domingo, 13 de junio de 2010

EL COMPADRE PEDRO, como lo llamaban mis viejos

Lo veía llegar a la hora del almuerzo. Pasadas las doce. Era de pocas palabras por aquella época.

Tendría yo unos seis o siete años y la década de los sesenta ya había cogido vuelo. Ya habían pasado unos años, desde cuando me sentaba en el suelo, a desayunar, y muy juicioso. Cuando mi madrina me preguntaba el nombre y respondía, entre tímido y a media lengua: Chuz Báez.

Ahora, ya podía analizar a quienes me rodeaban. Y mi padrino, que infundía respeto, centraba mi atención.

Después del alimento del medio día, se sentaba a escuchar, en su vieja radiola, y casi con veneración, el noticiero que presentaba Fabio Becerra Ruuuuuiiiiiiz, pasando luego a su habitación, donde hacía una siesta muy corta y emprendía el regreso a su taller de siempre en la calle veintitrés, o al negocio de San Francisco, en sociedad con Juvenal Garzón.

Los fines de semana eran diferentes. Cuando coincidíamos; yo, viniendo del campo y el domingo; podía disfrutar de ese inolvidable paseo, que luego de encender las luces de su sitio de trabajo, nos llevaba por la carrera 15 y luego por la calle 36, extasiando mis ojos con las luces de neón de todos los locales comerciales, mientras me agarraba fuerte a las barandas de la entonces casi nueva, Chevrolet 54 negra, que le servía de carro de trabajo y al mismo tiempo, de automóvil familiar. No era la ruta a seguir, pero sé que lo hacía para que su ahijado se deleitara con los avisos multicolores, que desafortunadamente, como muchas cosas buenas, ya desaparecieron.

En esa camioneta y con su familia fueron a Berlín, la vereda de Rionegro, donde entonces vivíamos, mi mamá como maestra, Mamín como administrador de la Cooperativa de consumo y yo como estudiante de segundo primaria. Su visita fue el día en que me vestí de paño y corbatín para recibir por primera vez la Hostia Sacramentada. Su presencia y un perrito enrazado de pekinés, fueron el mejor regalo. Aparte de un billete de veinte pesos, que me alargó con disimulo, lo mismo que hacía cada vez que íbamos por la adorada casa de la carrera 23 No. 31-39, donde la ofrenda para el ahijado era un billete de diez pesos. Me alcanzaba para comprar media tienda.

Luego él me vio crecer y yo fui mirándolo pasar el tiempo, pero sin envejecer. Se había vuelto más conversador.

Con mi papá, con su compadre Flaminio, le gustaba hablar de política. Patrocinaron los dos, la emperifollada de mi madrina y de mi mamá, para ir a votar por primera vez en el comienzo del Frente Nacional. Ambos lleristas, de los dos Lleras; ambos muy liberales, congeniaban en el tema y para mí era interesante oírlos y verlos, mi viejo con su sonrisa blanca y mi padrino con ese gesto característico que parecía como si estuviera buscando mil espinillas en su rostro.

Cuando mi padre enfermó y se fue, sentí que a su compadre Pedro, le iba a hacer falta con quien conversar del gobierno.

Estuvo, durante la decadencia física de mi papá, muy pendiente de nosotros, de su comadre Blanca, a quien quiso muchísimo, tal vez no sólo por ser casi cuñada, sino porque mi mamá quería a los Bohórquez Correa, con el alma. También de su ahijado, a quien cargó en la pila bautismal de la iglesia de Fátima, en un costado de su querido Parque de los Niños, cuando sólo tenía unos meses y quien lo consideró siempre, como lo dice la teoría eclesial, un segundo padre.

Por eso, al terminar su trasegar por este mundo, lo acompañé toda la noche en la sala fúnebre y lo despedí frente a su última morada, con unas palabras que me salieron del corazón.

Es que se iba mi padrino, el gran amigo de mis padres, el ser que siempre nos brindó su casa para nuestras esporádicas estadías en la ciudad, mientras vivíamos en el campo; quien hacía realidad mis sueños infantiles de tener dinero propio para ir hasta la tienda y negociar confites, gaseosas, amasijos y la revista Selecciones. Y el ser que los domingos pasaba por algún Marvilla y nos gastaba esos helados que sabían a lo que saben las ilusiones.

En el final de su carrera como transportador, que le permitió ser uno de los primeros socios de Copetrán, mover pasajeros, canastos y ovejas en el viejo Dunquerke, por las carreteras de la provincia oriental de los santandereanos; parquear orgulloso un Studebaker amarillo en la puerta de su casa, y andar gustoso en ese Chevrolito azul claro y blanco, que altivo y galante se convirtió por mucho tiempo en su consentido, le ayudé a conseguir, por pedido suyo, un cliente para el R-4 rojito, que pasaba cada tarde de domingo por mi casa de la carrera 22, rumbo a Girón, cargando con un montón de sueños, de experiencias y de alegrías, mezclados entre Sofía, sus nietos y ese rovirense echao pa´lante.

Ya no quería manejar más, la ciudad había crecido y se complicaba el conducir, “con tantos carros la ciudad y con tantos años yo”, me decía. Cuando lo vendió, me ofreció una comisión que me negué a recibir. Entonces me dijo: “Tómelo como herencia” y se alejó sonriendo.

Al partir terrenalmente, todos sentimos que fue fructífera su vida. Que dejó un ejemplo. Que trabajó siempre por el bien de su familia, de sus socios y de sus trabajadores.

Todavía, cuando voy por Bucaramanga y llego a esa casa llena de recuerdos, creo entender, sentir y ver, que don Pedro Bohórquez aún está pendiente de la visita, para volar hasta la tienda y traer alguna vianda. Quizás lo veo, ofreciéndome las dulces mandarinas del árbol solariego. O tal vez lo recuerdo entregándonos por la época de aguinaldos, el vino Sansón y las galletas Caravana, tradición de todos los años, que con la tarjeta navideña, eran algo así como un adelanto del Niño Dios y de los Reyes Magos. Es que era un señor con alma de niño y lleno de magia para brindar el cariño.

Igual, siempre fue muy atento con quienes lo rodeábamos y para su corazón, como para los corazones de la gente buena, DAR era sinónimo de FELICIDAD.

Mientras dejaba navegar las horas sobre olas de tristeza, esperando el amanecer acompañado de su ausencia, tracé sobre un papel estás palabras que ante su tumba recité con un sentimiento casi infantil.

Se nos fue otro de los viejos buenos
de los que a la familia y a la patria amaban,
de aquellos que en cada madrugada
hicieron del trabajo su desvelo.

Desde San Andrés, su querido pueblo,
vino y sentó raíces basado en la constancia
y sus manos generosas, sin distancia,
fueron soporte de un fiel compañero.

Un consejo, una palabra, o tal vez su compañía
a los amigos brindó, siempre dispuesto
porque era su ley. Él ayudaba,

por eso sentiremos su ausencia cada día
y nadie ahora podrá ocupar su puesto,
desde el cielo velará por todo lo que amaba.

Hasta siempre Don Pedro,
Hasta siempre Padrino!


Jesús Antonio Báez Anaya (Ahijado)
Medellín, 2008

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