiempo, porque mientras en y para el resto del mundo era una obra de arte, en esas cuatro paredes lánguidas y sin mañana, se convertía en un pecado. Su dueño no se atrevió a mostrarlo, simplemente lo dejó entre las zarzas de una rutina silente y dañina que venía destrozando todo.
Lo alcanzó a imaginar enmarcado con molduras de cedro y arabescos dorados, como se usaba entonces y al frente de la sala de su apartamento. O tal vez sería mejor un marco lineal con prolongación de fique, como había visto uno en la galería. No sabía como lo iba a lucir en el tiempo por llegar. Eso sería un acuerdo mutuo con su otro corazón.
Y guardó también un prudente olvido pasajero para no llenarse de tantas ilusiones, que parecían borrosas en un horizonte oscuro y fantasmal.

Una noche, mientras entretenía las horas aliviando el trabajo magisterial de la mamá, le restregaron los pecados. Y entre los sacrificios que quiso hacer para salvar un navío que ya venía condenado desde siempre al naufragio, tomó en sus manos "la plumilla de tu pueblo" que le alcanzaban y se dejó imponer la orden de acabar con ella "para que se borren los recuerdos de la intrusa". Nunca supo la ignorante, que ahí, justo en ese instante, el recuerdo se volvería eterno; invisible pero permanente.
Temblando con las manos que la sostenían por última vez, recibió las lágrimas que caían de unos ojos tristes. Esta vez eran de rabia y de tristeza. Y empezó a sentir, porque ya había tomado vida, que su dueño rasgaba su cuerpo de papel y su imágen de tinta y de ternura. Si piedad, porque la piedad ahora estaba en el barco lastimero, esas mismas manos que alegres recibieron su existencia, ahora degarraban sin razón su corta vida.
Tristes pedazos de un papel querido y de un amor que había que matar cuando apenas nacía, resbalaron de unos dedos inermes, cruelmente quietos y culpables.
Eran mis dedos, mis manos que ingenuas querían con este crímen al arte, revivir algo que por un tiempo agonizaría hasta morir.
"Se puede tornar, por amor, en un imbécil", leí alguna vez en un viejo cuaderno donde mi abuelo guardaba de su puño y letra, frases que oía y que le parecían sabias. Y si que lo eran.
Y el imbécil, ahí, fuí yo.

miércoles, 20 de abril de 2011

ESTO PARECE UN CUENTO

En medio de un mundo moderno, agitado y casi que obsesionado por el dinero, suceden cosas que nos dejan literalmente con la boca abierta y la mente dando vueltas.
En dias pasados recibimos una invitación a un paseo en el que estaríamos compartiendo con todos los miembros de las familias directas de una pareja matrimonial amiga y muy querida. Hasta ahí no hay nada de especial, ni siquiera en el desenvolvimiento natural de la ida hasta una finca en un municipio cercano, alquilada especialmente para este fin.
Solo que en nuestras disquisiciones con mi esposa hacíamos conjeturas sobre dicha invitación y sus causas y consecuencias. Llegamos a pensar en un retiro espiritual, dada la cercanía de la Semana Mayor y la religiosidad de la familia. Pensamos también en el compartir de los amigos a sus familiares de una nueva etapa en su vida de pareja. O talvez, simplemente el integrar a la parentela en un día de recreo y sol, piscina y almuerzo, palabras y sonrisas.
Como no había una certeza del motivo, dejamos que pasara el tiempo y llegara ese domingo especial, mucho más si lo era en las costumbres católicas con la conmemoración de la entrada de Jesús a Jerusalen.
Algunos de los invitados viajamos la noche anterior para adelantar la llegada de toda la tromba de invitados que estarían arribando al promediar la mañana dominguera.
Al calor de unos aguardientes, saboreando unas ricas "costillitas" y conversando de esto y de lo otro, además de un sueño placentero, se fue una noche medio lluviosa, que presagiaba un domingo también frío.
Pero las primeras horas de la mañana nos mostraron que este, sería un día seco, con un sol un poco tímido pero con el cielo bastante despejado, algo bueno para que la mayoría de la muchachada disfrutara de la piscina.
Hubo casi una total colaboracón entre quienes nos fuimos adelante para ayudar a preparar el desayuno de quienes fueran llegando, desayunamos nosotros y esperamos que los minutos pasaran para encontrarnos con los demás invitados.
A estas horas del paseo, todavía no se dilucidaba el porque de este "pic-nic" que disfrutábamos ahora. Ni quienes ya en la finca podríamos haber captado algo para adivinarlo, menos en quienes apenas iban apareciendo con las horas mañaneras, por allí.
Poco a poco fueron llegando los integrantes de las dos familias; muchachos, niños y adultos se confundían en saludos, abrazos, sonrisas y un interrogante tácito que se adivinaba en cada uno. Mientras iban desayunando los recién llegados, otros refrescábamos la mañana con algún roncito, una gaseosa o pasando por el paladar las infinitas tandas de pasabocas que durante todo el día no faltaron por los corredores, pasillos y en la zona húmeda de aquella casa campestre.
Cuando ya empezaba a ser la hora del almuerzo nos llamaron a todos a la sala. A todos. Nadie se podía quedar lejos del grupo. Ahi empezó a ser más grande la espectativa. Ahora si sería despejada la duda, la inquietud que había rondado nuestros pensamientos.
Y la verdad es que se convirtió en una sorpresa grande. Porque eso no se usa. Porque el transcurrir del mundo nos ha ido enseñando que el dinero es para atesorarlo, para guardarlo como si fuese la vida misma. Porque lo que oimos de labios de la pareja anfitriona nos hizo entender que no solo es la plata la que nos da el valor como personas en medio de un mundo comercializado.
Por alguna circustancia de salud, que nos preocupó bastante el año anterior, nuestros amigos "convidantes" al banquete recibieron una indemnización que no estaba entre sus cuentas. Y que repartieron.
Y allí estábamos para recibir de sus manos y de su corazón, parte en especie disfrutable en cada momento del paseo y en dinero en sumas iguales para cada cabeza de familia de los hermanos y de las madres, de cada uno de aquel par de amigos que nos sorprendían con este gesto, curioso para algunos, de rara y talvez nula ocurrencia para otros, pero a todas luces y miradas, una muestra de generosidad y valentía, porque no todo el mundo se atreve a regalar la plata en esa forma. Seguramente hay quien lo haga -y este relato lo confirma- pero no es fácil encontrarlo.
Después de la gratitud para este par de amigos, para Dios, para la vida, nos invitaron al almuerzo. Una moga deliciosa envuelta en hojas de bijao, que nos transportó a los tiempos en que la humildad era compañera y maestra de nuestro vivir.
Saborear una vianda, disfrutar de una integración familiar y degustar la bondad del ser humano, todo en uno, al tiempo, es algo para agradecer al creador de la vida.
Al final, las conjeturas se cumplieron fundiéndose en una sola. La enseñanza aprendida es mucho más de lo que puede dar un retiro espiritual. Después de su gesto generoso, seguramente la vida de pareja de los amigos tendrá un nuevo ingrediente de bienestar. Y el día, muy lindo y calientico en medio de tanto invierno, si fue una colección de sol, recreo, piscina, almuerzo, palabras y sonrisas. Y otro pedacito de saber en la vida de cada uno de nosotros. Se puede compartir, se puede entregar algo de nosotros por la humanidad. Ah.... y también se puede agradecer.
La tarde, ya oscura por la lluvia, nos acompañó de regreso a nuestra casa. Y volvimos a pensar en la bondad del ser humano, que ante el discurrir del mundo, parece que se hubiera extinguido. Pero existe. Aún hay bondad. Y aún hay gratitud. En nuestros corazones, en el de mi esposa y en el mío, hay un caudal de ella.

martes, 12 de abril de 2011

UN CUENTO PINTADO EN REALIDAD.

Cuando, desde la carretera, empezó a ver los tejados del pueblito que ahora comenzaba a querer, sintió que el palpitar de su corazón se hacía más rápido. Ya había ido unas cuantas veces, pero para ella era un pueblo más de los tantos que hacen bello el territorio santandereano.
Solo que ésta vez, una vuelta del destino había cambiado la forma de ver este montoncito de casas que se recuestan cariñosas sobre la falda de la montaña, mientras se deja bañar por el cristalino río bautizado lo mismo que él. Y es que solo había una causa para verlo distinto: Se hallaba enamorada. Esa circustancia la enrumbó hacia allí.
Ya el añejo automóvil, que iba y venía todos los días, hasta y desde la capital, había tomado el desvío que lo llevaría hasta la plaza. Porque todavía era plaza. Esa vieja plaza que recogía en su regazo los toldos mercantiles de lunes, jueves y domingos, cuando los campesinos volvían allí para vender sus cosechas, comprar el mercado y tomarse unas cervezas.
Pero ese hoy era martes, así que no había tanto bullicio cuando por el vidrio delantero del taxi, el centro del pueblo se asomó a sus ojos.
Una vez pagó el pasaje, pensó -y actuó- que tomarse un café le permitiría definir cual parte del pueblo plasmaría en uno de esos trozos de opalina que, en una carpeta de colegio, acompañaba unas plumillas, algún pincel, una tabla de soporte, un frasco de tinta china y varias servilletas que servirían de papel secante -por si algún accidente- en esa labor por la que iba y que se le había ocurrido una semana antes.

Se encaminó hacia la parte baja de la plaza y en ese tradicional negocio del primer piso de la alcaldía, pidió un café bien cargado, que fue saboreando sorbo a sorbo, mientras en sus ojos y en su mente, bullían las perspectivas y las imágenes revueltas e insaboras de las calles, de la casa, de la iglesia.
Quería que su obra fuera diferente a todas. Pero que mejor imágen de un pueblo que su iglesia. Esa sería su obra. Lo distinto estaba en que no sería una fotografía. Y sí, lo que ella sabía hacer muy bien. Un "retrato" en plumilla, trazada en directo, desde sus ojos al papel.
El tinto ya se acababa y aún no había hallado el encuadre para una buena visión que le permitiera dejar en el "lienzo" los mejores flancos del templo. El más sugestivo y sugerente, estaba en una de las ventanas de la Alcaldía. Pero casí imposible era, que le dieran permiso para hacerlo desde allí. Recordó de súbito, que para ella los "casis" no existían y fue en busca de la entrada principal de esa casa centenaria, subió por uno de los caracoles que, que también centenarios, habían sentido, oido y servido a muchos vecinos en sus trámites ante el gobierno del pueblo.
Una vez estuvo ante el Secretario del Alcalde, quien no estaba ese día, contó y pidió, que quería hacer y el porqué de su ilusión. Solo necesitaba que le dejaran contemplar desde la primera ventana que se ve a la izquierda, cuando se mira desde la plaza. Ah... y que le presttaran una silla. El resto correría por su cuenta. Ese resto estaba en sus manos, en sus ojos, en su mente y en su corazón. Donde también estaba él.
Sus mejillas estaban más rosadas que siempre. Casi rojas. Era común en su rostro este cambio de tono, cuando una alegría, una risa o una inquietud la acompañaban.
Se sorprendió un poco cuando escuchó un si por respuesta, pero ahi mismo se dio cuenta que estaba en un pueblo amable. Dio las gracias mientras le acercaban la silla y con la promesa de no molestar, se acomodó en ese rellano que hay entre el piso y la baranda, casi más centenaria que la misma casa.
Sacó de su carpeta de colegio los trastes de pintor, fijó en la tabla una de las hojas, blanca como su alma, destapó el frasco de tinta y entre un suspiro suyo y el sol mañanero del pueblo que hacía ver mejor la iglesia, sus manos empezaron a traer desde el otro lado de la plaza, las aristas, los círculos, las sombras y las luces de una iglesia siempre amarilla, que le servía de modelo y de inspiración.
Mientras la plumilla iba y volvía, con movimientos rápidos y firmes, apuntó en la memoria la hora que marcaba el viejo reloj y dejó vagar en su interior un poco de interrogantes que la tenían inquieta.
Pensó en aquella semana que llamaban santa, la de ese año diferente, cuando en una repartida de cartas del destino, quedó en el mismo sendero de ese ser que ahora le atraía. Por qué? No sabía. Tal vez porque el destino es necio, casi siempre.
Porqué sus rutinas diarias, sus idas muy de mañana a la universidad, sus manos transformando la espuma en arte; la redacción, transcripción y lectura de actas en aquel grupo donde el destino -otra vez necio- la había llevado, eran algo que se iba evaluando en otro corazón. Por qué? Seguramente porque cuando hay una forma de comparar, aunque dicen que no se debe hacer, se puede escojer lo mejor.
Sería posible estar viviendo lo que su corazón sentía? Claro que era posible. Claro era, que el amor había tocado y entrado sin pedir permiso, en su corazón. Y lo más claro es que ella no quería sacarlo, quería consentirlo allí dentro, entre ese secreto que por poco, parecía volverse público.
Tenía un poco de hambre, analizó en uno de los descansos que pedían sus ojos. Sacó de su bolso unas galletas que había comprado en la tienda de abajo para redondear un billete, recordando que eran de las mismas que había probado en una tarde de trabajo, al lado de él, mientras hablaban en un descanso, de arte y de ilusiones.
Volvió a mirar el viejo reloj, hizo cuentas y entendió que ya se habían ido casi tres horas, dos que le había robado a la mañana y un montón de minutos que la tarde se llevaba entre el sopor de un pueblo que dormitaba un poco al medio día.
Cuántas veces esas calles, esa iglesia, esos árboles habían visto crecer a quien ahora en su corazón estaba? Cuáles.....? Cuándo....? No. Ya estaba bien de interrogantes, que tal vez nunca tendrían respuesta.
Solo faltaban unas líneas en el costado dercho del dibujo, del lado norte en la visión real del pueblo. Las fue trazando sin afán, derramando con la tinta todo el resto de cariño que había puesto en esa obra. Sus ojos, luego, fueron hasta la iglesia, vinieron a la hoja, una y otra vez. Eran iguales... bueno, semejantes. Porque allá había color. Y aquí, las lineas negras de una plumilla sutilmente manejada por una mano sabia, hacían imaginar una sombra entre un montón de luz. Tal vez como una madrugada con neblina, tal vez como una noche donde puediera brillar el sol. Sonrió. Con esa misma sonrisa, que -ella no lo sabía aún- era una de las causas de que estuvieran enamorados.
El sol ya estaba entrando por los ventanales frontales de la Alcaldía. Sin prisa, guardó con cuidado sus elementos de trabajo y la hoja que ahora tenía plasmados su corazón y su alma, la puso entre otras dos que se quedaron sin usar. Terminó de comer una galleta solitaria y cuando tomó la silla entre sus manos para entregarla, se dio cuenta que varias personas, además del Secretario, contemplaban -nunca supo por cuanto tiempo- su oficio de artista enamorada. Sonrió y otra vez, la piel de sus mejillas se fue llenando de color.
Dijo un "gracias" que encerraba todo, volvió a sonreir y apretó con fuerza entre sus brazos y su pecho, aquella carpeta de colegio que en el INEM le había servido para guardar previos, trabajos y calificaciones, pero que ahora portaba el mejor regalo que, imaginó, pudiera dársele al ser que amaba.
Bajó por el otro caracol que servía como escalera, sintió que las tablas chirriaban bajo sus pies y supuso que alguna vez, los pasos de un niño habían ayudado a desajustarlas. Y sonrió una vez más. En cual niño había pensado? Es que su sonrisa era una costumbre halagadora.
Salió a la plaza, tratando de buscar en la distancia un reloj que marcara las horas con más prisa, para entregarle más rápido "la plumilla de tu pueblo" como empezó a llamarla.
En el taxi de turno estacionado en la Calle Real, faltaban dos pasjeros para el cupo. Le dijo al conductor que ella pagaría el faltante y con afán,sentada en la orilla derecha trasera, se fue escuchando las rancheras que sonaban en los bares de otra calle tradicional en el pueblo que se iba convirtiendo en suyo.