domingo, 28 de febrero de 2010

DE SAN ISIDRO A BERLIN

>El año se iba yendo mientras crecía feliz en San Isidro, recreándome muchas veces al contemplar las carreras de ciclismo domingueras por la bajada de Carpintería, que veía toda y perfecta desde el patio de la escuela. En medio de los brincos de alegría, llamaba a gritos a mis papás para que vieran los “atetas”, pues aún no soltaba la lengua completamente.

Ahora se que la solté más de la cuenta; dos matrimonios y otros romances dan cuenta de ello.

Los días escolares eran muy lindos para mí, que con solo cuatro años y sin matrícula, empezaba a leer y a sumar, mirando desde la puerta del salón a mi mamá, que enseñaba a sus alumnos. Además, cada día de clases, significaba tomarme una gaseosa Hipinto, cuando era realmente santandereana. En sus sabores de piña, uva, manzana, limón o la kola champagne, como decía en sus botellas, que llevaba José Antonio Estupiñán, un alumno que vivía en la casita de paja y bareque en “El Uno”, a quien mi mamá le pagaba cada semana los seis refrescos que me sabían a cielo y cuyo aroma mantenía hasta el día siguiente, guardando la tapa con empaque de corcho donde se conservaba intacto.
Esa tapa solo la botaba cuando llegaba la nueva gaseosa. Era una forma de mantener lo que en el campo no se tenía. Igual hacia con las cajitas de uvas pasas Su-Maid, cuando tenía oportunidad de comerlas, muy de vez en cuando.

Así, entre el cariño y el amor paternales, pasé los últimos años de la década del los cincuenta, los que rematamos viviendo en la escuela de Arbolsolo, a dos kms., del pueblo los meses de octubre y noviembre. Allí mi mamá clausuró el año académico, como transición hacia Berlín, nuestra nueva morada por cinco años y una de las mejores etapas de nuestra vida familiar.
En Arbolsolo conocí el primer trapiche, el de la Hacienda La Vega Carreño, donde saboreé las melcochas y las boronas de panela, esos trocitos de cielo de ahí en adelante, el manjar más preciado para mi paladar, muy por encima de las encopetados dulces industriales de ahora. Es que sabían, como sabrán siempre, a patria colombiana, a esa esencia natural de nuestras montañas y a ese corazón de la tierra, procesado por manos campesinas, ancestros que llevo por siempre en el alma y que me enorgullece ante propios y extraños. Se cuanto vale y cuanto trabajo tiene producir los alimentos que consumimos cada día, cuanto sacrificio hay en cada jornada campesina, desde antes de rayar el sol, hasta muy tarde en las noches de sombras y de cantos de arroyuelos en cada parcela de esta Colombia grande y sin igual.
El vivir a pocos metros de la carretera central, que por entonces iban construyendo hacia la costa, en tierras del sur del Magdalena, hoy el Cesar. Me permitía el gusto nunca imaginado de ver muy de cerca los carros que fascinaban mi imaginación. Siempre he admirado esas máquinas que le dieron un vuelco de progreso al mundo y ahí estaban ante mis ojos, cargados de pasajeros, alimentos e ilusiones, pasando hacia la ciudad o hacia mi pueblo, ese montoncito de casas y de calles que aprendí a querer como mío, porque fue la patria chica de mi Mamín, como también se me hizo costumbre llamarlo; ahora y siempre me considero rionegrano, así la cédula expedida allí diga que soy nacido en Bucaramanga.
Se soportaba un calor muy alto y acostumbrado a climas más agradables, sufrí de un broto que me llenó de ampollas todo el cuerpo, en especial los pliegues de las extremidades. Unas pastillas, una crema y varios baños al día me permitieron una cura muy rápida y el poder jugar en calzoncillos con una manguera, desde la mañana y hasta el atardecer,
Casi todas las semanas iba algún grupo familiar para visitarnos y darse un chapuzón en el río. Alguna vez fue un grupo grande, donde se unieron la familia de mi papá con la de mi madre, pasando un día bien agradable, hasta que por el río vieron bajar el cadáver de un marrano, generando asco en todas las mujeres del paseo, regresándose entonces a la escuela para bailar un rato. Para los regresos, que se hacían muy temprano el lunes, generalmente era don Donato Moreno quien hacía el viaje expreso para llevar a mis primas hasta Bucaramanga.

Se iban así pasando los dos meses mientras llegaba el cinco de diciembre, día en que con las cositas de la familia en la hoy vieja volqueta GMC amarilla del municipio, conducida por Trino Díaz, partimos hacia Berlín, la hacienda cafetera que hacía de las laderas cercanas al Río Rionegro, -de “Casetabla” para arriba-, una colchita de verdes claros y oscuros, como esos pesebres de antes cuando abundaba el musgo en las piedras del camino y que utilizábamos para recrear los aguinaldos. Viajamos con mi mamá, mientras el viejo se enrumbó, acompañado de mi tío Luís Jesús y con sus vacas y terneros, a recorrer los doce kilómetros que hay entre las dos escuelas, a pie.

A pocos meses de cumplir los cinco años, y en los días en que tomamos la foto familiar que aún está en la sala de mi casa, que me produjo el trauma laringeoesofagodigestivo de ponerme un corbatín, empezó una vida nueva, porque allí mis padres tuvieron un devenir mejor y un futuro más promisorio – que por esas cosas de la raza, aprendidas de su padre- desperdiciamos y que ya contaré mas adelante.




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