martes, 3 de mayo de 2011

Trozos de mi vida.... Misiguay, fútbol y radio

En Misiguay, a la par con mis estudios, mi papá seguía muy empeñado en el bienestar de la vereda, empezándose a gestar su electrificación. Se buscó en la capital de Santander la ayuda necesaria y se comenzaron los trabajos. A pesar de que inicialmente solo habría luz en las casas del pueblito y en la escuela, toda la gente colaboró en esta ardua labor.
Los postes fueron donados por los dueños de las fincas, entre ellos mi papá, que regaló unos veinticinco, casi todos en topacio, una madera especial para esto, muy fuerte y eterna. Las labores se hacían los sábados, con jornales de cuenta de los vecinos y el almuerzo – carne asada, yuca y ají, pasados con guarapo fresco – era donado por los tres líderes de la comunidad: Alonso Rodríguez, Gilberto Rueda y Flaminio Báez. Procesado desde la madrugada en la escuela, era llevado en ollas por los obreros hasta el frente de trabajo. En algunas ocasiones se coincidía con algún transporte y el camino se hacía más corto.

Cada domingo mi papá, papel en mano, comprometía a cada residente con uno o dos jornales para el sábado siguiente, cuando muy a las seis de la mañana partían, inicialmente hacia El Bambú, para abrir la trocha, hacer los hoyos, parar postes y luego ejecutar el tendido de la red, todo esto con la asesoría de la Hidroeléctrica del Río Lebrija -asi se llamaba la empresa-, que enviaba un par de técnicos y una camioneta.

Todos los postes traídos desde la montaña de la parte alta, se transportaron a veces con la ayuda del río Salamaga, que en sus aguas alivianaba el peso, otras al hombro de veinte hombres y en muy pocas ocasiones en los camiones de la empresa de energía. Hay que decir que fue un trabajo extenuante, largo y peligroso, que después de más de un año de esfuerzos sabatinos se hizo realidad al poder ver encendidas unos focos que se veían raros y encantadores.

Después, ya con más ayudas por parte de la Caja Agraria y el Comité de Cafeteros ésta y muchas veredas tuvieron en cada casa la corriente eléctrica que cambio sus vidas.
Con una carretera más estable y con luz, la zona veía los progresos y se aprestaba a celebrar los hechos históricos de aquellos tiempos. Primero, la venida del papa Pablo VI que tuve que anunciar por dos horas seguidas desde la campana de la escuela y gracias a la emoción que le causaba a mi madre un acontecimiento de esta índole. La llegada del hombre a la luna que vimos –mirando la luna- y oímos por radio desde el escaño de cucharo y guayabo donde Yolanda me consentía el brazo. Mi papá siempre consideró esto, una mentira más de los gringos embaucadores y “encaramapingos”.

Los fines de semana y ante la ausencia de hermanos para jugar o para pelear, en las mañanas me imaginaba una emisora que solo yo escuchaba y con la música que tenia en discos de 78, 45 y 33 rpm, ambientaba desde las siete y media, esta parte del domingo, con cuñas incluidas, sacadas de Deporte Gráfico o de El Espectador y Vanguardia Liberal, periódicos que no faltaban cada lunes de mercado en las viandas que mi papá llevaba a casa desde Rionegro, al igual que un tarro de galletas Macarenas que hoy todavía me saben a cielo y a papá.
La emisora se llamaba “La Voz del Salamaga” y los estudios eran el salón de clases, con sus ventanas, y algún pupitre como consola. Con el tocadiscos de maletín JVC Nivico, que en un cumpleaños me regalaron mis papás en Berlín y que serviría después para oír la música romántica de mis comienzos de adolescente, creaba en mi mente lo que podía y que había aprendido de la radio, de vistas furtivas en la ciudad a La Voz Panamericana, a Radio Atalaya o a Radio Bucaramanga. Fue algo que pudo haber servido para más, pero que por circunstancias y condiciones de tiempo, lugar y época, solo servia para entretenerme un rato.
El programa, Mañanas de Domingo, terminaba a las nueve y media, cuando llegaban los compañeros de la escuela y empezábamos a balonear en la cancha, fabricada con nuestras propias manos y con muchas ganas de ser los mejores futbolistas.

Por un lado las conversaciones con Elsa Triana, quie había llegado como profesora de un par de grupos y el arribo de Álvaro, un primo de mi mamá, al que no se aguantaban por jodón y maleducado en Bucaramanga y que llevaron para que cursara el cuarto de primaria, cargando con él una pasión tan grande por el fútbol, me fueron entusiasmando con la idea.

Saqué del olvido un balón que teníamos desde Berlín y empezamos esa fiebre por el balompié, no solo jugándolo, sino escuchando y leyendo todo lo que podíamos sobre ese deporte que antes casi odiaba, cuando al buscar una emisora musical una tarde de domingo, las encontraba todas llenas de locutores de lengua enredada y gritando los goles con el parecido a un aullido de dolor.
Por ahora el entusiasmo no me hacia ver sino goles, balones y jugadas. Armamos los arcos con postes de cucharo y los soportes de la malla con rastras de madera, demarcamos la cancha con cal y a jugar, sobre todo ese sesenta y ocho y el año siguiente cuando terminaría la primaria.

Formamos dos equipos, Millonarios y Santa Fe,-aun no entiendo porque, con el fastidio que le tengo a los equipos bogotanos- y organizábamos campeonatos semanales. Generalmente éramos campeones los azules -los que más odio-, tal vez porque habíamos cuadrado mejor las fichas de juego. Las fechas no se jugaban, solo por esos aguaceros tan fuertes y tan seguidos que solían caer en las tardes.
En dos ocasiones suspendimos, o mejor, suspendió mi mamá el campeonato. La primera a raíz de una patada voladora que recibió Álvaro, de Heriberto Landazábal, que le puso a blanquear los ojos y a tenerse la garganta jurando que se la había partido en dos.
La otra, más larga y con más autoridad al suspenderlo, la causé yo mismo.
Habíamos planeado que al comenzar el partido de una final, al tocarme el balón en el saque, fingiera al recibir la marca, un fuerte golpe en el tobillo. Así fue que vino José Gelves por el balón y me di la maña para que me tocara. Y ahí mismo al piso, dando cinco o seis vueltas en rollo sobre el campo. El árbitro, que siempre era Nora Rincón, pitó la falta y cuando se iba a cobrar, llegó mi mamá y cogió el balón, fue hasta el armario de la ropa y con llave por tres meses. Ella pensaba que le habían partido la pierna a su hijo y tomó la drástica decisión. Confieso que mentí, no me tocaron el tobillo y además me sobreactué.

En esta temporada sin fútbol, nos armamos de machetes y hachas, recogimos unas buenas vigas de cucharo y llenamos la cancha de los llamados juegos infantiles, pensando en toda la muchachada que venía detrás de nosotros. Había columpios, machín machón, y pasamanos, con los que no solamente los pequeños, sino nosotros nos entreteníamos al principio en los recreos.
Pero la falta de juguetes, porque según la edad -doce años-, ya no me debían comprar más carros, me hicieron pensar en la posibilidad de hacer uno de madera.
Armé un camión de unos ochenta centímetros de largo por unos treinta de ancho, lo pinté de amarillo y negro y lo convertí en mi orgullo para jugar en los recreos. A los compañeros se les hacía ojos el camión, así que algunos me pedían se lo alquilara. El único que me hizo “competencia” fue Jorge Delgado, hijo de un amigo de mi viejo, quien construyó un camión que tenia por ruedas unos carretes de hilo que usaban para remendar ropa en su casa.

Por diez centavos el viaje, que consistía en ir por detrás de la escuela hasta la cancha, darle la vuelta y regresar; o de cincuenta por el recreo completo, me entusiasmé a fabricar otros dos que me permitieron volverme empresario del transporte a muy corta edad. Quizás fue el primer intento para construir carros, lo que he hecho después con más dedicación, técnica y logros, así se me hubiera quedado pendiente en esta vida, el tener una fábrica de carrocerías para bus.

Pasado un tiempo, ya no jugaba, sino que me dedicaba a cobrar los alquileres de mi flota de camiones. Todos eran de igual color y se veían muy bonitos surcando el suelo de los alrededores escolares. Cuando tenía presupuestado conseguir los materiales para un cuarto camión, nos levantaron la sanción del fútbol y acabamos con los juegos infantiles, restauramos la cancha y otra vez a jugar un partido por recreo.
Los descansos del medio día después de almorzar, los empleábamos en correr al borbollón, un pocito natural que había abajo de la escuela, en el Salamaga y que en una época arreglamos con piedras y ramas, de tal manera que parecía una piscina y donde impajaritablemente nos zambullíamos entre las doce y la una de la tarde. Llegábamos a clase escurriendo agua del cabello y poniéndonos la camisa.
Algunos sábados, se organizaba el paseo general con maestra incluida después de media mañana, y con miradas furtivas con nuestras enamoradas, porque ya eran varias las parejitas en acción. Así, Alfonso Araque con Maria Antonia Caicedo, Albán con Teresa –la hermana de Toña- Chucho con Luz Marina entre los que me acuerdo. Aún eran tiempos de noviazgos sutiles y muy recatados, sin pasar de lo que se consideraba normal. Pensar que hoy, lo “normal” es que se tengan relaciones sexuales en los inicios de cada romance.

1 comentario:

JON GALLEGO OSORIO dijo...

te sigo leyendo jesús.
muy amenas tus letras.