lunes, 21 de enero de 2013

MAURICIO, la vida te quedó debiendo un gracias.

Llegamos una mañana a Valparaíso, con los materiales y el equipo de soldadura, dispuesto a pasar una semana haciendo las cerchas para el techo de la casa nueva. Necesitaba de alguien que me ayudara en ese trabajo. El nuevo dueño de la finca, con quien iba, me dijo que allí había un muchacho, hijo de quien estaba cuidando lo que quedaba de la casa vieja, que tal vez podría servirme para eso. Era casi un niño. La primera impresión fue de duda. Creí que no era la persona indicada. Y me estaba equivocando. Arrancamos ahí mismo con la labor y empecé a ver que Mauricio le ponía interés a todo lo que le iba enseñando sobre la marcha. Y que quería aprender a soldar. Eso me pareció interesante. Al final de la semana y habiendo probado en mis descansos, como se “quemaba” la soldadura contra los hierros, le dejé hacer algunos pegues. Y lo hizo bien. Mientras íbamos trabajando me contó que había terminado la primaria en la escuela de La Colorada y que quería seguir estudiando. Pero allí no había otro porvenir distinto a seguir macaneando potreros, ayudándole al papá que contrataba con los vecinos este oficio. En un regreso posterior le propuse que si quería trabajar conmigo en PublicAB, que por esos días se había quedado sin ayudante de patio. Eso si, sería condición básica e ineludible, hacer el bachillerato nocturno, como muchos colombianos. Consultó con don Pedro, su papá, quien le dio el aval y la bendición y de una vez viajó conmigo a Bucaramanga. Se instaló en mi casa y en los corazones de mis hijas en un septiembre lleno de ferias. Ellas lo vieron como un intruso por un par de horas, pero luego se ganó el puesto del hermano menor que les hacía mandados, les alcahueteaba caprichos y lo más importante: Les brindaba un cariño sin condiciones. Sin conocer mucho la ciudad, buscó el colegio y se matriculó en el Aurelio, para comenzar sus estudios secundarios. Cada noche se subía en la bicicleta que había sido algún diciembre el regalo del Niño Dios para mi hija Gladys y que olvidada ya, le compró para pagársela poco a poco. Pintada por el mismo para quitarle el rosado original, le servía para ir y venir a las diez de la noche, cargado de aprendizaje de matemáticas, de español y de todo eso que brindaban los colegios. En los ratos libres de las noches que no había clases, disfrutaba contándonos sus historias de niño, mientras acariciaba los gatos que no han faltado en la casa. Siempre dispuesto a servir, pronto se hizo amigo de vecinos y allegados, a quienes ayudaba en alguna cosa que necesitaran. En el trabajo siempre estaba atento a cada enseñanza y fue muy ágil aprendiendo esos secretos que tiene la publicidad. Muchas veces opinó, expresó ideas, discutió esta u otra forma de hacer las cosas más rápido o mejor. Y muchas veces también, le acepté sugerencias que servían. Cuando había que trasnochar porque el afán de los clientes lo exigía, no se arrugaba ante el sueño y trabajaba a la par, después de llegar del colegio. Aprendió fácilmente lo de la diagramación en el computador y el corte de letras en el plotter, que se hacía generalmente en San Francisco. Iba raudo en su cicla y pude confiar siempre en que haría lo correcto al ordenar y recibir lo pedido. Era común verlo por la carrera veintidós cuando llegaba lleno de risa y con los rollos de vinilo colgados a la espalda mientras pedaleaba, seguro de haber hecho las cosas bien. Son miles de anécdotas las que se podrían contar y que disfrutamos en esos tiempos, al final de la década del noventa. Sabía dormir en una hamaca, o en el suelo –yo le decía que tenía espíritu de gamín- sabía quedarse todo el domingo durmiendo sin ir al baño, ofreció varias veces los domingos hacer el almuerzo para todos y todos dejamos los platos limpios. Cuando yo en mi época de soledad empezaba un romance con alguna vecina, estaba presto a investigar sitios y modos de los encuentros furtivos, sirviendo de investigador de quien estaba usurpando espacios y manteniendo informadas a mis hijas de la situación. Obviamente eran ellas quienes contrataban sus servicios de “Sherlok Holmes”. Y no le importaba lo que pensara el patrón. Allí era más fiel a sus “hermanas” adoptivas. En esos tiempos difíciles de mi relación con ellas, servía de intermediario para que limáramos asperezas y se alegró sobremanera el día en que almorzando carne a la llanera en un restaurante de la “Y “del aeropuerto, le dimos fin a una etapa bien fea de distanciamiento familiar. Son muchas las cosas que tengo que agradecer a la memoria de quien entonces era un muchacho que quería hacer las cosas bien. Con Silvia, mi hija menor, hizo una amistad que rayó casi en lo “compinches” como decían los viejos. Cuando se le pedía algún favor, siempre contestaba con su: “Frescos, yo estoy pa´ las que sea”. El día de su grado de bachiller, me invitó a que recibiera su diploma. “Es que usted, -Do Esú- es quien se merece este cartón, por la paciencia y la persistencia para que yo estudiara”, me dijo. Y fui, orgulloso. Alguna vez, antes de terminar estudios, en medio de sus locuras juveniles, una noche no regresó del colegio. Al otro día, una muchacha vecina que estudiaba con él, me llevó una carta que había dejado. Me decía en ella que quería aventurar y que le disculpara por los problemas que esto me podría causar. Yo estaba como responsable de su permanencia en la ciudad y debía responder ante su papá. Regresó a los tres o cuatro días asustado y contento con la aventura. Había venido hasta Medellín, haciendo “autostop” y aguantando hambre, frío, lluvia, sol. Y con el arrepentimiento que eso deja. Pero reconoció que no era bueno proceder así. Después de terminar estudios empezó a pensar en volar más allá de un simple taller de publicidad. Me lo dijo y le acepté que no siempre se podría quedar allí. Ya había cumplido el la promesa de estudiar y trabajar y yo la mía de ayudar para que fuera bachiller. Era el sueño que había expresado cuatro años antes, mientras soldábamos varillas en Valparaíso. Así que le di una libertad que nunca había perdido. Lió sus bártulos y se lanzó a caminar por nuevos senderos. Vendió hojaldras por las calles, trabajó en otras cosas y después optó por ir al cuartel a prestar el servicio militar. Orgulloso de su libreta de primera y con una certificación de conducta excelente, regresó cualquier día a conversar con nosotros y a darnos las gracias. Siempre la gratitud fue una constante en su vida. Estando yo viviendo ya en Medellín, me llamó una mañana y me pidió que si le dábamos hospedaje por unos días mientras conseguía trabajo. Quedamos en que si, después de recibir la bondad de mi suegra que lo acogió en su casa. La próxima llamada fue para decirme que estaba en la puerta –yo estaba recogiendo a la mamá de mi esposa en la clínica-. Se quedó un poco más de un mes y ya con un trabajo como conductor de una distribuidora de máquinas para la confección, consiguió donde vivir independiente. Pero estaba pendiente de venir algunos domingos, siempre con sus manos llenas de un presente para todos y con el ánimo de visitarnos. Empezó a estudiar en la universidad y todo parecía ir bien. Pero llegó alguien que no debió conocer nunca y conquistado por la mentira vuelta faldas, renunció al trabajo, vendió sus cosas y regresó a Bucaramanga. Allí se encontró sorpresas desagradables para su corazón y queriendo acabar con el dolor sentimental, se fue nuevamente para el ejército, ahora como soldado profesional. Le gustaba esa vida de aventura y riesgo. Cuando sanó sus heridas del desengaño, la vida le mostró una niña que le permitió reorganizar sus ideas amorosas. Y lo que soñó siempre y que repetía a menudo en sus charlas, ser papá, se le dio. Les llegó a su vida, Damián, un niño que apenas está dando los primeros pasos. Se llenó de mil ilusiones, de sueños, de metas por cumplir. Cada vez que me llamaba se sentía orgulloso de sus planes de vida. Pero hoy, la parca, amancebada en las escorias que se hacen llamar redentoras de los colombianos, le asesinaron los sueños y las esperanzas. Le truncaron la vida a alguien que era una persona buena. Le mataron el papá y las caricias a un niño que nunca entenderá el porqué de su soledad paterna. Destajaron a traición –como siempre es su proceder- el amor de una mujercita que apenas se estaba acomodando en el papel de madre y compañera. Y a nosotros nos quitaron un amigo bueno, un amigo que sabía serlo. Que se encaramaba en un árbol en plena selva para buscar una señal y llamarnos a desear Feliz Navidad, como lo hizo el viernes pasado, cuando comenzaba la noche. No le dejaron llegar a sus metas. Estos miserables se tragaron otra vida, como la de tantos soldados llenos de patria y de valor, mientras se ufanan de tener el gobierno arrodillado ante sus “pecuecosos” pies. Ya no será posible verlo en su papel de mimo, arrancándole una sonrisa a una vecina que se creía brava. Ya no le podremos imaginar en su lucha por el mejor mañana para su familia. Era de los que buscaban la paz… y gracias a la basura que hoy nos gobierna, la ha encontrado en su propio sepulcro. Mauricio…. Mao…. mi amigo y compañero de trabajo: Me agradeciste muchas enseñanzas. Tal vez a mi me faltó agradecerte tantas cosas simples que hiciste por mi bienestar familiar y por mi empresa, cuando apenas eras un niño jugando a ser grande. En el muro de la entrada a la cocina de la casa de Bucaramanga deben estar las marcas de tu estatura que hacías cuando medías lo que estabas creciendo. Pero unos asesinos nos quitaron tus sueños. Creo que se me pasó agradecerte el cariño y el amor que le pusiste a tu corta vida…!

UN CUENTO PINTADO EN REALIDAD, La plumilla de mi pueblo

Cuando, desde la carretera, empezó a ver los tejados del pueblito que ahora comenzaba a querer, sintió que el palpitar de su corazón se hacía más rápido. Ya había ido unas cuantas veces, pero para ella era un pueblo más de los tantos que hacen bello el territorio santandereano. Solo que ésta vez, una vuelta del destino había cambiado la forma de ver el montoncito de casas que se recuestan cariñosas sobre la falda de la montaña, mientras se deja bañar por el cristalino río bautizado lo mismo que él. Y es que solo había una causa para verlo distinto: Se hallaba enamorada. Esa circustancia la enrumbó hacia allí. Ya el añejo automóvil, que iba y venía todos los días, hasta y desde la capital, había tomado el desvío que lo llevaría a la plaza. Porque todavía era plaza. Esa vieja plaza que recogía en su regazo los toldos mercantiles de lunes, jueves y domingos, cuando los campesinos volvían allí para vender sus cosechas, comprar el mercado y tomarse unas cervezas. Pero ese hoy era martes, así que no había tanto bullicio cuando por el vidrio delantero del taxi, el centro del pueblo se asomó a sus ojos. Una vez pagó el pasaje, pensó -y actuó- que tomarse un café le permitiría definir cual parte del pueblo plasmaría en uno de esos trozos de opalina que, en una carpeta de colegio, acompañaba unas plumillas, algún pincel, una tabla de soporte, un frasco de tinta china y varias servilletas que servirían de papel secante -por si algún accidente- en esa labor por la que iba y que se le había ocurrido una semana antes. Se encaminó hacia la parte baja de la plaza y en ese tradicional negocio del primer piso de la alcaldía, pidió un café bien cargado, que fue saboreando sorbo a sorbo, mientras en sus ojos y en su mente, bullían las perspectivas y las imágenes revueltas e insaboras de las calles, de las casas, de la iglesia. Quería que su obra fuera diferente a todas. Pero que mejor imagen de un pueblo que su iglesia. Esa sería su obra. Lo distinto estaba en que no sería una fotografía. Y sí, lo que ella sabía hacer muy bien. Un "retrato" en plumilla, trazada en directo, desde sus ojos al papel. El tinto ya se acababa y aún no había hallado el encuadre para una buena visión que le permitiera dejar en el "lienzo" los mejores flancos del templo. El más sugestivo y sugerente, estaba en una de las ventanas de la Alcaldía. Pero casí imposible era, que le dieran permiso para hacerlo desde allí. Recordó de súbito, que para ella los "casis" no existían y fue en busca de la entrada principal de esa casa centenaria, subió por uno de los caracoles que, también centenarios, habían sentido, oido y servido a muchos vecinos en sus trámites ante el gobierno del pueblo. Una vez estuvo ante el Secretario del Alcalde, que no estaba ese día, contó y pidió, que quería hacer y el porqué de su ilusión. Solo necesitaba que le dejaran contemplar desde la primera ventana que se ve a la izquierda, cuando se mira desde la plaza. Ah... y que le prestaran una silla. El resto correría por su cuenta. Ese resto estaba en sus manos, en sus ojos, en su mente y en su corazón. Donde también estaba él. Sus mejillas estaban más rosadas que siempre. Casi rojas. Era común en su rostro este cambio de tono, cuando una alegría, una risa o una inquietud la acompañaban. Se sorprendió un poco cuando escuchó un si por respuesta, pero ahi mismo se dio cuenta que estaba en un pueblo amable. Dio las gracias mientras le acercaban la silla y con la promesa de no molestar, se acomodó en ese rellano que hay entre el piso y la baranda, casi más centenaria que la misma casa. Sacó de su carpeta de colegio los trastes de pintor, fijó en la tabla una de las hojas, blanca como su alma, destapó el frasco de tinta y entre un suspiro suyo y el sol mañanero del pueblo que hacía ver mejor la iglesia, sus manos empezaron a traer desde el otro lado de la plaza, las aristas, los círculos, las sombras y las luces de una iglesia siempre amarilla, que le servía de modelo y de inspiración. Mientras la plumilla iba y volvía, con movimientos rápidos y firmes, apuntó en la memoria la hora que marcaba el viejo reloj y dejó vagar en su interior un poco de interrogantes que la tenían inquieta. Pensó en aquella semana que llamaban santa, la de ese año diferente, cuando en una repartida de cartas del destino, quedó en el mismo sendero de ese ser que ahora le atraía. Por qué? No sabía. Tal vez porque el destino es necio, casi siempre. Porqué sus rutinas diarias, sus idas muy de mañana a la universidad, sus manos transformando la espuma en arte; la redacción, transcripción y lectura de actas en aquel grupo donde el destino -otra vez necio- la había llevado, eran algo que se iba evaluando en otro corazón. Por qué? Seguramente porque cuando hay una forma de comparar, aunque dicen que no se debe hacer, se puede escojer lo mejor. Sería posible estar viviendo lo que su corazón sentía? Claro que era posible. Claro era, que el amor había tocado y entrado sin pedir permiso, en su corazón. Y lo más claro es que ella no quería sacarlo, quería consentirlo allí dentro, entre ese secreto que por poco, parecía volverse público. Tenía un poco de hambre, analizó en uno de los descansos que pedían sus ojos. Sacó de su bolso unas galletas que había comprado en la tienda de abajo para redondear un billete, recordando que eran de las mismas que había probado en una tarde de trabajo, al lado de él, mientras hablaban en un descanso de arte y de ilusiones. Volvió a mirar el viejo reloj, hizo cuentas y entendió que ya se habían ido casi tres horas, dos que le había robado a la mañana y un montón de minutos que la tarde se llevaba entre el sopor de un pueblo que dormitaba un poco al medio día. Cuántas veces esas calles, esa iglesia, esos árboles habían visto crecer a quien ahora en su corazón estaba? Cuáles.....? Cuándo....? No. Ya estaba bien de interrogantes, que tal vez nunca tendrían respuesta. Solo faltaban unas líneas en el costado derecho del dibujo, del lado norte en la visión real del pueblo. Las fue trazando sin afán, derramando con la tinta todo el resto de cariño que había puesto en esa obra. Sus ojos, luego, fueron hasta la iglesia, vinieron a la hoja, una y otra vez. Eran iguales las imágenes... bueno, semejantes. Porque allá había color. Y aquí, las lineas negras de una plumilla sutilmente manejada por una mano sabia, hacían imaginar una sombra entre un montón de luz. Tal vez como una madrugada con neblina, tal vez como una noche donde puediera brillar el sol. Sonrió. Con esa misma sonrisa, que -ella no lo sabía aún- era una de las causas de que estuvieran enamorados. El sol ya estaba entrando por los ventanales frontales de la Alcaldía. Sin prisa, guardó con cuidado sus elementos de trabajo y la hoja que ahora tenía plasmados su corazón y su alma, la puso entre otras dos que se quedaron sin usar. Terminó de comer una galleta solitaria y cuando tomó la silla entre sus manos para entregarla, se dio cuenta que varias personas, además del Secretario, contemplaban -nunca supo por cuanto tiempo- su oficio de artista enamorada. Sonrió y otra vez, la piel de sus mejillas se fue llenando de color. Dijo un "gracias" que encerraba todo, volvió a sonreir y apretó con fuerza entre sus brazos y su pecho, aquella carpeta de colegio que en el INEM le había servido para guardar previos, trabajos y calificaciones, pero que ahora portaba el mejor regalo que, imaginó, pudiera dársele al ser que amaba. Bajó por el otro caracol que servía como escalera, sintió que las tablas chirriaban bajo sus pies y supuso que alguna vez, los pasos de un niño habían ayudado a desajustarlas. Y sonrió una vez más. En cual niño había pensado? Es que su sonrisa era una costumbre halagadora. Salió a la plaza, tratando de buscar en la distancia un reloj que marcara las horas con más prisa, para entregarle más rápido "la plumilla de tu pueblo" como empezó a llamarla. En el taxi de turno estacionado en la Calle Real, faltaban dos pasajeros para el cupo. Le dijo al conductor que ella pagaría el faltante y con afán,sentada en la orilla derecha trasera, se fue escuchando las rancheras que sonaban en los bares de otra calle tradicional en el pueblo que se iba convirtiendo en suyo. ---------------------------- segunda parte------------------------ En esa avenida que ha parecido siempre una montaña rusa, repleta de transeúntes, carretillas, mendigos, bultos, buses, aromas de basura; con un poco de miedo se bajó de aquel taxi gris que tal vez alguna vez había sido una patrulla y buscó la parada de bus más cercana, para esperar uno que la llevara por los lados de su casa. Ya la tarde avanzaba calurosa. Almorzó recordando que precisamente al compartir un almuerzo, un día de trabajo previo al inicio de las festividades de la ciudad, se enteró de los sentimientos que la traían entre feliz y preocupada. Fue una confesión rápida, directa, concisa. Sin rodeos. Casi se atraganta con aquel pedazo de solomo asado que acababa de recibir. Y la explicación a ese regalo fue la pincelada final en ese cuadro de declaración de amor. La que marcaba el comienzo de un romance que se hacía imposible. Pero existía. No podía negárselo, ni olvidarlo. Por eso la mañana y parte del medio día lo había destinado a crear un detalle que quizás con el tiempo se podría convertir en un recuerdo. Por ese amor que inundaba su sentimiento, sin dejarla pensar en el mañana. Dio las gracias a su mamá por la vianda, pasó por el lavabo y en el espejo, volvió a sonreir. Y notó que sonreía con picardía, con esa alegría que sienten los enamorados. Se dejó caer sobre la cama, pensando en una reunión de trabajo que a las cinco de la tarde le dejaría verlo nuevamente, entregarle todo lo que había en aquella hoja de opalina, contarle sus aventuras en el pueblo para que algún día, con ellas, escribiese un cuento y seguramente sonreir mucho ante los ojos pequeñamente incrédulos del ahora dueño de su sentir. Despertó con el tiempo justo para alistarse y buscar un transporte hacia la sede del evento. Buscó ágil, pero sin angustias, un jean que sabía a él le gustaba verle y el buzo crema con el estampado tropical que le trajo su hermana de las islas. Salió presurosa y recorrió las tres cuadras que separaban la casa de aquel parque que se parte en dos para dejar pasar el tráfico que va o viene a y de la frontera. Cuando llegó al inmenso lote que se iría convirtiendo en un pueblo gitano , como cada vez que ARTESANOS UNIDOS DE SANTANDER organizaba la feria; consiguió decidir que solo le entregaría "la plumilla de tu pueblo" al terminar la reunión. Se saludaron como de costumbre, sonrientes los dos y se integraron a sus compañeros para discutir mil temas de la organización. Eran casi las ocho de una noche llena de estrellas, sospechosamente cálida en un septiembre lluvioso y frío. En la terraza vieja de lo que alguna vez fue una fábrica de refrescos muy famosos, que se usaba como tarima de espectáculos y contemplando en la avenida el paso agitado de quienes regresaban a sus casas después de trabajar, le preguntó sin dudas y sin darle tiempo para pensar, que era lo que más quería de su pueblo. Sonrieron, mientras en los labios y en la mente de él, patinaban palabras que peleando, querían ser cada una, la primera. Entonces él dijo que la gente, que el río, los recuerdos de infancia, que los paseos de la mano de su padre en días de mercado cuando chíco, que los carros, que la iglesia... No lo dejó seguir con el listado de sus gustos. Mientras el acomodaba las palabras, ella fue sacando de la carpeta... si, de esa misma carpeta de colegio, aquella hoja donde habia impregnado, mezclándolos: la tinta, los trazos, su corazón y su alma, en una imágen que hablaba sola. En su mano derecha estaba ese cuadro exclusivo, único e irrepetible. Con la izquierda rodeo la espalda ancha de su amigo, mientras su voz en un arrullo eterno le decía que lo amaba desde siempre y ese siempre no tenía ubicación ni en el tiempo ni en el espacio. Callado, sonriente, extasiado, entretenido y solemnemente grato, mientras escuchaba esas palabras que parecían una balada de amor, sintió que sus ojos se encharcaban de alegría. Algo que nunca pudo controlar y por lo que muchas veces recibió críticas a sus lágrimas. Ahora un par de ellas, reflejaban en sus mejillas bajo una luna cancionera, que de su corazón estaba brotando un manantial de gratitud. Se quedaron un buen rato contemplando ese pedacito del pueblo trazado con cariño, mientras le contaba las peripecias del viaje esa mañana, la bondad del pueblo, el detalle del sol iluminando cielo y pueblo, todo porque quería regalarle algo que nadie nunca pudiera repetir. Aún se oía el conversar de los trabajadores que preparaban casetas y tablados. Creyeron prudente despedirse y marchar cada uno hacia su casa. La ilusión pensada y soñada, estaba cumplida. La obra, la iglesia de ese pueblo ahora consentido por ella también, pintada con amor, con dedicación por sus manos generosas, ya era de su propiedad. No sabía que iba a seguir de ahí en adelante. No era fácil tejer tantos sueños en un telar que tenía "dueña". Habría que superar momentos y esperar que sus ratos compartidos pudieran volverse eternos. La vida siguió. Las horas y los días se convirtieron en historia, mientras iban llegando otros. Las fiestas de la ciudad empezaron, llenaron de alegría a la gente y también se fueron. Solo quedaba el eco del bullicio y los saldos de una semana diferente. El, en una carpeta de cartón que tomó de la oficina ferial, guardó aquel dibujo ensoñador, para llevarlo hasta su casa cuando fuera el momento. Después, allí permaneció escondido por un tiempo, porque mientras, en y para el resto del mundo era una obra de arte, en esas cuatro paredes lánguidas y sin mañana, se convertía en un pecado. Su dueño no se atrevió a mostrarlo, simplemente lo dejó entre las zarzas de una rutina silente y dañina que venía destrozándolo todo. Lo alcanzó a imaginar enmarcado con molduras de cedro y arabescos dorados, como se usaba entonces y al frente de la sala de su apartamento. O tal vez sería mejor un marco lineal con prolongación de fique, como había visto uno en la galería. No sabía como lo iba a lucir en el tiempo por llegar. Eso sería un acuerdo mutuo con su otro corazón. Y guardó también un prudente olvido pasajero para no llenarse de tantas ilusiones, que parecían borrosas en un horizonte oscuro y fantasmal. Una noche, mientras entretenía las horas aliviando el trabajo magisterial de la mamá, le restregaron los pecados. Y entre los sacrificios que quiso hacer para salvar un navío que ya venía condenado desde siempre al naufragio, tomó en sus manos "la plumilla de tu pueblo" que le alcanzaban y se dejó imponer la orden de acabar con ella "para que se borren los recuerdos de la intrusa". Nunca supo la ignorante, que ahí, justo en ese instante, el recuerdo se volvería eterno; invisible pero permanente. Temblando con las manos que la sostenían por última vez, recibió las lágrimas que caían de unos ojos tristes. Esta vez eran de rabia y de tristeza. Y empezó a sentir, porque ya había tomado vida, que su dueño rasgaba su cuerpo de papel y su imágen de tinta y de ternura. Sin piedad, porque la piedad ahora estaba en el barco lastimero, esas mismas manos que alegres recibieron su existencia, ahora degarraban sin razón su corta vida. Tristes pedazos de un papel querido y de un amor que había que matar cuando apenas nacía, resbalaron de unos dedos inermes, cruelmente quietos y culpables. Eran mis dedos, mis manos que ingenuas querían con este crímen al arte, revivir algo que por un tiempo agonizaría hasta morir. "Se puede tornar, por amor, en un imbécil", leí alguna vez en un viejo cuaderno donde mi abuelo guardaba de su puño y letra, frases que oía y que le parecían sabias. Y si que lo eran. Y el imbécil, ahí, fuí yo.

RIONEGRO y la Virgen de Chiquinquirá.

Cuando escuchábamos de labios de nuestros padres y abuelos estas historias, nunca pensamos que eran más importantes que una simple disculpa para hacer entretenido el comienzo de alguna noche. Por eso ahora, madeja por madeja voy hilando aquellas frases que –devolviéndonos en el tiempo- nos dejan crear un par de páginas con un montón de recordaciones. Estando en Berlín, esa hacienda cafetera que parecía un pesebre de retazos verdes entre Rionegro y Santa Cruz de la Colina, por los comienzos del mes de abril del año sesenta y tres, mi madre –maestra en su escuela- se dio a la tarea de organizar un viaje con alumnos y padres de familia, para bajar hasta el pueblo y participar de lleno en el Tridúo de Desagravio a la Virgen de Chiquinquirá. Había recibido una invitación formal del padre Gilberto Serrano, párroco de ese tiempo y quien quería que todos los habitantes del pueblo y las veredas, llenaran la plaza en esos tres días en que iba a estar el cuadro en la iglesia. Preguntón que yo era en mis casi ocho años, le pedí a mi madre que me explicara la razón de esa celebración y el significado de esa palabra –desagravio- que se me hacía rara y desconocida. El desagravio –me dijo- consiste en la reparación o compensación de una ofensa o perjuicio. Y volví a preguntar: Dónde estaba la ofensa..? Entonces, con esa paciencia que solo tienen las mamás y las maestras, sentándome a su lado mientras cosía algún dobladillo en su máquina New York de pedal, dejó salir de sus recuerdos un pedacito de la historia que ella también había hilado de muchas versiones tejidas por quienes vivieron el hecho. Ya estaban por cumplirse cincuenta años de haber sucedido. En mil novecientos trece, Rionegro recibió por las calendas de abril la visita del cuadro con la imagen de la Virgen de Chiquinquirá, conservado siempre en esa ciudad boyacense. Era una peregrinación por muchos pueblos de Colombia, seis años antes de ser coronada por el presidente Marco Fidel Suárez como Patrona y Reina de Colombia. Los festejos que un evento de esa magnitud, comparado en grandeza con el tiempo en que se vivía y ante la gran multitud de visitantes, hacían que el pueblo cambiara sus costumbres. No había suficientes posadas, así que muchos optaron por pasar la noche bajo los alares de las casas o resguardados por las ramas de los árboles que en la plaza, eran testigos mudos de ese festival religioso. Y los más fiesteros aprovecharon las horas para el consumo de bebidas fermentadas desde comienzos de la tarde. Cuando los oficios religiosos acabaron entrada la noche y las puertas de la iglesia se cerraron, ya eran muchos los contertulios que “envalentonados” por el trago, conversaban duro en tiendas y cafetines.. Un grupo de cinco borrachitos decidieron en medio de su tomata, hacer una visita especial a la virgen, sin que nunca se hubiera sabido el motivo real de ese deseo. Fueron por la calle del costado norte de la iglesia y abriendo a la fuerza una de las ventanas que están frente a la casa que después sería por muchos años la Panadería Cartagena, hicieron ingreso –dos de ellos- mientras los otros tres los esperaban sobre el andén. Los intrusos buscaron el altar donde reposaba el lienzo chiquinquireño y lo atacaron con un puñal en dos ocasiones, rasgando las fibras de esta pintura valiosa. Una vez consumado este crímen al arte y a las creencias de los católicos, volvieron a la calle y reunidos con sus compinches se dedicaron a seguir libando. Es imaginable la reacción de quienes estaban encargados de esta festividad y del pueblo en general. Voces de protesta e insultos para los causantes de tan cobarde acción, pero ningún compromiso de las autoridades policiales. La programación se suspendió, así como la peregrinación y el cuadro volvió a su sede en Boyacá. El cura párroco fue retirado del pueblo por orden del obispo y se dice que durante seis años no hubo ningún oficio religioso allí. Cuando la diócesis aceptó enviar nuevamente un sacerdote, este fue recibido con calle de honor y vítores de emoción por los pobladores. Hubo entonces una interrupción a lo que iba narrando mi madre. Quise saber que había sido de los autores de aquel acto sacrílego. Solo recuerdo lo que me dijo, había pasado con dos de ellos. De los otros tres destinos ya la memoria haciendo de las suyas, me impiden tenerlos a mano en la mente. Pero baste con saber que no fueron buenos los finales de su existencia terrenal. Uno de los que entraron a la iglesia, se dedicó al licor y en medio de sus borracheras cada vez más continuas, se vanagloriaba de su machismo por haber entrado a la iglesia a profanar el cuadro. En una de esas rascas, le dio por montar un caballo que vio cerca y que al decir de los presentes, era manso. Una vez se acomodó sobre él y habiendo picado sus ijares por las espuelas, el potro empezó a correr desbocado y sin que nadie pudiera pararlo. El jinete se dejó caer del lomo pero no pudo soltar sus pies de los estribos y en esa loca carrera, su cuerpo se fue despedazando contra las piedras del camino. Al final, el espectáculo –decían quienes lo vieron- era dantesco e inefable. Del otro sacrílego, hay un poco más de relato en la memoria. Cuentan que enfermó unos años después y según el médico que lo vio debía guardar cama por unos días. Sería cosa de administrar las medicinas y nada más. Pero la dolencia empezó a complicarse y el personaje de marras fue perdiendo las facultades físicas para levantarse, así que tenían que llevarle sus comidas a la habitación de la hacienda que poseía. Allí su esposa le alimentaba, lavaba su cuerpo y le cambiaba de ropas, algo que solo ella pudo hacer, pues con el tiempo, de la piel del enfermo empezaron a brotar gusanos y obviamente el olor era insoportable. El día que expiró, levantó vuelo del caballete de la casa un cuervo –chulo en el lenguaje santandereano- que había permanecido allí durante la agonía del moribundo. Lástima que los años se me hayan llevado de la mente las historias de los otros tres individuos que cambiaron en un momento de “valentía” el devenir de un pueblo apacible. Es aceptable que cuando las historias se narran de boca en boca, se convierten en leyendas. Pero las leyendas también hacen parte de los pueblos y de las tradiciones. He comparado la narración de mi madre con una de mi abuelo –en alguna tarde en que me enseñaba a ser carpintero- y solo hay diferencias en el estilo, porque el fondo de lo contado por ambos es igual. Y también lo es con lo que algunas veces escuché en esas tertulias campesinas donde no falta aquel trashumante que recuerda los tiempos vividos en su juventud. La historia de un pueblo la van bordando las palabras de sus habitantes, de ayer y de hoy. Los del mañana la escucharán y volverán a contarla. Ahí se va dejando para la posteridad. Y esa historia o alguna de sus partes, tal vez sea discutible y hasta imposible de creer. Pero tampoco es posible cambiarla. Sería necesario retroceder el tiempo. Ahora que está por cumplirse el centenario de aquella noche de abril, es bueno conocer por lo menos una parte de esa narrativa popular. Y en la volqueta que servía para todo y para todos, manejada al ritmo de los chistes de Jesús Moncada y adornada con festones y flores, apretujados en su carrocería un montón de “berlineros” -como se nos llamaba- bajamos a Rionegro llenos de entusiasmo a participar en el Tridúo de Desagravio a la Virgen de Chiquinquirá. Para mí la alegría fue triple. Me compraron las golosinas que me gustaban en el negocio administrado por Marcos Rueda en la “esquina de los varados”, otro camioncito se unió a mi colección de juguetes y disfruté de la brisa en la parte alta de la carrocería de aquella volqueta verde, con carrocería de camión que se quedó en mis recuerdos.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Don Alirio Blanco... de viaje para el cielo.

Por los días de nuestra llegada a Berlín, empezando mis cinco años, tuve que familiarizarme con el nuevo entorno. Nuevos paisajes, nuevos caminos, nueva gente. Y con ellos, nuevas historias. Entre las personas con quienes compartiría los casi seis años venideros estaban los transportadores de la región. Y entre ellos don Alirio Blanco, que en su buseta Chevrolet 53 de trompa verde, hacía los recorridos desde Santa Cruz de la Colina hasta Rionegro y Bucaramanga. Atento siempre a las palabras de mis viejos, le escuché decir varias veces a mi mamá que el corría más que los Machuca, sus compañeros de esa labor incansable de llevar "colineros" y "berlineros" hacia y desde el pueblo. Esa frase me producía cierta angustia infantil cuando esperando en esa "Y" que servía de entrada a la hacienda, veíamos aparecer la buseta más madrugadora. Eso si, apenas nos acomodábamos, después del saludo amable del conductor, olvidaba mis miedos a las carreras y entretenía mis ojos en los adornos, luces y calcomanías que dentro de ese "bus en miniatura" -como yo lo veía- servían para entretener la media hora que duraba el recorrido hasta Rionegro. Me causaba especial atención el par de burritos que anclados en el torpedo, iban afirmando o negando con la cabeza lo que conversaban don Alirio y mi papá, que animados en una amistad de siempre, se contaban los sucesos de esa semana, mientras yo armaba imaginariamente la película de turno, haciendo participar a los burritos en su diálogo. Un día le pregunté a mi viejo si él era muy amigo del dueño "correlón" de la buseta verde. Y me dijo que si. Que casi desde su niñez en la tierra fría pero cordial que albergó sus vidas, eran amigos. Y me narraba de sus idas a traer agua para sus casas, cuando en La Colina no había acueducto. En el carro que tenía entonces, acomodaban unas ollas y se iban hasta Rio Frío por un viaje de agua limpia. Reía cuando recordaba que a la plaza llegaban solo con medias olladas, porque por los baches del camino y el descuido por ir conversando, la mitad del mandado se quedaba por la carretera. Curiosamente, cuando en Enero del 2009 fuimos con mi esposa a saludarlo, a su casa en San Alonso, entre las palabras que compartimos por un buen rato, estaba la misma historia. Creo que a los dos amigos esta forma de colaborarse mutuamente los marcó siempre. Los dos fueron servidores de quienes estaban cerca. En su "chiva" cada año iba a Berlín a participar con la gente de Santa Cruz de las Fiestas del Café. Siempre había puesto para todos, siempre había una palabra amable. Pasaron los años y fuimos a vivir a Misiguay. Ya suspendí el disfrute de esos viajes animados por los burritos, por las luces "hirvientes" de la Virgen del Carmen en el espejo interior y los cuentos y las risas de mi papá y su amigo. Pero hubo saludos compartidos en esa ventana de la Caja Agraria, frente a donde orgulloso cuadraba su buseta, esperando la hora de llevar pasajeros, viandas e historias de regreso a su pueblito amañador. Al regresar a la zona, ahora en Valparaiso, ya había cambiado su carro por uno más grande, imponente. Esa buseta, la 114 de Lusitania, seguía surcando los caminos de siempre. Entonces volvió el compartir por unos años, con mi viejo antes de que se nos fuera y en mis idas a Casatabla, cuando pasaba a saludar a Jaime González y a poner mi granito de arena en AGRORIO. Nada había cambiado en su forma de ser. La misma amabailidad. En esa Ford 59 fuímos a en un paseo familiar en 1981 desde Bucaramanga hasta Sardinas y después en el regreso, al son de la música carranguera que estaba pegando fuerte y de la que fue gran admirador. Alguna vez, nos encontramos a la entrada de un concierto con Jorge Velosa, en el auditorio de la UIS. Estaba con su señora, ávidos de presenciar el toque de ese sabor campesino que tiene la carranga. Me dijo que no le importaba trasnochar, con tal de disfrutar en vivo de las canciones que se oían en su buseta. En una feria artesanal también nos acompañó en nuestro "stand" en una presentación de los mismos artistas. Era ferviente admirador de esas canciones que hablan del campo y sus gentes. Cuando quedé a cargo de Valparaiso, por la partida de mi viejo, las cosechas de maíz que me correspondian por la parte de la tierra, siempre se transportaron en sus carros. Esperaba la bajada por Sardinas a las dos y media de la tarde, para acomodar los bultos en la bodega trasera y conversar de carros hasta Bucaramanga. El trabajo para el fue su constante. Solo en las fiestas de Navidad y Año Nuevo no cubría la ruta acostumbrada. Se tomaba unos tragos merecidos por su trabajo del año, después de haber comprado el mismo, su regalo para cada uno de sus nietos. El año pasado coincidimos en una visita a Victoriano Machuca, que ya estaba muy enfermo. Vi a don Alirio muy mermado en su caminar. Los años fueron los únicos capaces de apaciguar su impetu de trabajo. Pero creo que el del servicio a los demás, lo seguirá ejerciendo desde el más allá. Aquí también tengo que agradecer las alegrías que vivi de niño, encaramado en sus carros llenos de cosas gratas. Gratitud por dejar que mis manos hicieran la réplica de la 114. Se que la conservó por mucho tiempo. Y que siempre admiró mi trabajo. Gracias don Alirio por la amistad con mis viejos. Ahora seguramente va a encontrarlos en el cielo y allí conversarán todo lo que les quedó pendiente. Volverán a recordar esos viajes al río a llevar agua. Y las chanzas que le hacía mi papá porque el puesto auxiliar lo tenía reservado para pasajeras especiales. Y le contará que su hijo, fue a visitarlo para hacer remembranzas de su amistad y su compartir. La tertulia que se está viviendo en el cielo es grande. Son varios los amigos que se han ido. No importa que aqui hayamos quedado tristes por su partida. Cada ser va cumpliendo sus metas, sus años y su labor terrenal. Quedan, imborrables, sus enseñanzas. Su familia, formada con el ejemplo del trabajo, hará inmortal su legado. A todos sus hijos, a su esposa y a quienes tuvieron el gusto de recibir sus favores y sus consejos, les queda la satisfacción de contar con un amigo. Ya no es la ruta de "La Colina, El Diviso, El Marneeee...!" que anunciaba en los sesenta. Se ha cumplido un ciclo y la ruta ahora es un viaje directo al descanso merecido por el deber cumplido.

viernes, 14 de septiembre de 2012

LA NUEVA CASA... así pasen los años.

"Déjame bailar contigo la alegría linda del último vals"...... Así le hubiera cantado mi viejo a mi madre en medio de la felicidad de tener la nueva casa. Pero él ya no estaba. Por lo menos físicamente. Porque su espíritu nunca se ha ido. Y pasó por allí a conocerla. Desde mis años de niñez fue muy común en las conversaciones de ellos el deseo de tener una casita propia en Bucaramanga. Se había vuelto un sueño, una esperanza, una ilusión. Se había tenido fincas, habíamos vivido en las escuelas donde mi madre ensañaba. Pero ella quería una casa para ella. Alguna vez le ofrecieron por cuenta de la Cooperativa del Magisterio un apartamento de los primeros que estaban construyendo por los lados de la Concha Acústica. Las condiciones de pago eran muy buenas. Aún se podía pagar la cuota mensual con una parte del sueldo. Ahora se necesitan tres y cuatro sueldos para pagar una amortización. Pero no faltó el "consejero" metido, ese que no se llama para preguntarle. Simplemente se atraviesan a opinar sobre lo que no les importa. Lo triste es que era alguien muy cercano a nosotros. Argumentos tan absurdos como decir que los edificios se caían muy facil, que los predios en el aire no valían nada, que esa cuenta era imposible de pagar, en fin. Dieron al traste con nuestros deseos. El mundo siguó girando hasta que en unas horas antes de partir, mi viejo me recordó algunas cosas para el futuro, cuando iba a ser yo quien tomara las riendas de la familia. "Cómprele la casa a su mamá" me dijo en medio de sus dolores y de las pausas que hacía para seguir con las recomendaciones. Esa no fue un consejo. Fue una orden. Mientras pasaron unos años y se determinó vender a Valparaiso en vista de la situación de inseguridad en los campos rionegranos en ese tiempo. Juntando parte de esos ahorros paternos, de mi madre con su trabajo magisterial y algunos pesos míos de mi trabajo publicitario y de mis carros, hicimos un fondo común destinado a ese deseo de mis viejos. No estábamos buscando una mansión, ni un castillo. Simplemente una casa que sirviera de alero a la crianza de mis hijos, a los años otoñales de mi madre, a la tranquilidad de no estar cada mes vaciando la billetera en el sifón de los arriendos. Fuímos buscando por varias partes. Fátima estaba en plena construcción, pero era muy dificil llegar allí. Caminos por rastrojos y cañadas, sin transporte hasta el barrio nos hicieron desistir. La opción que se definió fue buscar una usada pero más central. Un día sin querer miré el periódico y encontré un aviso que me llevó hasta una que se amoldaba a lo que queríamos. Fuimos con mi hijo Leonardo a verla esa tarde, confirmando que asi era el sueño. En diez minutos entraron un montón de clientes, lo que me obligó a pedirle al dueño que me esperara hasta el medio día siguiente para ir con mi madre para que aprobara la compra. Con ese compromiso volvímos antes de las doce y había una pareja que insistía para que le recibiera las arras del negocio. Antes de entrar y aún sin saludar, le dije que la casa sería nuestra, asegurando un negocio que por la ubicación del predio y por el precio, estaba a punto de volverse gaseoso. Tuve que hacer como decía mi papá: "Enreje el toro por los cachos y sin que le coja orejas, mijo". Cuando entramos ya estaba el compromiso de comprarla, asi que mi mamá simplemente corroboró que una casa asi era la que ella quería. En un par de meses se hicieron los papeles y para estas calendas, cuando empezaba la feria de la ciudad, hace veinticuatro años, cargamos un camión con los trastes y las ilusiones en Provenza y nos fuimos a la CASA PROPIA. Con la ayuda de un tío de mi mamá, el inolvidable José Anaya, acomodamos las cosas en su sitio y esa primera noche fue de esas en que la felicidad se vuelve palabras, sonrisas, cantos, sueños, esperanzas....... El trabajo en el lote de la Puerta del Sol con los murales para el evento artesanal me tenía ocupado por esos días, pero en poco tiempo se quitó la puerta del local para convertirlo en alcoba y asi terminar de acomodarnos. Quien iba a pensar que volvería a ser un local y esta vez para albergar a PublicAB, que por esos días ya funcionaba en la zona de la 17 con Av. La Rosita. Se había cumplido la promesa a mi papá. Y la del Niño Dios comenzaría a cumplirse en ese Diciembre. La Novena de Aguinaldos en la parroquia del barrio donde nos regalara la casa se ha cumplido. El día que sacamos los restos de mi papá, se planeó ir desde el camposanto central hasta el de La Colina, en un recorrido directo. Pero se presentó un retardo en la labor de los sepultureros, unos imprevistos en el trabajo del taller, llegó la hora de recoger las niñas en los colegios, la hora del almuerzo. No quedó más remedio que ir hasta la casa con la caja de sus restos para poder desenredar las cosas. Ahi si, después de un par de horas en su CASA PROPIA, se dejó llevar hasta la sepultura final. Decía mi madre; "Mi viejo se dio sus mañas para pasar por SU casa..!" Después mi mamá se fue, la vida me cambió, los embates del destino aparecieron, la codicia también, pero la casa ahi está. Contra viento y marea. Es un tesor tallado por mis padres. Es el regalo a la voluntad, a la disciplina, al trabajo juicioso y honesto. En sus paredes, en sus puertas, en sus techos se nota el paso del tiempo. Pero ahi está LA NUEVA CASA. Como quisiera haber oido de los labios y el tiple de mi viejo esa canción, que igual fue una dedicatoria más para su amada. Para mi madre.

lunes, 4 de junio de 2012

UNA PROMESA... UN COMPROMISO.

Mientras pasaba la noche empecé a recordar la vieja promesa que hicimos, con mi madre al Niño Dios y por allá en los años ochenta, cuando creímos que ya era hora de tener nuestra casa propia. En la iglesia del barrio donde nos "regalara" una casita para guardar nuestras vidas, la existencia; para resguardar a mis hijos, sus nietos; para encontrar amaneceres sin afanes; allí, en esa iglesia haríamos la Novena de Aguinaldos mientras hubiera vída. Y la cumplió ella mientras acompañó mis pasos. Y la cumplí yo, mientras viví en Bucaramanga. Pero era tiempo de revivir, de volver a esos recuerdos, a esa promesa. La iglesia: Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, la que vió cambiar la cara de Bucaramanga desde el antes de la Diagonal Quince. El tiempo: El viaje de reencuentro, de regreso, en una vacación que llevaba dos días. Había llegado ese miércoles a mi ciudad, después de un viaje agradable, lleno de paisajes que se mezclaban entre la ilusión de volver. Me hacía falta la compañía de Vicky, siempre junto a mi, pero que en esta ocasión había quedado en Medellín pendiente de nuestras cosas. La tarde, que ya empezaba a caer, me dejó ver de nuevo esa casa materna tan llena de añoranzas, el viejo barrio que casi ha perdido toda esa cualidad hogareña que le connocimos para dar paso a un comercio impersonal y avaro, llevándose con sevicia la nostalgia de los viejos tiempos. Los abrazos con mis hijas me curaron del cansancio que se pega en el cuerpo cuando se viaja por una carretera recién cicatrizada de las heridas del invierno. El volver a sentir el aroma de mi madre, a pesar de sus casi veinte años de ausencia y que se quedó perenne entre esas paredes y bajo ese techo, revivió de golpe aquella promesa. A eso iba. A disfrutar de las madrugadas compañeras de los días de aguinaldos. A volver a sentir la brisa que un buen rato antes de las cinco de la mañana, acaricia los árboles y los sentimientos en su raudo volar buscando encontrarse con los arreboles de la Puerta del Sol. Y esa noche previa, recostado entre un montón de nostalgias, quería dejar pasar las horas para sentir la alegría inmensa de repasar las calles que recorrí con mi viejita y muchas veces con mis hijos -que perezosos juveniles- no siempre nos acompañaban. Cuando el gallo que canta en mi moderno despertador me habló de las cuatro de la mañana, abrí los ojos a ese momento largo que estaba empezando. Y abrí los oídos para escuchar la pólvora, que a menra de alboroto, despertaba antes a los "noveneros" madrugadores. Ni un solo volador sonó. Mientras referescaba mi cuerpo en la ducha e ilusionado con que solo fuera una "cogida del tarde" del encargado de los cuetones, poco a poco acepté que muchas cosas han cambiado. Como antes, me preparé un café y esperé a que mi hija estuviera lista. Salimos con Silvia, mi hija menor que contenta y cariñosa, quiso acompañarme a reencontrarme con la historia. Gladys, mi otra hija, se quedó en casita consintiendo una varicela traicionera. La iglesia tampoco estaba tan llena como en otros años. Pero la alegría, esa sensación que no se explicar, era la misma. Disfruto a montones el canto de los villancicos, me vuelvo niño otra vez cuando contemplo la gente soñolienta, abrigada con mil colores, pero constante a una tradición y seguramente a promesas propias. Sentí que mis viejos estaban acompañándome en ese templo que me había visto cada mañana decembrina tratando de no dejar morir las costumbres hermosas que el modernismo quiere acabar. De pie, porque es otra autocondición en lo prometido, canté de nuevo todos esos villancicos con los que crecí, con los que alegré las mañanas de mis hijos tratando de despertarlos para esas novenas y esta vez fue Silvia quien pagó el importe de siempre. Un buñuelo o un pandeyuca con un café, en la puerta de la iglesia. Pero hasta eso ha cambiado. El sabor de las viandas se me hizo extraño. Lo que no cambia es la dicha de encontrar viejos amigos a la salida de la misa, mientras la gente y el sol de la mañana se encuentran en el atrio grande, testigo de saludos y de abrazos con personas que volvemos a ver cuando llega ese tierno tiempo de los aguinaldos. Parece raro escribir y leer notas decembrinas en plena mitad del año. Pero es bueno solazar las horas de un día de verano con palabras que nos transportan en el tiempo.Sueño con vivirla en la iglesia de mi Rionegro. Algún día será.Que bueno sería que esta costumbre tan santandereana llegara a otras regiones del pais. Eso hace cierta la frase tan trillada de "no saber lo que se tiene, hasta que se pierde"..... Ha sido una de las tradicones que más extraño en Antioquia. Y eso que en familia, nos turnamos para disfrutarla en la noche. Pero la mañanera tiene su encanto..!

sábado, 17 de marzo de 2012

VICTORIANO MACHUCA... EL ÚLTIMO VIAJE.

VICTORIANO MACHUCA... EL ÚLTIMO VIAJE.
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Esta puede parecer una nota muy breve. Quizás si para todo lo que se podía escribir, recordando los buenos tiempos de mi infancia, cuando recién llegados a Berlín, empecé a consentir con los ojos esos carros que transportaban pasajeros, carga e ilusiones. Y viendo la amistad de mis padres con los dueños y conductores de esos carros, empecé a considerarme también su amigo.

Cuando a un niño de seis años, -en el campo- el conductor de la buseta que trajina el sendero de la vereda, lo saluda por su nombre, adquiere para siempre un amigo.



Ese fue VICTORIANO MACHUCA.

El trasegar semanal de mi padre a Bucaramanga, por cuenta del surtido para la cooperativa de la hacienda, siempre los viernes cuando coincidía con la ruta alargada a la ciudad, me permitió andar muchas veces en esa FORD de trompa combinada de rojo y crema, que esperábamos en la entrada de Berlín, frente a la ceiba inmensa.



Mientras los kilómetros se iban quedando atrás, pasando por debajo del chasís, mientras mi viejo conversaba con su amigo conductor, fui grabando en mi mente las curvas de la carretera, los colores de aquella chiva y un montón de recuerdos.

Después cambiamos de vereda, de clima y de contertulios. Pero era grato cuando viniendo de Misiguay, en La Virgen o en La Meseta, coincidíamos con ese racimo de gente que llenaba el carro consentido y admirado. Al rato habría un café en la plaza. Siempre, aún en los tiempos en que Victoriano dejó un poco la cabrilla para dedicarse a las tierras y al ganado, había tiempo para compartir un rato con mi viejo Flaminio, mientras conversaban de sus labores y sus metas.



Después, nosotros en Valparaiso, volvímos a viajar con él, pero ya no había ni tiempo ni espacio para conversar. Sardinas, estación que usábamos para esperar el transporte, está muy cerca de Rionegro y de ñapa, la buseta ya venía con el cupo supercompleto.



Ahora en Diciembre que pasé a saludarlo por su enfermedad, recordé con alegría todo ese cuaderno de anécdotas de viajes y tintos compartidos y que tienen cobija en el libro que estoy escribiendo.



Los años se van llevando fisicamente a los amigos, pero los recuerdos tallados en la mente se quedan para siempre.Ese día me despedí del amigo, pensando en estas letras. Hay circustancias, las físicas, que no tienen retorno. Como la partida al infinito. Pero hay otras, las espirituales, las intangibles, donde cabe la amistad, que van siempre con nosotros.

Gracias VICTORIANO MACHUCA por alegrar mi niñez con su buseta.

Gracias por ese saludo que me hacía sentir grande cuando apenas era un niño.

Gracias por la amistad con mis padres.



Que en este viaje hacia lo eterno vaya de la mano de Dios y la ruta esté llena de más alegrías que las vividas en la tierra..!