lunes, 21 de enero de 2013

MAURICIO, la vida te quedó debiendo un gracias.

Llegamos una mañana a Valparaíso, con los materiales y el equipo de soldadura, dispuesto a pasar una semana haciendo las cerchas para el techo de la casa nueva. Necesitaba de alguien que me ayudara en ese trabajo. El nuevo dueño de la finca, con quien iba, me dijo que allí había un muchacho, hijo de quien estaba cuidando lo que quedaba de la casa vieja, que tal vez podría servirme para eso. Era casi un niño. La primera impresión fue de duda. Creí que no era la persona indicada. Y me estaba equivocando. Arrancamos ahí mismo con la labor y empecé a ver que Mauricio le ponía interés a todo lo que le iba enseñando sobre la marcha. Y que quería aprender a soldar. Eso me pareció interesante. Al final de la semana y habiendo probado en mis descansos, como se “quemaba” la soldadura contra los hierros, le dejé hacer algunos pegues. Y lo hizo bien. Mientras íbamos trabajando me contó que había terminado la primaria en la escuela de La Colorada y que quería seguir estudiando. Pero allí no había otro porvenir distinto a seguir macaneando potreros, ayudándole al papá que contrataba con los vecinos este oficio. En un regreso posterior le propuse que si quería trabajar conmigo en PublicAB, que por esos días se había quedado sin ayudante de patio. Eso si, sería condición básica e ineludible, hacer el bachillerato nocturno, como muchos colombianos. Consultó con don Pedro, su papá, quien le dio el aval y la bendición y de una vez viajó conmigo a Bucaramanga. Se instaló en mi casa y en los corazones de mis hijas en un septiembre lleno de ferias. Ellas lo vieron como un intruso por un par de horas, pero luego se ganó el puesto del hermano menor que les hacía mandados, les alcahueteaba caprichos y lo más importante: Les brindaba un cariño sin condiciones. Sin conocer mucho la ciudad, buscó el colegio y se matriculó en el Aurelio, para comenzar sus estudios secundarios. Cada noche se subía en la bicicleta que había sido algún diciembre el regalo del Niño Dios para mi hija Gladys y que olvidada ya, le compró para pagársela poco a poco. Pintada por el mismo para quitarle el rosado original, le servía para ir y venir a las diez de la noche, cargado de aprendizaje de matemáticas, de español y de todo eso que brindaban los colegios. En los ratos libres de las noches que no había clases, disfrutaba contándonos sus historias de niño, mientras acariciaba los gatos que no han faltado en la casa. Siempre dispuesto a servir, pronto se hizo amigo de vecinos y allegados, a quienes ayudaba en alguna cosa que necesitaran. En el trabajo siempre estaba atento a cada enseñanza y fue muy ágil aprendiendo esos secretos que tiene la publicidad. Muchas veces opinó, expresó ideas, discutió esta u otra forma de hacer las cosas más rápido o mejor. Y muchas veces también, le acepté sugerencias que servían. Cuando había que trasnochar porque el afán de los clientes lo exigía, no se arrugaba ante el sueño y trabajaba a la par, después de llegar del colegio. Aprendió fácilmente lo de la diagramación en el computador y el corte de letras en el plotter, que se hacía generalmente en San Francisco. Iba raudo en su cicla y pude confiar siempre en que haría lo correcto al ordenar y recibir lo pedido. Era común verlo por la carrera veintidós cuando llegaba lleno de risa y con los rollos de vinilo colgados a la espalda mientras pedaleaba, seguro de haber hecho las cosas bien. Son miles de anécdotas las que se podrían contar y que disfrutamos en esos tiempos, al final de la década del noventa. Sabía dormir en una hamaca, o en el suelo –yo le decía que tenía espíritu de gamín- sabía quedarse todo el domingo durmiendo sin ir al baño, ofreció varias veces los domingos hacer el almuerzo para todos y todos dejamos los platos limpios. Cuando yo en mi época de soledad empezaba un romance con alguna vecina, estaba presto a investigar sitios y modos de los encuentros furtivos, sirviendo de investigador de quien estaba usurpando espacios y manteniendo informadas a mis hijas de la situación. Obviamente eran ellas quienes contrataban sus servicios de “Sherlok Holmes”. Y no le importaba lo que pensara el patrón. Allí era más fiel a sus “hermanas” adoptivas. En esos tiempos difíciles de mi relación con ellas, servía de intermediario para que limáramos asperezas y se alegró sobremanera el día en que almorzando carne a la llanera en un restaurante de la “Y “del aeropuerto, le dimos fin a una etapa bien fea de distanciamiento familiar. Son muchas las cosas que tengo que agradecer a la memoria de quien entonces era un muchacho que quería hacer las cosas bien. Con Silvia, mi hija menor, hizo una amistad que rayó casi en lo “compinches” como decían los viejos. Cuando se le pedía algún favor, siempre contestaba con su: “Frescos, yo estoy pa´ las que sea”. El día de su grado de bachiller, me invitó a que recibiera su diploma. “Es que usted, -Do Esú- es quien se merece este cartón, por la paciencia y la persistencia para que yo estudiara”, me dijo. Y fui, orgulloso. Alguna vez, antes de terminar estudios, en medio de sus locuras juveniles, una noche no regresó del colegio. Al otro día, una muchacha vecina que estudiaba con él, me llevó una carta que había dejado. Me decía en ella que quería aventurar y que le disculpara por los problemas que esto me podría causar. Yo estaba como responsable de su permanencia en la ciudad y debía responder ante su papá. Regresó a los tres o cuatro días asustado y contento con la aventura. Había venido hasta Medellín, haciendo “autostop” y aguantando hambre, frío, lluvia, sol. Y con el arrepentimiento que eso deja. Pero reconoció que no era bueno proceder así. Después de terminar estudios empezó a pensar en volar más allá de un simple taller de publicidad. Me lo dijo y le acepté que no siempre se podría quedar allí. Ya había cumplido el la promesa de estudiar y trabajar y yo la mía de ayudar para que fuera bachiller. Era el sueño que había expresado cuatro años antes, mientras soldábamos varillas en Valparaíso. Así que le di una libertad que nunca había perdido. Lió sus bártulos y se lanzó a caminar por nuevos senderos. Vendió hojaldras por las calles, trabajó en otras cosas y después optó por ir al cuartel a prestar el servicio militar. Orgulloso de su libreta de primera y con una certificación de conducta excelente, regresó cualquier día a conversar con nosotros y a darnos las gracias. Siempre la gratitud fue una constante en su vida. Estando yo viviendo ya en Medellín, me llamó una mañana y me pidió que si le dábamos hospedaje por unos días mientras conseguía trabajo. Quedamos en que si, después de recibir la bondad de mi suegra que lo acogió en su casa. La próxima llamada fue para decirme que estaba en la puerta –yo estaba recogiendo a la mamá de mi esposa en la clínica-. Se quedó un poco más de un mes y ya con un trabajo como conductor de una distribuidora de máquinas para la confección, consiguió donde vivir independiente. Pero estaba pendiente de venir algunos domingos, siempre con sus manos llenas de un presente para todos y con el ánimo de visitarnos. Empezó a estudiar en la universidad y todo parecía ir bien. Pero llegó alguien que no debió conocer nunca y conquistado por la mentira vuelta faldas, renunció al trabajo, vendió sus cosas y regresó a Bucaramanga. Allí se encontró sorpresas desagradables para su corazón y queriendo acabar con el dolor sentimental, se fue nuevamente para el ejército, ahora como soldado profesional. Le gustaba esa vida de aventura y riesgo. Cuando sanó sus heridas del desengaño, la vida le mostró una niña que le permitió reorganizar sus ideas amorosas. Y lo que soñó siempre y que repetía a menudo en sus charlas, ser papá, se le dio. Les llegó a su vida, Damián, un niño que apenas está dando los primeros pasos. Se llenó de mil ilusiones, de sueños, de metas por cumplir. Cada vez que me llamaba se sentía orgulloso de sus planes de vida. Pero hoy, la parca, amancebada en las escorias que se hacen llamar redentoras de los colombianos, le asesinaron los sueños y las esperanzas. Le truncaron la vida a alguien que era una persona buena. Le mataron el papá y las caricias a un niño que nunca entenderá el porqué de su soledad paterna. Destajaron a traición –como siempre es su proceder- el amor de una mujercita que apenas se estaba acomodando en el papel de madre y compañera. Y a nosotros nos quitaron un amigo bueno, un amigo que sabía serlo. Que se encaramaba en un árbol en plena selva para buscar una señal y llamarnos a desear Feliz Navidad, como lo hizo el viernes pasado, cuando comenzaba la noche. No le dejaron llegar a sus metas. Estos miserables se tragaron otra vida, como la de tantos soldados llenos de patria y de valor, mientras se ufanan de tener el gobierno arrodillado ante sus “pecuecosos” pies. Ya no será posible verlo en su papel de mimo, arrancándole una sonrisa a una vecina que se creía brava. Ya no le podremos imaginar en su lucha por el mejor mañana para su familia. Era de los que buscaban la paz… y gracias a la basura que hoy nos gobierna, la ha encontrado en su propio sepulcro. Mauricio…. Mao…. mi amigo y compañero de trabajo: Me agradeciste muchas enseñanzas. Tal vez a mi me faltó agradecerte tantas cosas simples que hiciste por mi bienestar familiar y por mi empresa, cuando apenas eras un niño jugando a ser grande. En el muro de la entrada a la cocina de la casa de Bucaramanga deben estar las marcas de tu estatura que hacías cuando medías lo que estabas creciendo. Pero unos asesinos nos quitaron tus sueños. Creo que se me pasó agradecerte el cariño y el amor que le pusiste a tu corta vida…!

1 comentario:

JON GALLEGO OSORIO dijo...

que triste relato jesus, pero es tan real como nuestra dolorosa colombia cargada de infames. que bueno que no te olvidaste de agradecerle, porque de algún modo siempre aprendemos algo de quien no creemos.
saludos y gracias... soy valparaiseño.