jueves, 26 de mayo de 2011

ANTES DE NACER.


La vida no comienza cuando se nace.
Se empieza a vivir, a sentir, a conocer el mundo desde el momento aquel, placentero casi siempre, de la gestación. Unidos los cuerpos de los padres carnalmente y unidas las semillas que cada uno aporta, comienza la vida.

Pero la mía empezó desde el día en que mis padres se conocieron. Por un lejano diciembre, el de 1948. Un poco más de siete años antes del nacimiento real.
A través de sus palabras, a través de todo lo que compartimos puedo estar seguro que viví con ellos antes de nacer. Aún antes de mi gestación. Y aún antes de su matrimonio. Quizá desde el momento en que se vieron por vez primera.

La señorita Blanca Graciela, había llegado esa tarde a Villa Paz, una vereda de Rionegro, acompañando a una amiga de su familia, maestra de ese sector, en plan de remplazar a otra maestra por unos días.
El galante y apuesto pretendiente –no son palabras mías- las tomé prestadas de los labios maternos, que se hacían cielo para referirse a él, vivía en una finca cercana al caserío, pero los fines de semana atendía la carnicería de allí que con una res completa, surtía el consumo de la semana de la región.

Parece ser que la atracción fue mutua e inmediata, iniciando a los pocos días una relación bien romántica, algo que se usaba mucho en el tiempo y en los corazones de los dos, amantes furibundos de la ternura, de los detalles, de las canciones, de las flores, de las caricias en palabras y del amor. Por eso por mi sangre corre esa costumbre que me impulsa a recoger una flor a la vera del camino para entregarla con el alma a quien me ama; a decirle una palabra bonita a una mujer o a cantar una poesía en cada mañana. Son cosas heredadas, así como tengo mucho de mis padres.

La semana pasó muy rápido y ella tuvo que regresar a Bucaramanga. Pero su corazón y su alma las dejó en ese muchachito campesino y rionegrano, que la ilusionó con su forma de ser. En su bolsillo quedó también un papel con la dirección de la casa en la ciudad, donde vivía con su hermana y su mamá, pero sin el apego cercano que si tenía por una prima de Florinda, doña Rosa Correa, a quien siempre consideró su mamá, a quien adoraba y que murió el año en que nací, sin poder conocer esas bondades de las que tanto me hablaría mi madre con el correr del tiempo.

Su noviazgo duró unos cuatro meses, con unas cinco o seis visitas furtivas del novio a los alrededores de la casa, viéndose a escondidas en una tienda, conversando no más de quince minutos, pues el celo de sus parientes era extremo, tan grande como el amor mutuo que sentían.
Todo esto aunado a la nostalgia que produce la lejanía, le hicieron soltar a él la petición de “¿te quieres casar conmigo?”, con una respuesta afirmativa de ella y el pensar en hacerlo a escondidas y en Rionegro.

Así que una mañana de lunes, Blanquita madrugó a misa de seis, acompañada de una vecina amiga de Florinda, a quien mandaban de cuidandera. Mi mamá se ingenio para que le hiciera una averiguación por los alrededores de la Sagrada Familia mientras ella la esperaba en la iglesia.
Apenas la señora volvió la espalda, la niña se fue al 4-3 –la estación de los taxis que viajaban al pueblo- y con una bolsa en la que llevaba un par de vestidos y que había sacado de la casa el domingo en la tarde, dejándola escondida en uno de los confesionarios de la Catedral, emprendió ese viaje lleno de ilusión y de incertidumbre hacia el pueblo de su novio.

Allí la esperaba su negrito, quien la recibió con todo el amor y la llevó a una casa -por los lados de La Cruz- donde solía guardar los aperos de su caballo, dejándola sola en una habitación todo el día, mientras el hacía las gestiones necesarias en la parroquia para casarse al día siguiente.

Llanto y llanto fue la constante durante esas horas. Lágrimas de arrepentimiento por la locura de dejar a su familia y el deseo amoroso de unirse a su novio, acompañaron a mamá en ese “cautiverio” obligado por las circunstancias de no poder dejarse ver de nadie. En el pueblo vivían unas amigas y parientes lejanas de la mamá Rosa, lo que les creaba un miedo muy grande a ser descubiertos.
A la mañana siguiente, muy a las cuatro, y con el padrinazgo de Evangelina, la maestra que la había llevado a Villa Paz y de José Chacón, su marido, unieron sus vidas, de verdad para siempre, el martes 8 de Marzo de 1949.

Una vez oficiada la ceremonia religiosa, y de celebrarla con un desayuno, como era de usanza, partieron no a una luna de miel en la costa o a una isla paradisíaca, sino a su nuevo hogar, en la misma vereda y en la misma casa donde se habian conocido.

El cambio de vida para una niña consentida y de ciudad, de modales finos y acostumbrada a los mimos y caricias de su mamá adoptiva, enfrentada ahora a una región fría y lluviosa, a unas cuñadas (seis) que la miraban con cierta burla y celo, por haber llegado a la vida de su hermano mayor
Sus suegros, que distaban mucho de mimarla, además de echarle de vez en cuando sus puyas por su condición de mujer de ciudad, sin conocimientos de campo y sin habilidades para los oficios propios de este, se lamentaban de que su hijo no hubiese buscado una “cocinera de hacienda”, con la que según ellos habría casado mejor.

Mientras tanto, en Bucaramanga, buscaban a la hija, por cielo y tierra, tratando de imaginar cual habría sido el rumbo tomado. Como las comunicaciones entonces no eran fáciles -los teléfonos de Bucaramanga aún eran de dos cifras- fue bien difícil encontrarla.
Después de medio día se les ocurrió llamar a Rionegro y hacer preguntar al párroco si sabía algo de Blanca. El cura, al ver el nombre completo, dio constancia que la había casado esa mañana. Ya no había remedio. A tener calma y a esperar que volviera, algo que hicieron como a los tres meses, con cierto recelo, pero siendo bien recibidos.

Fue para mi futura mamá un periodo de tiempo muy difícil, pues aunque papá la consentía, no fue capaz de poner en orden a su familia, permitiendo que cada vez que estaba sola, sus hermanas y padres la trataran con cierto desdén, con comentarios y desplantes muy feos.
Fueron a vivir luego a una finca, paradójicamente llamada Valparaíso -como se llamaría la última finca de los dos, al pasar el tiempo-, en el borde de las montañas que rodean a Misiguay.
A casi dos horas de camino del caserío, -donde después estuvimos viviendo-, en una soledad terrible y con un paisaje siempre nublado, donde la única visión grata era contemplar la cascada de casi doscientos metros que forma el rió Salamaga, al despeñarse desde una laguna encantada en el Cerro de La Guaricha, para caer al pequeño valle que hay en la zona central del territorio misiguayense.

No es posible imaginar la pesadumbre y tristeza del cambio de vida que se ganó mi mamá al casarse y más grave aún, sin tener a sus seres queridos al lado y sin poderlos visitar, contando solo con la presencia y el apoyo de su esposo que en esto último no era suficiente.
Unos meses después, mi papá en ciernes, fue nombrado Inspector de Policía en Galápagos, un corregimiento de la zona occidental de Rionegro, sitio donde las violencias, política y borrachoveredal, campeaban todos los días trayendo angustias en las horas vividas por Blanquita.
Cada fin de semana, era común levantar uno a más cadáveres de residentes allí o de algún parroquiano que apareciese por esos lares, además de encerrar algunos borrachitos que se ponían de ruana el caserío. La hombría del nuevo inspector fue probada el domingo siguiente a su llegada por un par de hermanos que acostumbraban, por deporte, sacar corriendo a los nuevos funcionarios de la ley.

Enfrentados con tranquilidad, pero al mismo tiempo con su fortaleza, zanjó la dificultad y acabó con la costumbre de probarle las “güevas” al nuevo corregidor, al punto que después se convirtieron en amigos, no solo de palabra, sino de hechos, respaldando su labor y ayudando a que reinara un poco de paz en esa zona.

De su permanencia en Galápagos, famoso por que en su jurisdicción se encuentra el famoso “León Dormido de América”, -según estudiosos, un volcán apagado-, Mamín conservó siempre una hebilla para cinturón, fabricada en plata y que le regaló Gabriel, un amigo entrañable que tuvo en esas tierras y que murió poco tiempo después de la renuncia de mi viejo al cargo de inspector.

Debido a la violencia política del año cincuenta, aún fresca la muerte de Gaitán, la situación se puso más tensa y prefirieron regresar. Fueron unos ocho meses de valentía para enfrentar situaciones a las que mi mamá no estaba acostumbrada.

Por entre las circunstancias de espacio y de tiempo, que rodeaban sus vidas, con residencias en la Colina, en Galanes, una vereda vecina a Berlín y al Valparaíso de ahora, y en Villa Paz, fueron pasando los años, hasta lograr Flaminio emplearse en el Tejar Moderno.
Era una empresa ladrillera de la zona sur de Bucaramanga, cuando el sur llegaba hasta la Pedregosa, y que surtía en buena parte a los constructores de mediados de los cincuenta. Así que nos fuimos a vivir, -yo ya venía en camino-, a una casita humilde en los alrededores de la fábrica, en los terrenos que hoy corresponden al barrio El Portón del Tejar, cerca del almacén del Exito Oriental.

Allí empecé a crecer en el vientre de mi mamá, causando una alegría inmensa en mis dos seres más preciados, pero generando también una incertidumbre en los ellos, por las dificultades de la gestación y del embarazo en si.

Mientras papá pasaba los días trabajando en un camión repartidor de ladrillo, mi madre esperaba mi crecimiento dentro de su barriguita y empezaban a hacerse ilusiones con su retoño.
Ganó mi papá, en el deseo que fuera un niño y dejó a mi mamá la libertad de escoger el nombre. Jesús por el milagro recibido y Antonio – me lo confesaría mucho tiempo después – en honor al primer amor de la escuela, un tocayo de San Andrés, hoy gran escritor y miembro de la Academia de Historia.

En un parto relativamente tranquilo, atendido por la señorita Rosa, una enfermera grande y gorda, que después conocí como dueña de la casa en la calle 28, llegué a contemplar la luz del sol por primera vez, antes de que este rayara por el Picacho, a las cuatro y treinta de la mañana de un sábado de Mayo.
Era el día 12 del mes de las madres, del año 56. Como regalo anticipado para el día especial y envuelto, no en la placenta, sino en una cinta roja que decía: PARA MI MADRE CON TODO CARIÑO, empecé mi contacto directo con este mundo.

La alegría grande de verme en la cuna, regocijó a mi papá y empezó ahí una relación papá-mamá-hijo que se convirtió después en una amistad de las buenas, especialmente con mí viejo, con quien compartí muchos pasos por los senderos de nuestro Santander. Por caminos campestres, en mañanas, tardes, noches y amaneceres, sobrios o ebrios, felices o tristes, pero juntos siempre, al compás de sus “Cuatro Milpas”, una canción que siempre silbaba o tarareaba mientras nos comíamos las distancias.

De Bucaramanga, y al poco tiempo de nacido, fuimos a vivir por unos días a Galanes, en una finca de mi abuelo, mientras mi mamá presentaba una solicitud a la Secretaría de Educación para ingresar otra vez al magisterio, del cual se había retirado por el embarazo, en una época en que no existía el seguro social y menos las licencias de maternidad.
Fue así como después de idas y venidas a la Gobernación, le comunicaron el nombramiento como maestra en propiedad de la escuela Rural de “La Chapa”, una vereda del municipio de Encino, en los límites sureños con Boyacá y distante seis horas a caballo desde Virolín, un caserío que esta adelante de Charalá, hasta donde se podía ir en carro. Para la época, eso era la otra punta del mundo.

Se hicieron maletas, se amarraron trastes y con la ilusión de volver a trabajar nos enrumbamos hacia un territorio desconocido, llevándome en brazos y recorriendo en un día entero la distancia entre Bucaramanga y las postrimerías de Santander, llegando casi al anochecer a un caserío pequeño, a instalarnos en una casa compartida con otra familia y a sufrir las inclemencias de un clima casi siempre lluvioso y muy frio.

Prontamente mis papás se hicieron al ambiente de la región. Con más facilidad mi papá, por ese espíritu aventurero y echao pa´lante que tenía. Empezó a congeniar con los vecinos y a colaborarles con remedios que solo el sabía, destinados a curar reses y cerdos del "Mazamorrón", nombre popular de la Fiebre Aftosa y que el sanaba con un rezo, algo increíble, aunque infalible.

Con fórmulas especiales para los dolores de estómago en las personas, con rezos para espantar el zorro come gallinas y muchas otras “especialidades” que lo hicieron apreciado en la zona, al punto de llamarlo “doctor” y de no permitirle siquiera el pensar en un traslado para mi mamá, algo que ya habían previsto.

Tuvieron que hacerlo calladamente, viniéndonos mi mamá y yo primero, regresando mi viejo por los “cutes”, explicando que era una decisión unilateral del Secretario de Educación.

El cambio de territorio se hizo porque las condiciones de vida no eran las mejores. Era una región muy pobre, incomunicada, de un clima malsano y la convivencia con la otra familia causaba inconvenientes malucos, como los de hacer el almuerzo en el mismo fogón y ver que al servirlo, la carne que se había echado a la olla de nuestra sopa había pasado “misteriosa y automáticamente” a la olla de nuestros cohabitantes.

Así que para evitar males mayores, se prefirió el regreso, esta vez a las laderas de la Mesa de los Santos, donde encontré el somnífero patrio de las tardes, -me dormía con el Hinmno Nacional de las seis de la tarde, en Radio Sutatenza- mientras mi mamá manejaba un grupo de alumnos que se convirtieron en ahijados casi todos, en una misión católica que hubo en esos días.

Mi papá mientras tanto, pescaba en el Chicamocha, acompañado de sus catorce compadres y con quienes muchas veces tuvo que ayudar a rescatar conductores heridos o muertos, de los camiones que en esa época, con frenos de guarapo, no eran capaces de tenerse en las faldas de Aratoca y se despeñaban hasta el río.

En estas tierras, llenas de ventiscas secas y tediosas en las tardes, las mismas que hoy ven pasar sobre ellas los cajoncitos del cable que une a Panachi con La Mesa, comienzan los recuerdos físicos de mi vida, los que recogió mi memoria paso a paso y hoy se amontonan en mi mente y que quise plasmar en unas cuantas hojas de papel para que no se olviden al partir.

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