jueves, 26 de mayo de 2011

ANTES DE NACER.


La vida no comienza cuando se nace.
Se empieza a vivir, a sentir, a conocer el mundo desde el momento aquel, placentero casi siempre, de la gestación. Unidos los cuerpos de los padres carnalmente y unidas las semillas que cada uno aporta, comienza la vida.

Pero la mía empezó desde el día en que mis padres se conocieron. Por un lejano diciembre, el de 1948. Un poco más de siete años antes del nacimiento real.
A través de sus palabras, a través de todo lo que compartimos puedo estar seguro que viví con ellos antes de nacer. Aún antes de mi gestación. Y aún antes de su matrimonio. Quizá desde el momento en que se vieron por vez primera.

La señorita Blanca Graciela, había llegado esa tarde a Villa Paz, una vereda de Rionegro, acompañando a una amiga de su familia, maestra de ese sector, en plan de remplazar a otra maestra por unos días.
El galante y apuesto pretendiente –no son palabras mías- las tomé prestadas de los labios maternos, que se hacían cielo para referirse a él, vivía en una finca cercana al caserío, pero los fines de semana atendía la carnicería de allí que con una res completa, surtía el consumo de la semana de la región.

Parece ser que la atracción fue mutua e inmediata, iniciando a los pocos días una relación bien romántica, algo que se usaba mucho en el tiempo y en los corazones de los dos, amantes furibundos de la ternura, de los detalles, de las canciones, de las flores, de las caricias en palabras y del amor. Por eso por mi sangre corre esa costumbre que me impulsa a recoger una flor a la vera del camino para entregarla con el alma a quien me ama; a decirle una palabra bonita a una mujer o a cantar una poesía en cada mañana. Son cosas heredadas, así como tengo mucho de mis padres.

La semana pasó muy rápido y ella tuvo que regresar a Bucaramanga. Pero su corazón y su alma las dejó en ese muchachito campesino y rionegrano, que la ilusionó con su forma de ser. En su bolsillo quedó también un papel con la dirección de la casa en la ciudad, donde vivía con su hermana y su mamá, pero sin el apego cercano que si tenía por una prima de Florinda, doña Rosa Correa, a quien siempre consideró su mamá, a quien adoraba y que murió el año en que nací, sin poder conocer esas bondades de las que tanto me hablaría mi madre con el correr del tiempo.

Su noviazgo duró unos cuatro meses, con unas cinco o seis visitas furtivas del novio a los alrededores de la casa, viéndose a escondidas en una tienda, conversando no más de quince minutos, pues el celo de sus parientes era extremo, tan grande como el amor mutuo que sentían.
Todo esto aunado a la nostalgia que produce la lejanía, le hicieron soltar a él la petición de “¿te quieres casar conmigo?”, con una respuesta afirmativa de ella y el pensar en hacerlo a escondidas y en Rionegro.

Así que una mañana de lunes, Blanquita madrugó a misa de seis, acompañada de una vecina amiga de Florinda, a quien mandaban de cuidandera. Mi mamá se ingenio para que le hiciera una averiguación por los alrededores de la Sagrada Familia mientras ella la esperaba en la iglesia.
Apenas la señora volvió la espalda, la niña se fue al 4-3 –la estación de los taxis que viajaban al pueblo- y con una bolsa en la que llevaba un par de vestidos y que había sacado de la casa el domingo en la tarde, dejándola escondida en uno de los confesionarios de la Catedral, emprendió ese viaje lleno de ilusión y de incertidumbre hacia el pueblo de su novio.

Allí la esperaba su negrito, quien la recibió con todo el amor y la llevó a una casa -por los lados de La Cruz- donde solía guardar los aperos de su caballo, dejándola sola en una habitación todo el día, mientras el hacía las gestiones necesarias en la parroquia para casarse al día siguiente.

Llanto y llanto fue la constante durante esas horas. Lágrimas de arrepentimiento por la locura de dejar a su familia y el deseo amoroso de unirse a su novio, acompañaron a mamá en ese “cautiverio” obligado por las circunstancias de no poder dejarse ver de nadie. En el pueblo vivían unas amigas y parientes lejanas de la mamá Rosa, lo que les creaba un miedo muy grande a ser descubiertos.
A la mañana siguiente, muy a las cuatro, y con el padrinazgo de Evangelina, la maestra que la había llevado a Villa Paz y de José Chacón, su marido, unieron sus vidas, de verdad para siempre, el martes 8 de Marzo de 1949.

Una vez oficiada la ceremonia religiosa, y de celebrarla con un desayuno, como era de usanza, partieron no a una luna de miel en la costa o a una isla paradisíaca, sino a su nuevo hogar, en la misma vereda y en la misma casa donde se habian conocido.

El cambio de vida para una niña consentida y de ciudad, de modales finos y acostumbrada a los mimos y caricias de su mamá adoptiva, enfrentada ahora a una región fría y lluviosa, a unas cuñadas (seis) que la miraban con cierta burla y celo, por haber llegado a la vida de su hermano mayor
Sus suegros, que distaban mucho de mimarla, además de echarle de vez en cuando sus puyas por su condición de mujer de ciudad, sin conocimientos de campo y sin habilidades para los oficios propios de este, se lamentaban de que su hijo no hubiese buscado una “cocinera de hacienda”, con la que según ellos habría casado mejor.

Mientras tanto, en Bucaramanga, buscaban a la hija, por cielo y tierra, tratando de imaginar cual habría sido el rumbo tomado. Como las comunicaciones entonces no eran fáciles -los teléfonos de Bucaramanga aún eran de dos cifras- fue bien difícil encontrarla.
Después de medio día se les ocurrió llamar a Rionegro y hacer preguntar al párroco si sabía algo de Blanca. El cura, al ver el nombre completo, dio constancia que la había casado esa mañana. Ya no había remedio. A tener calma y a esperar que volviera, algo que hicieron como a los tres meses, con cierto recelo, pero siendo bien recibidos.

Fue para mi futura mamá un periodo de tiempo muy difícil, pues aunque papá la consentía, no fue capaz de poner en orden a su familia, permitiendo que cada vez que estaba sola, sus hermanas y padres la trataran con cierto desdén, con comentarios y desplantes muy feos.
Fueron a vivir luego a una finca, paradójicamente llamada Valparaíso -como se llamaría la última finca de los dos, al pasar el tiempo-, en el borde de las montañas que rodean a Misiguay.
A casi dos horas de camino del caserío, -donde después estuvimos viviendo-, en una soledad terrible y con un paisaje siempre nublado, donde la única visión grata era contemplar la cascada de casi doscientos metros que forma el rió Salamaga, al despeñarse desde una laguna encantada en el Cerro de La Guaricha, para caer al pequeño valle que hay en la zona central del territorio misiguayense.

No es posible imaginar la pesadumbre y tristeza del cambio de vida que se ganó mi mamá al casarse y más grave aún, sin tener a sus seres queridos al lado y sin poderlos visitar, contando solo con la presencia y el apoyo de su esposo que en esto último no era suficiente.
Unos meses después, mi papá en ciernes, fue nombrado Inspector de Policía en Galápagos, un corregimiento de la zona occidental de Rionegro, sitio donde las violencias, política y borrachoveredal, campeaban todos los días trayendo angustias en las horas vividas por Blanquita.
Cada fin de semana, era común levantar uno a más cadáveres de residentes allí o de algún parroquiano que apareciese por esos lares, además de encerrar algunos borrachitos que se ponían de ruana el caserío. La hombría del nuevo inspector fue probada el domingo siguiente a su llegada por un par de hermanos que acostumbraban, por deporte, sacar corriendo a los nuevos funcionarios de la ley.

Enfrentados con tranquilidad, pero al mismo tiempo con su fortaleza, zanjó la dificultad y acabó con la costumbre de probarle las “güevas” al nuevo corregidor, al punto que después se convirtieron en amigos, no solo de palabra, sino de hechos, respaldando su labor y ayudando a que reinara un poco de paz en esa zona.

De su permanencia en Galápagos, famoso por que en su jurisdicción se encuentra el famoso “León Dormido de América”, -según estudiosos, un volcán apagado-, Mamín conservó siempre una hebilla para cinturón, fabricada en plata y que le regaló Gabriel, un amigo entrañable que tuvo en esas tierras y que murió poco tiempo después de la renuncia de mi viejo al cargo de inspector.

Debido a la violencia política del año cincuenta, aún fresca la muerte de Gaitán, la situación se puso más tensa y prefirieron regresar. Fueron unos ocho meses de valentía para enfrentar situaciones a las que mi mamá no estaba acostumbrada.

Por entre las circunstancias de espacio y de tiempo, que rodeaban sus vidas, con residencias en la Colina, en Galanes, una vereda vecina a Berlín y al Valparaíso de ahora, y en Villa Paz, fueron pasando los años, hasta lograr Flaminio emplearse en el Tejar Moderno.
Era una empresa ladrillera de la zona sur de Bucaramanga, cuando el sur llegaba hasta la Pedregosa, y que surtía en buena parte a los constructores de mediados de los cincuenta. Así que nos fuimos a vivir, -yo ya venía en camino-, a una casita humilde en los alrededores de la fábrica, en los terrenos que hoy corresponden al barrio El Portón del Tejar, cerca del almacén del Exito Oriental.

Allí empecé a crecer en el vientre de mi mamá, causando una alegría inmensa en mis dos seres más preciados, pero generando también una incertidumbre en los ellos, por las dificultades de la gestación y del embarazo en si.

Mientras papá pasaba los días trabajando en un camión repartidor de ladrillo, mi madre esperaba mi crecimiento dentro de su barriguita y empezaban a hacerse ilusiones con su retoño.
Ganó mi papá, en el deseo que fuera un niño y dejó a mi mamá la libertad de escoger el nombre. Jesús por el milagro recibido y Antonio – me lo confesaría mucho tiempo después – en honor al primer amor de la escuela, un tocayo de San Andrés, hoy gran escritor y miembro de la Academia de Historia.

En un parto relativamente tranquilo, atendido por la señorita Rosa, una enfermera grande y gorda, que después conocí como dueña de la casa en la calle 28, llegué a contemplar la luz del sol por primera vez, antes de que este rayara por el Picacho, a las cuatro y treinta de la mañana de un sábado de Mayo.
Era el día 12 del mes de las madres, del año 56. Como regalo anticipado para el día especial y envuelto, no en la placenta, sino en una cinta roja que decía: PARA MI MADRE CON TODO CARIÑO, empecé mi contacto directo con este mundo.

La alegría grande de verme en la cuna, regocijó a mi papá y empezó ahí una relación papá-mamá-hijo que se convirtió después en una amistad de las buenas, especialmente con mí viejo, con quien compartí muchos pasos por los senderos de nuestro Santander. Por caminos campestres, en mañanas, tardes, noches y amaneceres, sobrios o ebrios, felices o tristes, pero juntos siempre, al compás de sus “Cuatro Milpas”, una canción que siempre silbaba o tarareaba mientras nos comíamos las distancias.

De Bucaramanga, y al poco tiempo de nacido, fuimos a vivir por unos días a Galanes, en una finca de mi abuelo, mientras mi mamá presentaba una solicitud a la Secretaría de Educación para ingresar otra vez al magisterio, del cual se había retirado por el embarazo, en una época en que no existía el seguro social y menos las licencias de maternidad.
Fue así como después de idas y venidas a la Gobernación, le comunicaron el nombramiento como maestra en propiedad de la escuela Rural de “La Chapa”, una vereda del municipio de Encino, en los límites sureños con Boyacá y distante seis horas a caballo desde Virolín, un caserío que esta adelante de Charalá, hasta donde se podía ir en carro. Para la época, eso era la otra punta del mundo.

Se hicieron maletas, se amarraron trastes y con la ilusión de volver a trabajar nos enrumbamos hacia un territorio desconocido, llevándome en brazos y recorriendo en un día entero la distancia entre Bucaramanga y las postrimerías de Santander, llegando casi al anochecer a un caserío pequeño, a instalarnos en una casa compartida con otra familia y a sufrir las inclemencias de un clima casi siempre lluvioso y muy frio.

Prontamente mis papás se hicieron al ambiente de la región. Con más facilidad mi papá, por ese espíritu aventurero y echao pa´lante que tenía. Empezó a congeniar con los vecinos y a colaborarles con remedios que solo el sabía, destinados a curar reses y cerdos del "Mazamorrón", nombre popular de la Fiebre Aftosa y que el sanaba con un rezo, algo increíble, aunque infalible.

Con fórmulas especiales para los dolores de estómago en las personas, con rezos para espantar el zorro come gallinas y muchas otras “especialidades” que lo hicieron apreciado en la zona, al punto de llamarlo “doctor” y de no permitirle siquiera el pensar en un traslado para mi mamá, algo que ya habían previsto.

Tuvieron que hacerlo calladamente, viniéndonos mi mamá y yo primero, regresando mi viejo por los “cutes”, explicando que era una decisión unilateral del Secretario de Educación.

El cambio de territorio se hizo porque las condiciones de vida no eran las mejores. Era una región muy pobre, incomunicada, de un clima malsano y la convivencia con la otra familia causaba inconvenientes malucos, como los de hacer el almuerzo en el mismo fogón y ver que al servirlo, la carne que se había echado a la olla de nuestra sopa había pasado “misteriosa y automáticamente” a la olla de nuestros cohabitantes.

Así que para evitar males mayores, se prefirió el regreso, esta vez a las laderas de la Mesa de los Santos, donde encontré el somnífero patrio de las tardes, -me dormía con el Hinmno Nacional de las seis de la tarde, en Radio Sutatenza- mientras mi mamá manejaba un grupo de alumnos que se convirtieron en ahijados casi todos, en una misión católica que hubo en esos días.

Mi papá mientras tanto, pescaba en el Chicamocha, acompañado de sus catorce compadres y con quienes muchas veces tuvo que ayudar a rescatar conductores heridos o muertos, de los camiones que en esa época, con frenos de guarapo, no eran capaces de tenerse en las faldas de Aratoca y se despeñaban hasta el río.

En estas tierras, llenas de ventiscas secas y tediosas en las tardes, las mismas que hoy ven pasar sobre ellas los cajoncitos del cable que une a Panachi con La Mesa, comienzan los recuerdos físicos de mi vida, los que recogió mi memoria paso a paso y hoy se amontonan en mi mente y que quise plasmar en unas cuantas hojas de papel para que no se olviden al partir.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Mi vida.... voy en cincuenta y cinco.

Ya dió otra vuelta de las largas en torno al sol, la tierra.
El calendario ha mostrado de nuevo el doce de mayo. Otra vez a cumplir años, gracias a Dios.
Cincuenta y cinco veces lo he hecho. Y es bueno hacer un repaso de este y de todos los años vividos.
Al revisar el archivo, ojeo un visto bueno, un chulito, en la sección de vida feliz.
Si, no importan algunos altibajos, en general, se puede chulear ese renglón.
Se vivió una niñez campesina -y lo digo con orgullo- sin mayores sobresaltos que aquellos que parecían el acabose del mundo. No poder jugar una tarde por alguna fiebre inoportuna, no poder tomar el refresco deseado, no contar con un juguete que se había pedido. Pero eran los "problemas" simples, triviales, pasajeros.

Con unos padres que estaban pendientes de mi, cariñosos y querendones pero no alcahuetas, comencé mis pasos.
Y crecí. Fui un alumno de escuela en el campo. Berlín y Misiguay, en mi Rionegro querido, bajo la enseñanza cariñosa y rígida de mi madre, que también fue mi maestra.
Momentos inolvidables, compañeros que se quedaron para siempre en el alma.

Luego, a estudiar a la ciudad, el bachillerato me llamaba. Un paso fugaz por el Salesiano y luego al Dámaso Zapata. Nos graduamos como Mecánicos Industriales, pero realmente lo que me gustaba era el Dibujo Técnico. Con el, empecé a cranear un negocio de publicidad. De allí, también buenos compañeros y unos cuantos profesores para tenerles gratitud eterna.

Cuando se acabó la bella época de la secundaria, pasé por mi único empleo dependiente de un salario. En la gaseosera de las letras enredadas, donde también aprendí y disfruté.
Luego, a estudiar en la Unab, una carrera administrativa que no era mi pasión. La mía, la que siempre soñé estudiar, la Ingeniería de Vias y Transportes, se quedó en la carpeta de los imposibles en una vuelta del destino que pasó por la Iglesia del Divino Niño, de donde salí casado, cuando comenzaban las vacaciones del último año de bachillerato.

Y con la publicidad, que me atraía y me gustaba, para darle un regalo a Leonardo Enrique, mi primer hijo, fabriqué un bus en miniatura. Eso se volvió mi hobby y parte de mi trabajo. Son muchos los carros que mis manos han hecho desde una fotografía y enamorando la madera.
Con ellos y con los avisos y diseños, fui llevando por olas tranquilas, un hogar donde crecieron también Gladys Fabiola y Silvia Liliana, mis niñas menores.
Mi viejo Flaminio se había ido en 1984. Mi madre, Blanca Graciela, nos acompañó hasta el 92.

Después, cuando los hijos crecieron, apareció la soledad.
Entonces viajé. Fui a vivir al llano colombiano. Yopal también me enseñó. Y mucho.
Allí supe lo que es pasar un día entero sin comer un bocado, de nada. Y no fue una sola vez. Allí también, alguien robó mi trabajo. Pero aprendí. La fortaleza del espíritu se forja con las dificultades. Nadie aprende en un nido de algodón.
Yopal también me mostró amigos verdaderos. Y eran de tierra extraña.

Alguien, que juraba que ese era el fin de mi destino, se tuvo que tragar las palabras, que no eran dulces ni suaves, como decía la cartelera.

Y sobreviví.

Regresé a mi tierra, a darle otra vez vida a PublicAB. Y mis pasiones, los avisos y los carros, continuaron brotando de mis manos.
Mis gustos, escribir, pintar, hacer teatro, ahora también son mis compañeros.
Algunos seres, unos poco gratos, pasaron por mi vida. Y se marcharon.
Hasta que la vida y la suerte, dieron una vuelta y volvieron hasta mi. Volví a encontrar el amor. En tierras antioqueñas, a donde viajé y donde estoy. Viviendo y dejándome querer. Aquí, donde mientras cumplo un año más, no me dejan trabajar para poder consentirme.

Tal vez, alguna o muchas veces, he equivocado el rumbo. Puede ser. Y los senderos con dificultades, con espinas, sintieron mi caminar. Pero fueron senderos de aprendizaje.
Nunca se podrá saber que hubiera sido de la vida si se dejó un camino y se tomó otro. Jamás. La realidad está en el presente. Esto es lo que he vivido y está bien. Al frente está otro resto de vida para trabajar, disfrutar, para vivir.

Como le aprendí a mi viejo alguna vez: "De eso no se muere nadie", hablando de las penas de amor. Esa frase es una buena medicina. Sin embargo, no la tomé cuando en otras ocasiones la necesité.
Ahora, mi gratitud para quienes me han visto crecer, aprender y vivir. Par mis amigos,los de antaño y los de ahora; para mis hijos que siempre han estado conmigo. Para Vicky, que desde hace seis años y un poco, está a mi lado de corazón, de cuerpo y alma.
Mis viejos, a los que saludo cada mañana mirando al cielo del oriente, ese que cubre a mi Rionegro, a mi Bucaramanga, saben que me siento orgulloso de lo que he vivido, quizás no lo que otros quisieron. Es la vida que escogí, solo yo soy el culpable de haber vivido como se me ha dado la gana. Y me siento feliz. Por eso hay un visto bueno en ese renglón de mi existencia.

jueves, 5 de mayo de 2011

EN TU CUMPLEAÑOS, TIERRA MIA.....

Rionegro querido, entre las laderas de fértil sustento
haces que te quiera con cariño eterno, de ese verdadero...
tus calles me guardan los cuadros de siempre,
desde aquella infancia
que tiene nostalgias y alegrías plenas...
me lleno de dicha, de orgullo, de patria,
cuando cuento al mundo que soy de tu tierra...
que entre las montañas de una cordillera
hay un nido hermoso que enamora el viento..!

Me siento feliz cuando desde lejos,
llego a tus vivencias y la mente vuelve
a vivir secretos de alguna mañana,
que pasé por ti, rumbo a la esperanza
de tenerte altivo, erguido y triunfante...
porque en mis ancestros figura tu nombre
guardado con celo, con amor de hijo,
el que me eseñó mi padre
poco con palabras y si con ejemplo.

Rionegro, mi infancia fue tuya...
también esos años de la adolescencia,
y los tiempos cuando se maduran
la vida y los sueños de la vida adulta.
Hoy, desde otras tierras
te tengo en mi mente y en mis añoranzas...
debo agradecerte que me has dado abrigo,
que en tus campos viven
mejores recuerdos....
que fuiste labranza
donde mis viejos
sembraron mi esencia.


Con el cariño de siempre, en tu cumpleaños.... pueblo mío.

martes, 3 de mayo de 2011

Trozos de mi vida.... Misiguay, fútbol y radio

En Misiguay, a la par con mis estudios, mi papá seguía muy empeñado en el bienestar de la vereda, empezándose a gestar su electrificación. Se buscó en la capital de Santander la ayuda necesaria y se comenzaron los trabajos. A pesar de que inicialmente solo habría luz en las casas del pueblito y en la escuela, toda la gente colaboró en esta ardua labor.
Los postes fueron donados por los dueños de las fincas, entre ellos mi papá, que regaló unos veinticinco, casi todos en topacio, una madera especial para esto, muy fuerte y eterna. Las labores se hacían los sábados, con jornales de cuenta de los vecinos y el almuerzo – carne asada, yuca y ají, pasados con guarapo fresco – era donado por los tres líderes de la comunidad: Alonso Rodríguez, Gilberto Rueda y Flaminio Báez. Procesado desde la madrugada en la escuela, era llevado en ollas por los obreros hasta el frente de trabajo. En algunas ocasiones se coincidía con algún transporte y el camino se hacía más corto.

Cada domingo mi papá, papel en mano, comprometía a cada residente con uno o dos jornales para el sábado siguiente, cuando muy a las seis de la mañana partían, inicialmente hacia El Bambú, para abrir la trocha, hacer los hoyos, parar postes y luego ejecutar el tendido de la red, todo esto con la asesoría de la Hidroeléctrica del Río Lebrija -asi se llamaba la empresa-, que enviaba un par de técnicos y una camioneta.

Todos los postes traídos desde la montaña de la parte alta, se transportaron a veces con la ayuda del río Salamaga, que en sus aguas alivianaba el peso, otras al hombro de veinte hombres y en muy pocas ocasiones en los camiones de la empresa de energía. Hay que decir que fue un trabajo extenuante, largo y peligroso, que después de más de un año de esfuerzos sabatinos se hizo realidad al poder ver encendidas unos focos que se veían raros y encantadores.

Después, ya con más ayudas por parte de la Caja Agraria y el Comité de Cafeteros ésta y muchas veredas tuvieron en cada casa la corriente eléctrica que cambio sus vidas.
Con una carretera más estable y con luz, la zona veía los progresos y se aprestaba a celebrar los hechos históricos de aquellos tiempos. Primero, la venida del papa Pablo VI que tuve que anunciar por dos horas seguidas desde la campana de la escuela y gracias a la emoción que le causaba a mi madre un acontecimiento de esta índole. La llegada del hombre a la luna que vimos –mirando la luna- y oímos por radio desde el escaño de cucharo y guayabo donde Yolanda me consentía el brazo. Mi papá siempre consideró esto, una mentira más de los gringos embaucadores y “encaramapingos”.

Los fines de semana y ante la ausencia de hermanos para jugar o para pelear, en las mañanas me imaginaba una emisora que solo yo escuchaba y con la música que tenia en discos de 78, 45 y 33 rpm, ambientaba desde las siete y media, esta parte del domingo, con cuñas incluidas, sacadas de Deporte Gráfico o de El Espectador y Vanguardia Liberal, periódicos que no faltaban cada lunes de mercado en las viandas que mi papá llevaba a casa desde Rionegro, al igual que un tarro de galletas Macarenas que hoy todavía me saben a cielo y a papá.
La emisora se llamaba “La Voz del Salamaga” y los estudios eran el salón de clases, con sus ventanas, y algún pupitre como consola. Con el tocadiscos de maletín JVC Nivico, que en un cumpleaños me regalaron mis papás en Berlín y que serviría después para oír la música romántica de mis comienzos de adolescente, creaba en mi mente lo que podía y que había aprendido de la radio, de vistas furtivas en la ciudad a La Voz Panamericana, a Radio Atalaya o a Radio Bucaramanga. Fue algo que pudo haber servido para más, pero que por circunstancias y condiciones de tiempo, lugar y época, solo servia para entretenerme un rato.
El programa, Mañanas de Domingo, terminaba a las nueve y media, cuando llegaban los compañeros de la escuela y empezábamos a balonear en la cancha, fabricada con nuestras propias manos y con muchas ganas de ser los mejores futbolistas.

Por un lado las conversaciones con Elsa Triana, quie había llegado como profesora de un par de grupos y el arribo de Álvaro, un primo de mi mamá, al que no se aguantaban por jodón y maleducado en Bucaramanga y que llevaron para que cursara el cuarto de primaria, cargando con él una pasión tan grande por el fútbol, me fueron entusiasmando con la idea.

Saqué del olvido un balón que teníamos desde Berlín y empezamos esa fiebre por el balompié, no solo jugándolo, sino escuchando y leyendo todo lo que podíamos sobre ese deporte que antes casi odiaba, cuando al buscar una emisora musical una tarde de domingo, las encontraba todas llenas de locutores de lengua enredada y gritando los goles con el parecido a un aullido de dolor.
Por ahora el entusiasmo no me hacia ver sino goles, balones y jugadas. Armamos los arcos con postes de cucharo y los soportes de la malla con rastras de madera, demarcamos la cancha con cal y a jugar, sobre todo ese sesenta y ocho y el año siguiente cuando terminaría la primaria.

Formamos dos equipos, Millonarios y Santa Fe,-aun no entiendo porque, con el fastidio que le tengo a los equipos bogotanos- y organizábamos campeonatos semanales. Generalmente éramos campeones los azules -los que más odio-, tal vez porque habíamos cuadrado mejor las fichas de juego. Las fechas no se jugaban, solo por esos aguaceros tan fuertes y tan seguidos que solían caer en las tardes.
En dos ocasiones suspendimos, o mejor, suspendió mi mamá el campeonato. La primera a raíz de una patada voladora que recibió Álvaro, de Heriberto Landazábal, que le puso a blanquear los ojos y a tenerse la garganta jurando que se la había partido en dos.
La otra, más larga y con más autoridad al suspenderlo, la causé yo mismo.
Habíamos planeado que al comenzar el partido de una final, al tocarme el balón en el saque, fingiera al recibir la marca, un fuerte golpe en el tobillo. Así fue que vino José Gelves por el balón y me di la maña para que me tocara. Y ahí mismo al piso, dando cinco o seis vueltas en rollo sobre el campo. El árbitro, que siempre era Nora Rincón, pitó la falta y cuando se iba a cobrar, llegó mi mamá y cogió el balón, fue hasta el armario de la ropa y con llave por tres meses. Ella pensaba que le habían partido la pierna a su hijo y tomó la drástica decisión. Confieso que mentí, no me tocaron el tobillo y además me sobreactué.

En esta temporada sin fútbol, nos armamos de machetes y hachas, recogimos unas buenas vigas de cucharo y llenamos la cancha de los llamados juegos infantiles, pensando en toda la muchachada que venía detrás de nosotros. Había columpios, machín machón, y pasamanos, con los que no solamente los pequeños, sino nosotros nos entreteníamos al principio en los recreos.
Pero la falta de juguetes, porque según la edad -doce años-, ya no me debían comprar más carros, me hicieron pensar en la posibilidad de hacer uno de madera.
Armé un camión de unos ochenta centímetros de largo por unos treinta de ancho, lo pinté de amarillo y negro y lo convertí en mi orgullo para jugar en los recreos. A los compañeros se les hacía ojos el camión, así que algunos me pedían se lo alquilara. El único que me hizo “competencia” fue Jorge Delgado, hijo de un amigo de mi viejo, quien construyó un camión que tenia por ruedas unos carretes de hilo que usaban para remendar ropa en su casa.

Por diez centavos el viaje, que consistía en ir por detrás de la escuela hasta la cancha, darle la vuelta y regresar; o de cincuenta por el recreo completo, me entusiasmé a fabricar otros dos que me permitieron volverme empresario del transporte a muy corta edad. Quizás fue el primer intento para construir carros, lo que he hecho después con más dedicación, técnica y logros, así se me hubiera quedado pendiente en esta vida, el tener una fábrica de carrocerías para bus.

Pasado un tiempo, ya no jugaba, sino que me dedicaba a cobrar los alquileres de mi flota de camiones. Todos eran de igual color y se veían muy bonitos surcando el suelo de los alrededores escolares. Cuando tenía presupuestado conseguir los materiales para un cuarto camión, nos levantaron la sanción del fútbol y acabamos con los juegos infantiles, restauramos la cancha y otra vez a jugar un partido por recreo.
Los descansos del medio día después de almorzar, los empleábamos en correr al borbollón, un pocito natural que había abajo de la escuela, en el Salamaga y que en una época arreglamos con piedras y ramas, de tal manera que parecía una piscina y donde impajaritablemente nos zambullíamos entre las doce y la una de la tarde. Llegábamos a clase escurriendo agua del cabello y poniéndonos la camisa.
Algunos sábados, se organizaba el paseo general con maestra incluida después de media mañana, y con miradas furtivas con nuestras enamoradas, porque ya eran varias las parejitas en acción. Así, Alfonso Araque con Maria Antonia Caicedo, Albán con Teresa –la hermana de Toña- Chucho con Luz Marina entre los que me acuerdo. Aún eran tiempos de noviazgos sutiles y muy recatados, sin pasar de lo que se consideraba normal. Pensar que hoy, lo “normal” es que se tengan relaciones sexuales en los inicios de cada romance.